Una mujer baja una escalera. El pie derecho se apoya en el último escalón, el izquierdo aún toca el superior, se prepara para dar el siguiente paso. La mujer está desnuda, su cuerpo es pálido, el pubis y el pelo son rubios. Desnuda, pálida, rubia. Hijo de un padre teólogo protestante y de una madre calvinista, Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944) se mueve cómodo entre dilemas éticos perturbadores. Si bien repite la vieja receta al abrazar ese rol de doble agente que resuena en otros de sus libros –es escritor pero se retiró como juez y enseña derecho como profesor emérito–, parece estar dispuesto a dejar de lado la herencia de horror y culpa del nazismo que lo hizo best-seller con El lector y retomar las disyuntivas íntimas que había transitado en los relatos de Amores en fuga y en la trilogía de novelas del detective Selb. La trama de Mujer bajando una escalera es sencilla. Y oculta, apenas con la opacidad de un velo, una función: sostener el andamiaje moral que Schlink necesita transitar. La vida del protagonista, un abogado gris, se revoluciona cuando oficia de intermediario en una disputa entre un magnate y un pintor por el más preciado de sus cuadros. A esa estructura de tres vértices, se suma la mujer retratada, Irene, la esposa joven del millonario. La pregunta sobre esa figura de cuatro puntas será qué es realmente lo que está en disputa y entre quiénes es el intercambio.
La trama de Mujer bajando una escalera es sencilla. Y oculta, apenas con un velo, una función: sostener el andamiaje moral que Schlink necesita transitar.
Cuarenta años después, el relato bascula entre el pasado y el presente, la juventud y la vejez, los sueños y la resignación, y cobra espesor a medida que el abogado retoma aquella vieja historia. Y entonces las preguntas: ¿cuándo es demasiado tarde para dar un giro existencial? ¿Puede un anciano mirar el pasado y soportar la idea de que quizás se conformó con seguir un patrón de comodidad que lo alejó de los riesgos vulgares pero necesarios de la vida? Detrás de una operación clásica están algunas de las respuestas. En el escritorio de Schlink, por otro lado, junta polvo desde hace veinte años una postal que replica a Ema. Desnudo en una escalera, del alemán Gerhard Richter. El cuadro, en verdad, es un “caso” de la historia de la pintura, una reacción al mítico Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp, una de las obras más audaces de las primeras vanguardias del siglo XX, donde se representa el cuerpo humano como una máquina en movimiento desde distintos puntos de vista, una idea típicamente futurista. Ritcher, conmovido por esas figuras cubistas superpuestas, retrató a su primera esposa, Marianne, en las escaleras de su taller en Düsseldorf . “El cuadro de Duchamp no dejaba de irritarme. Lo apreciaba muchísimo, pero no podía admitir que fuera el final de una determinada forma de pintar. En consecuencia, hice exactamente lo contrario y pinté un desnudo convencional”, acepta Ritcher.
Se trata de plantear las asimetrías que rigen sobre las relaciones sentimentales, las reglas caprichosas que legislan el arte, la posesión, el dolor y cierta decadencia de la carne.
Dialogar con Duchamp, la idea que motivó a Ritcher, atrajo a la vez a Eadweard Muybridge, el fotógrafo inglés pionero en captar las variables del movimiento, y también a Diego Lama, un artista multimedia peruano que trasladó el planteo a una escalera mecánica. Y es justamente el corazón subjetivo de esa pintura, que cuestiona la idea de movimiento y la importancia del punto de vista, lo que retoma Schlink. Para conjurar el desencantamiento del mundo, el autor elige –no casualmente– a un abogado avocado a la fusión de sociedades anónimas que al final de su vida se anima a escapar de la jaula de hierro. Pero, ¿cómo baja Irene la escalera que le tiende Schlink? “¿Era kitsch la mujer que bajaba la escalera a mi encuentro? No lo sé. La confusión de violencia y seducción, de resistencia y entrega, me perturbaba”, dice el protagonista. ¿Estamos otra vez ante el cliché posmoderno de que no alcanza con la vida de esposa, hijos y supermercado? En este punto, Schlink recurre a la herencia –sí, claro, pesada herencia– de la tradición literaria alemana y retoma su fetiche más preciado: el pasado. “No me quejo por ser una persona mayor –se queja efectivamente el protagonista–, no envidio a los jóvenes que aún tengan la vida por delante; yo no quiero tenerla de nuevo por delante. Pero sí les envidio que el pasado que tienen a sus espaldas sea corto porque cuando somos jóvenes podemos abarcar nuestro pasado”. Ese juego de movimiento y perspectiva es el artilugio para plantear las asimetrías que rigen sobre las relaciones sentimentales, las reglas caprichosas que legislan el arte, la posesión, el dolor y, por último, cierta decadencia de la carne, bajo la forma de una última condena o una última oportunidad///////PACO