Vladimir: Di que lo eres, aunque no sea verdad.
Estragon: ¿Qué tengo qué decir?
Vladimir: Di, soy feliz.
Estragon: Soy feliz.
Vladimir: Yo también.
Estragon: Yo también.
Vladimir: Somos felices.
Estragon: Somos felices. (Silencio) Ahora que somos felices, ¿qué hacemos?
Vladimir: Esperar a Godot.

Samuel Beckett, Esperando a Godot


Entrar a la Alhambra se puede por varios lados: por internet, por Facebook, por Google Maps, etcétera. A la Alhambra también se puede entrar caminando; recorrer estrechos, salas, jardines, salas de oración, vistas, caídas de agua como planos inclinados. Se puede ir más de una vez. Y entonces acaso se descubran ciertas simetrías, ciertas regularidades en las construcciones. Descubrir es una exageración. Las guías, incluso los folletos advierten sobre esas simetrías, esas regularidades que cumplían, en el Islam tardío, una función exotérica y otra esotérica. La exotérica es arquitectónica y ritual. La esotérica es un puente entre los mundos.

Conocí la Alhambra de grande. Años después de haber perseguido a Oscar Ichazo por el desierto del norte chileno, Ichazo era nuestro Gurdjieff. Años después de haber leído a Jacques Lacan. Ascesis, es el saldo de un análisis. En la Alhambra, ese espacio era inquietante, familiar, se respiraba algo de ese aire incorruptible. Se respiraba algo de ese aire incorruptible no porque se respirara el gas de los ómnibus, las cloacas reventadas, los bifes de chorizo. Es como una amnesia sensorial que se activa por fuera de la voluntad. ¿Es la máxima intemperie sin pánico?

Llegamos muchos, cantidades de buscadores y de buscas en ese tren al norte de Río de Janeiro para escalar un monte análogo, rezar, testimoniar, aprender danzas derviches. Éramos de muchos lugares, las chicas de Bariloche, sus sonrisas gélidas, pasión por el secreto, el misterio, se curaban en salud: garchando sin preguntar qué, cómo, quién, dónde, sin expectativas ni tiempo. ¿En trance? Dos, tres días estuvimos bajo ese monte meta y ponga hasta que empezamos a ver luces en los embaldosados, las cabezas se partían, el deseo partía como un barrilete impulsado por un viento inexistente sin otra promesa: esperar.

El aliado era un brujo del centro de Asia. El refugio se había vaciado. Éramos pocos los que subían. La impresión era de orfandad y protección. El manto que cubría mi cuerpo delgado lo rompió un ser sin ojos, o de mirada radioactiva, que cargó no sé con qué inmaterial la materia de una pasión sólo útil en esas sierras. Pero la idea de alcanzar la cumbre no estaba regulada, la trampa era que lo que era, a simple vista, dos o tres horas, terminó ocho horas más tarde, a la entrada de una cueva pret a porter, de refacción personal, donde esperaba el aliada y otros danzarines.

Bajamos al otro día, confiados, con la confianza que se tiene cuando uno se sabe querido, cuidado, leve, ligero, dispuestos a volver a la vida de todos los días, una ligera puntada en la frente, sin el recuerdo siquiera de lo que sería esperar un colectivo cuarenta y ocho horas y algo sin un peso hasta el momento de subir, relajarme, dormir, entrever, a la chica de Bariloche, al aliado no, nunca, contra los  múltiples intentos de dibujarlo/////PACO