No es una idea mía, desde ya. Ni siquiera una idea nueva, aunque nunca la había oído formulada tan claramente. He leído; no tanto, pero he leído. He escuchado intelectuales, he soportado profesores, he tolerado cantidad innumerable de activistas y militantes, pero a ninguno de ellos le escuché decir nunca algo tan aproximadamente cierto. La frase la leí en un tuit hace un tiempo; no se le había ocurrido a un tuitero (por supuesto) sino a un tipo de persona con una sensibilidad bastante más penetrante: un taxista anónimo que lo transportaba hacia algún lugar de la ciudad. Fue al frenar en una esquina cuando sus miradas coincidieron sobre una mujer que, mientras apuraba el paso por la vereda, iba ingiriendo –masticando, deglutiendo– una banana. Debió haber sido entonces cuando el buen tachero le comentó a nuestro mensajero: “No pueden hacer eso. Nosotros, que somos monos, sí podemos. Pero ellas no, ellas son mejores”.

¿Son mejores? ¿Las mujeres son realmente mejores? Determinar si la aseveración es falsa o verdadera, justa o injusta, nos conduciría a un debate interminable y estéril, que dejaría de lado lo más interesante, lo más revelador, lo que aflora con tanta espontaneidad en un hombre común (como un taxista, y como la mayoría de los hombres). Pero frente a lo que se intenta imponer en reformas normativas y se insiste en papers pretendidamente comprometidos, y se repite en peroratas de personalidades inflamadas, este hombre –probablemente sin saberlo– planta una objeción irreverente y afirma: “Los impedimentos y exclusiones que el hombre pone a la mujer no se deben a que este vea en ella a un ser inferior, sino por el contrario, a que ve en ella a un ser más elevado”. Y así, impugna el corazón de todas estas teorías mientras pone primera con el semáforo en amarillo.

La hipótesis del taxista es una confidencia cruda y nos enfrenta a los hombres con un sentimiento que, en el juicio sereno de nuestro interior, difícilmente podamos negar: ellas no pueden ser como nosotros. ¿O qué hombre, en su sano espíritu, puede desear que las mujeres vayan evolucionando hasta la extraña mejoría de parecerse a uno mismo? ¿En qué distópica pesadilla nos permitiríamos contemplarlas mientras adquieren el comportamiento de nuestros mejores amigos? Definitivamente, no pueden ser como nosotros. La sola idea de que alguna vez podamos verlas como iguales, o que vayamos a tratarlas como si fueran uno más entre nosotros, nos resulta inaceptable. Si se examinan los signos y se busca comprender qué hay detrás de esta negación flagrante a la igualdad, se logrará entrever el sentido propio de la ecuación enunciada: no es que las queramos debajo nuestro, sino que las preferimos bien arriba.

No se dirá nada nuevo si se afirma que las mujeres son objeto insistente de nuestros deseos; pero no se dice todo si solamente se consideran nuestros bajos deseos. Sería un descuido analítico juzgar el comportamiento masculino omitiendo el sinnúmero de manifestaciones sinceras y esmeros epopéyicos que, desde los tiempos en que hay registro, nos han merecido las mujeres en virtud de su cuidado, respeto, reverencia y hasta idolatría. Es más, si se observara con atención la conducta masculina, se podrían apreciar las múltiples exhibiciones cotidianas en las que la mujer se levanta como figura que tendemos a admirar. Comúnmente, se la percibe como ordenadora de nuestras faltas obstinadas, como reserva moral ante nuestros pesados instintos, como genio innato que prefigura la armonía; sobre todo, en las figuras eternas de madre, esposa o maestra. En el más acabado de los casos, como una compañera que nos toma del brazo y nos lidera en todas aquellas cosas en las que se ha mostrado más fuerte y nosotros nos sabemos más débiles. Es quizás por esto que nos cuesta tanto perdonarle que caiga con la facilidad que nosotros caemos, que sea causa de nuestra desarmonía. Esta, por supuesto, es una indagación a la mente masculina, no la planteo como un deber ser o una ley, sino como algo tan íntimamente certero y arraigado que empeñarse en combatirlo sería una apuesta infructuosa e inacabable.

Pero con el taxista me atrevo a hacerle una objeción a la idea de que un hombre sojuzga a una mujer por creerla inferior. Son ciertas e innegables las infinitas actitudes en las que, efectivamente, las mujeres reciben (por decir lo menos) un trato injusto por parte de los hombres. Hay sobradas expresiones corrientes y normas anticuadas que, tomadas en conjunto y fuera de contexto, parecieran probar una ley definitiva. Sin embargo, hacer converger estas situaciones en una raíz común es un atajo peligroso, que puede enredarnos en una lógica inadecuada e incitar la confusión total. La solución aparente frente a este trato injusto bien podría consistir en procurarle a la mujer un lugar más preponderante en lo que respecta a su fortaleza física, intelectual y económica. 

Aunque todas estas acciones no llevarían tanto a encumbrar a la mujer como a encumbrar al poder físico, intelectual y económico. Porque cada vez que se menosprecia a una mujer en alguna de todas esas instancias, parecería ser menos por desprecio a la mujer misma y más por haberla identificado con instancias que se consideran inferiores y que, en realidad, no lo son. En otras palabras, la equidad que las mujeres alcanzarían convirtiéndose en boxeadoras, gerentes o catedráticas puede no conjugarse con una mejora ahí donde se produce el verdadero desgaste.

Una indagación más sincera de la mente masculina, como la que se desprende del taxista, nos alerta de que muchas de las presiones que sufre la mujer pueden originarse no de que se la esté rebajando demasiado, sino de que se la esté exaltando a un nivel inapropiado. Esta aparente superioridad femenina no consistiría en un predominio de su fuerza física, intelectual o económica, que es como se nos ha acostumbrado a valorar la superioridad, sino más bien en una superioridad ética y estética, a la que, de más está decir, los hombres comunes no nos sentimos capaces de aspirar. Una mujer egoísta es y siempre será vista como una cosa espantosa, mientras que un hombre egoísta es la cosa más corriente del mundo. Hombres que se jactan de vivir en el vicio sin perder el prestigio encontramos a montones, pero una mujer que vive del vicio es una mala palabra. Los hombres viles se cuentan por decenas con solo abrir un diario, pero basta una mujer mala para que haya una bruja. Aclarémoslo, por si resulta necesario: la mayor penalidad ante una falta en razón de sexo es, lógica y naturalmente, injusta. Y si esta inclinación sobreviene con frecuencia en los hombres, no debe olvidarse que ya fue debidamente corregida hace largo tiempo, en su medida más justa y bajo la mayor autoridad, cuando llevados a mirar primero dentro nuestro, nos vimos obligados, de una vez y para siempre, a tener que dejar las piedras del castigo sobre el suelo.

Pero lo que interesa no es denunciar la desigualdad con la que juzgamos al otro, situación que se repetirá incansablemente y de muchas formas hasta el fin de los tiempos, sino cómo la percepción de algo negativo es menos tolerada en las mujeres hasta el punto de mantenerse con la naturalidad de una verdad. En síntesis paradójica, la mujer se nos presenta a los hombres como una superioridad sobre la que se quiere tener control. En cierto sentido degradante, se asemeja a un tesoro que se quiere poseer o se cuida con celo desmedido. Una mujer cubierta por un velo puede ser algo injusto, incluso cuando ella misma lo use por propia voluntad. Pero la controversia alrededor del velo no debería ocultarnos una verdad: la mujer es algo que atrae y que muchas veces parece preferible esconder por el poder que tiene; por ser el posible origen de una noble disputa. El velo que esconde a la mujer no significa ante nuestros ojos sometimiento ajeno sino, más bien, sometimiento a nosotros mismos. Una mujer que se enreda dentro de un burka es una mujer a la que se quiere cuidar como a una gema. Pero el enorme error del burka y de cualquier medida extrema consiste en no ver que una mujer es algo mucho más valioso que una piedra preciosa. Y esto es un hecho objetivo e inalterable al que no le cabe reparo alguno, ni puede quedar librado al criterio social o a la subjetividad de cada quien.

Todos los tesoros del mundo juntos no hacen el valor de una mujer; ni el de un hombre, ni el de un chico. Y esto no es un simple decir o una declamación exagerada, sino el principio fundamental en el que descansa cualquier sociedad humanista. La dignidad de la mujer no se cambia por plata, la más insignificante sugerencia contra la misma suele encontrar una cachetada justiciera. El honor de un hombre vale una millonada más que todos los millones juntos. La vida de un chico es, digámoslo con fuerza, un bien innegociable bajo cualquier circunstancia. Es en el olvido de estos claros principios cuando una sociedad comienza a resbalar.

Si se pretende examinar cómo opera en particular ese mal permanente que tiene tan a maltraer a las mujeres, habría que empezar por cuidarse de no darle a un problema moral una solución ideológica. Una preocupación honesta encontrará siempre paliativos para aplacar los malestares, pero si a una enfermedad se la trata con un remedio equivocado el drama sólo se agrava. Para la ideología el problema no está en el hombre sino en sus representaciones; es decir, no se encuentra en el ser humano mismo, sino en el sistema social que lo acoge. No es tanto que él se haya equivocado, sino que se han equivocado con él. Pero la realidad es que el hombre que golpea a una mujer sabe, o al menos intuye, que no se golpea a una mujer. El ladrón sabe bien cuál es la incomodidad de su condición. No hay que enseñar solamente al hombre a saber cómo comportarse, hay que también dejarle en claro que comportarse bien es el mayor bien que pueda obtener. Aunque, claro, teniendo todo esto presente, nada es impedimento para que en algún momento se deje de hacer lo que corresponde. Esta dualidad, que provoca que uno haga lo que sabe que no se debe hacer (incluso cuando lo sabemos muy bien) ya no tiene modo de ser nombrado. Se extrañaba mucho Chesterton cuando le decían que el pecado original era algo indemostrable. Él, con su habitual desparpajo, respondía en una mueca: “Pero si no hay cosa más evidente”.////PACO