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Diego se levantó temprano como todos los días. Desayunó, salió a caminar, volvió y se acostó porque estaba un poco cansado. La enfermera lo fue a despertar, le tocaba una pastilla. Ya estaba muerto. Es uno de los pocos momentos de Maradona, de la colección infinita de historias sobre él, en los que estaba solo. Su padre lo bendijo con una muerte íntima. Esa muerte es un regalo. Su vida fue nuestra, su muerte, sólo de él.

Incredulidad, estupor, sorpresa. Rabia, rabia contra la agonía de la luz. Así, una foto con unas ambulancias entre los árboles, un rumor, una tapa de portal apresurada. Todos lloramos por la partida del mismo pariente. Un hermano, un padre, un hijo. Ha muerto un argentino y el mundo lo llora. Maradona está muerto y ya es otro, uno que no conocemos. Nos quedamos con el que vivió, que es el que recordaremos todos los días hasta que nosotros vayamos a reunirnos con él.

Los que lo odiaron en vida lo odian en su muerte. El odio es poderoso y trasciende todas las barreras. No hay redención de Maradona para ellos, porque ellos no se perdonan a sí mismos. Diego fue un hijo de Dios que no pudo salvarlos a todos, sólo a los que creyeron en él. En Italia, en Nápoles, lloran también. Ya no nos une con la madre patria un barco, sino un hombre. Nuestras caras son un reflejo del mundo, una Tierra mojada y más solitaria que de costumbre.  

Las historias se riegan como las lágrimas. Se cuentan en la TV, en los wasaps, en los youtubs, se reproducen, se monetizan en silencio, aunque el dinero, por un día, no exista ni importe. Un héroe ha muerto y su pueblo proyecta sus hazañas, en las pantallas, conversándola en las calles, las casas, los teléfonos, en el aire universal. La gente aplaude a las 10 y 10, juntándose donde luchó sus batallas: en Nápoles, en la Bombonera, en el hospital donde rompió bolsa, en Segurola y Habana, en los murales que lo recuerdan. Santa Maradona es mujer porque es una Virgen y no se mancha.

Creímos secretamente que esto nunca iba a pasar, que era inmortal. Por algunos minutos imaginamos que su corazón volvía a latir, y una vez más, burlaba a todos los que deseaban su muerte. Pero no. Murió en la intimidad de su casa, de su cama. Murió en una soledad perfecta, una muerte que es un descanso, el crepúsculo de un misionero que ya hizo todo lo que vino a hacer.

Diego nos mostró que podemos ganar, que podemos caernos y levantarnos. Nos mostró que todos los pecados tienen perdón, que todos los errores, redención, que después de la derrota viene una victoria. Que la alegría es el motor de la vida, y que vinimos a esta vida para darla y recibirla. Que descanses en paz, Diego Armando, nadie nunca lo había necesitado tanto. Nosotros vamos a seguir adelante, como vos nos enseñaste a hacerlo//////PACO