¡Nueva y audaz hipótesis sobre una de las obras cumbres de la literatura!
Melancólico mamotreto de la modernidad, el Ulises de James Joyce fue leído a lo largo del siglo XX principalmente por el lomo. Ubicado en un lugar estratégico de las bibliotecas, allí donde el visitante no pudiese dejar de notarlo, su descubrimiento era generalmente saludado con incrédulas interpelaciones sobre su uso concreto. Según Bioy Casares, Borges se habría referido a él como a un acto de fe literario por parte de los jóvenes (“la promesa de que les gustará cuando lo lean”), y Marilyn Monroe llegó a retratarse sosteniendo un ejemplar entre sus manos. Para generaciones enteras de estrategas literarios, el “Ulises de Joyce” obró como mapa del tesoro o manual de instrucciones que garantizaba la fama y la fortuna del propietario. Como ocurre con los objetos mágicos, las señales no se hallaban explícitas en la superficie sino que debían ser descifradas mediante un proceso de selección que aislaba los datos significativos de aquellos que no revestían mayor importancia (“cinco pasos desde el árbol del muerto hasta la colina del catalejo”), de manera que toda lectura contara siempre con una dosis de especulación. En este sentido, no debería olvidarse que la mayor parte de los lectores del Ulises resultaban gentes interesadas profesionalmente en el asunto. La hoja de ruta que la abundante literatura sobre la obra parecía proponer al aspirante incluía el exilio como programa, la pintura de la propia aldea según las leyes ópticas de la metrópolis, algún guiño disimulado a los poderes de turno y -último pero fundamental- la elección del fracaso como opción estética, al menos en la medida que no se trasladara a las carreras de los propios autores. El dato no pasó desapercibido a los posteriores escritores del boom.
Sin embargo, todo mapa del tesoro tiene algo de cuento del tío; y el polvo dorado de los enanos terminó siendo semejante al rojo compota de manzana que se desprende de las páginas oxidadas de ejemplares como el editado en 1972 por Santiago Rueda, en Buenos Aires. La versión de J. Salas Subirat omite cualquiera de esas extensas notas al pie que sirven de consuelo en el caso de las traducciones españolas, y su olor a moho, madera y paso del tiempo subraya el recorrido histórico de una obra, que, dejando atrás su pasado vanguardista, ha ingresado hace rato a la trivia turística que Isidoro Blaustein caracterizara en su cuento “Dublin al Sur”.
La lectura que hizo la modernidad del Ulises, antes de erigirlo en bastión, fue circunscrita por un manual de uso que otorgaba de antemano un signo inequívoco a las peripecias narradas por Joyce. La condición del extranjero, particularmente ligada a la experiencia joyceana del exilio, resultó un punto irresistible para los comentaristas, que podían espejarla en la de Leopold Bloom, uno de los protagonistas de la obra, advertising agent de origen judío recorriendo las calles de la muy católica Dublin.
La obra de Joyce fue celebrada entonces como el equivalente literario del proyecto cubista, en el que el exiliado Picasso destruía la perspectiva lineal, restituyendo al objeto la multiplicidad de puntos de vista propia de la concepción ideal de su experiencia: “perspectiva divina”, en la medida en la que la modernidad pudo concebir lo divino. Pero la pluralidad de códigos, lenguajes y fragmentos (los celebrados monólogos interiores) que remedaban en su patchwork al ojo mayestático, escondían sentidos más complejos que los que cabría esperar en un tótem cultural preparado para la lectura unidireccional.
Es que no era razonable que la obra maestra de un alumno modélico del Clongowes Wood College estuviese libre de las sinuosidades propias de la fragua jesuita. La literatura anticlerical de los siglos XVIII y XIX pinta a estos profesionales de la religión como poseedores de una inteligencia demoníaca, adeptos a las trampas laberínticas, abismos que se abren cuando nadie los espera y torturas milimétricas; opuestos, en este sentido, a la honesta simplicidad de un dominicano iracundo. Conviene, por lo tanto, recorrer las instalaciones con ojo atento, golpeando de vez en cuando los muros, a la búsqueda del sonido hueco que confirme la existencia del pasaje secreto.
Algunos de estos pasajes no escaparon al oído atento de los comentaristas. Sam Slote, en su ensayo Garryowen and the Bloody Mangy Mongrel of Irish Modernity (James Joyce Quarterly, 2009), destaca, por ejemplo, la comunidad discursiva en personajes que representan posturas aparentemente antitéticas. Para hacerlo, Slote elije uno de los capítulos del Ulises más transitados a la hora de adjudicar valores y sentidos “progresistas” a la obra. Se trata del doceavo, “Ciclopes”, en el que Bloom tiene un encontronazo con un personaje apodado “El Ciudadano”, prototipo de nacionalista que se supone una caricatura distorsionada de Michael Cusack (el prócer irlandés aparece en modernas esculturas con un adecuado garrote en la mano).
Según el ensayista:
“Toda la escena en el pub de Barney Kiernan tiene el tono de una rampante hibridación, incluso cuando el Ciudadano intenta defender la pureza irlandesa contra el pérfido invasor Saseenach. El Ciudadano reprocha a Bloom, entre otras cosas, su liberal tolerancia de la diversidad. Sus compatriotas lo acompañan en buena medida, a pesar de que el narrador de la escena del pub, un borracho anónimo, caracteriza su charla nacionalista como una serie de viejos clichés. Los debates alcohólicos de “Cíclopes” son el contrapunto de la sobria historia “lealista” (término que señala a los partidarios de la administración británica) pronunciada por Garret Deasy en “Nestor”. Mientras las simpatías del Ciudadano y Mr. Deasy son mayormente opuestas, ambos emplean una visión selectiva y distorsionada de la historia para respaldar sus ideologías. Aún más, aparte de un compartido antisemitismo, ambos concuerdan en que la causa principal de la intervención de Inglaterra en Irlanda está relacionada con la infidelidad de Devorghil. Nacionalistas y lealistas concuerdan en su misoginia y en el prejuicio sobre aquél que es el otro o un híbrido. Para tomar una línea de Hyde en su lectura sobre “desanglicización”, el Ciudadano se encuentra en una situación anómala, “odiando aparentemente a Inglaterra y sin embargo imitándola”. (…) Pero incluso cuando condena la contaminación, el adulterio y la hibridación, el Ciudadano no es inmune a lo extranjero. Su contaminación tiene lugar durante algunas de las parodias burlescas de este episodio. Su propia descripción inicial se deriva del estilo de François Rabelais, entre otros. En este sentido, se trata de una parodia de algo que ya en sí mismo era originalmente paródico.”
Slote cita luego una descripción en la que Joyce mezcla a los héroes míticos irlandeses con Cristóbal Colón y el Dante, en un estilo que nosotros llamaríamos “discepoliano”, pero que el autor del ensayo -ignorante de tales convenciones- define como representativo del mestizaje inherente a la cultura irlandesa.
“Sin embargo, el burlesque estilístico de “Cíclopes” puede ser considerado como de raigambre irlandesa. En The Irish Comic Tradition, Vivian Mercer arguye que la parodia y la hipérbole son elementos destacados de la mitología irlandesa, que presenta a héroes tales como Finn MacCool y Fergus MacRoi como bufones gigantescos, dotados de voraces apetitos sexuales y culinarios, por lo que la parodia joyceana del nacionalismo local se nutre de los mismos elementos en los cuales los propios nacionalistas (encarnados en la tradición del “revivalismo literario”) buscaron inspiración. Antes de intentar mantenerla pura, Joyce exacerba la hibridad latente en esta tradición. Tres gigantes están reunidos en “Cíclopes”: el homérico, el céltico y el rabelesiano”.
Llegado a este punto, el teórico traslada su punto de vista a los pies del gigante, o, más bien, a aquello que yace junto a ellos, que es precisamente lo que da su nombre al artículo. Se trata de Garryowen, “el perro del viejo Giltrap”, mastín mestizo que en su híbrida multiplicidad vendría a representar ese elemento esquivo que podríamos definir como “Irlanda”.
En su versión “rabelesiana”, Garryowen es “un salvaje representante de la tribu canina cuyas estentóreas boqueadas anunciaban que estaba sumido en un intranquilo sueño, suposición confirmada por los roncos gruñidos y movimientos espasmódicos que su amo reprimía de tiempo en tiempo con golpes tranquilizadores de un poderoso garrote hecho con piedra paleolítica”. Sin embargo, Garryowen, can proteico, puede metamorfosearse algunas páginas luego en un simple “perro viejo”, al que el Ciudadano “se pone a tironear y aporrear y hablarle en irlandés y el viejo cascajo gruñendo, sin largar prenda, como en un dúo de ópera. Nunca se escucharon gruñidos semejantes a los que soltaron entre los dos. Alguien que no tenga otra mejor cosa que hacer tendría que escribir una carta pro bono público acerca de una ley que obligue a amordazar a los perros como ése. Gruñendo y chachareando y su ojo todo inyectado de sangre porque tiene la sequía y la hidrofobia cayéndole de las fauces.”
Pero no acaban aquí las dotes camaleónicas del sabueso: “Todos aquellos que estén interesados en la difusión de la cultura humana entre los animales más bajos (y su número es legión) no tendrían que perderse la exhibición realmente maravillosa de sinantropía dada por el viejo rojo perrolobo perdiguero irlandés antiguamente conocido por el sobriquet de Garryowen y recientemente rebautizado por su gran círculo de amigos y conocidos con el de Owen Garry. La exhibición que es el resultado de años de adiestramiento por un sistema dietético minuciosamente meditado, comprende, entre otras realizaciones, la recitación de versos. Nuestro más grande experto viviente en fonética (¡caballos salvajes no nos lo arrancarán!) no ha dejado piedra sin mover en sus esfuerzos para dilucidar y comparar el verso recitado y ha encontrado que ofrece un chocante (las itálicas son nuestras) parecido con las runas de los antiguos bardos célticos”.
Es aquí donde perdemos en la curva a Sam Slote, no sin antes apropiarnos de alguna de sus observaciones, como la curiosa similitud entre nacionalistas y “lealistas”. Pero esta simbiosis de principios contradictorios (enfrentados por una oposición dialéctica pero unificados por un mismo marco conceptual que ninguno de los dos es capaz de superar o eludir) puede también aplicarse a otros pasajes de la novela; y el término “pasaje” resulta también adecuado en su acepción de trayecto más o menos disimulado.
Nuestro pasaje, en este caso, consiste en el mismo Garryowen. Transcurrido el capítulo donde Bloom abandona el pub perseguido por la diatriba xenófoba del Ciudadano, llegamos a “Nausicaa”, fatídico episodio 13. Sentada en la playa de Sandymount, la joven Gerty MacDowell medita sobre el amor y la femineidad en un tono deshilachado y derivativo del estilo ingenuo de las novelitas románticas. Bloom la observa desde lejos y cree percatarse de que ella se exhibe ante él. El clima masturbatorio se acentúa con algunos fuegos artificiales surgidos de un bazar cercano. Mencionado al pasar por el monólogo de la joven, se halla la “fotografía del hermoso perro Garryowen, que casi hablaba del abuelo Giltrap, era casi humano”.
“Nausicaa” no suele ser analizado en pos de una clave política (como sí ocurre con el más evidente “Cíclopes”), pero la presencia del infaltable Garryowen, haciendo su última pirueta, sugiere un vínculo sutil entre ambos vectores. Examinemos la escena con cuidado. Bloom, el “caballero de negro” que galantemente devuelve una pelota extraviada, da el primer paso en un dueto de miradas acuosas. Confiesa entonces Gerty:
“Y mientras miraba el corazón le palpitó tacatac. Sí, era a ella que él miraba y había expresión en su mirada. Los ojos de él la quemaban adentro como si la traspasaran de lado a lado y leyeran en el fondo de su alma. Eran ojos maravillosos, magníficamente expresivos… ¿pero podía confiarse en ellos? La gente era tan rara… Ella pudo ver de inmediato por sus ojos oscuros y su pálido rostro de intelectual que era un extranjero, la imagen de la fotografía que ella tenía de Martin Harvey, el ídolo de la matinée (…) Estaba de riguroso luto, ella podía ver eso, y la historia de una pena obsesionante estaba inscrita en su cara. Ella habría dado cualquier cosa por saber qué era. (…) Aquí estaba lo ella había soñado con tanta frecuencia. Era él lo que importaba y había alegría en su rostro porque ella lo quería a él porque sentía instintivamente que no se parecía a nadie. El corazón entero de la mujerniña fue hacia él el esposo soñado, porque se dio cuenta en seguida de que era él. Si había sufrido, si se había pecado contra él más que pecado él mismo, o si hasta había sido él un pecador, un mal hombre, a ella no le importaba. Aun si era un protestante o un metodista ella podría convertirlo fácilmente si él la amaba de veras. (…) Pero había la importantísima pregunta y ella se moría por saber si era casado o era viudo que había perdido a su esposa o alguna tragedia como la del noble con nombre extranjero de la tierra del canto que tuvo que ponerla en un manicomio, cruel únicamente por su bondad.”
En definitiva, se trata de un discurso que gira alrededor de los mismos tópicos tocados un capítulo atrás por el sermón furioso del Ciudadano, y sospecho que la divergencia en sus aplicaciones prácticas es sólo aparente. En primer lugar, Bloom es percibido por ella como un extranjero sin nombre, algo a medias entre un metodista y un italiano. Esta entidad fabulosa, de ojos oscuros y pálido rostro de intelectual, aporta el misterio necesario para la ensoñación, a la que una conversión por amor, siendo con todo el punto culminante de la fábula, tendría el inconveniente de privar del exotismo que le da razón de ser. Finalmente, Gerty regala al oscuro extranjero la visión de la blancura de su enagua, en una mímica de la aceptación que resulta análoga y recíproca a la expulsión del pub, ocurrida páginas atrás. De esta manera, la “liberal tolerancia de la diversidad”, se convierte en la segunda fase de un movimiento pélvico pendular iniciado en el episodio anterior; juego que sólo es dable practicar después de haber reducido al otro a una categoría ficticia.
La pobre Gerty parecería decir, en su propio burlesque paródico de revista del corazón, que las nobles ficciones de la hibridación pueden resultar tan ilusorias como las fantasías de pureza del Ciudadano. Sin embargo, nadie le llevó demasiado el apunte en todos estos años, quizás por la conocida tendencia de la crítica a leer los personajes femeninos como manifestaciones de la “femineidad” antes que otra cosa. Gracias, mi viejo y querido Garryowen, por poner las cosas en su sitio.
Puede que la historia de siglo XX y lo que va del siguiente haya quedado condensada en la sucesión de errores que proponen estos dos capítulos. Si fuera ese el caso, no estaría de más servirse de las dotes adivinatorias de Joyce para predecir el futuro. Sí, porque Gerty finalmente se levanta para partir:
“Caminaba con cierta quieta dignidad característica de ella pero con cuidado y muy lentamente porque Gerty MacDowell era…
¿Zapatos muy ajustados? No, ¡Es coja! ¡Oh!”
…
El siguiente libro de James Joyce acabó para siempre con cualquier pretensión sobre su eventual lectura; y la aparición de su lomo en alguna biblioteca significaba el darse de bruces contra la legendaria ballena blanca, expeliendo sobre el rostro del curioso el justo castigo a todas las vanidades. Leer las páginas interminables del Finnegans Wake supone más mérito y esfuerzo que escribirlas; y dicen de ellas los comentaristas (si damos crédito al acto de su lectura) que en su interior el idioma inglés se disuelve para siempre una especie de sopa primordial que hace pensar en la mente en descomposición que preside el velorio sugerido en el título. Es probable que Joyce, siguiendo los pasos del Ciudadano, haya encontrado al fin el garrote indicado para dar cuenta del invasor y su lengua////PACO
Nota sobre la traducción: Los párrafos del artículo de Sam Slote han sido traducidos por el autor de esta nota, mientras que para el Ulises se siguió la mencionada versión de Salas Subirat.
Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.