Arte


El Teatro Argentino y la maldición

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La maldición de fuego

Ciudad ausente, maldita, difusa, ganada a los pastizales, engendrada por la razón. ¿Hay una maldición original sobre la ciudad de La Plata, fundada en un lugar vacío para administrar a la provincia de Buenos Aires en 1882, cuando el país estaba gobernado por la generación que despreciaba al gaucho, al indio y al pasado colonial, e intentaba amar las ideas de progreso del mundo anglosajón? En 1982 se cumplía el centenario de su fundación y varias cosas ocurrían. Las estudiantes secundarias escribíamos cartitas con chocolates para enviar a los soldados de Malvinas, leíamos en El día las historias fundacionales en ediciones especiales, veíamos que se iba a hacer una torta que ocuparía gran parte de la Plaza Moreno y se desenterraría la urna de la piedra fundamental en la que había cosas secretas que estaban esperando desde hacía cien años para ver la luz.

Aún no sabíamos del Pozo de Arana, a pocos kilómetros del centro, o de la Noche de los Lápices, como lo haríamos en breve, cuando la militancia estudiantil de la vuelta a la democracia, las visitas de Pablo Díaz, los videos de Nilda Eloy y Emilce Moler fueran apareciendo en diferentes lugares. Los hijos del intendente del gobierno de facto habían ido a mi escuela primaria y yo jugaba en su casa, así que me parecía imposible que algo así ocurriese. Entre todo aquello, también estaba fresco el recuerdo de cuando nuestro padre nos llevó a mi hermana y a mí al Teatro Argentino, con nuestros tapaditos de fiesta de paño bordó y zapatos guillermina, para ver El lago de los cisnes. Era un poco adormecedor e hipnótico ese lugar, pero papá estaba emocionado porque le encantaba la música clásica. Yo, en cambio, estaba preocupada porque mi cadenita de oro se había caído entre las butacas. El teatro se había incendiado en 1977, tiempos donde había silencios largos y no se explicaban las cosas a los hijos.

Las noticias relataban que el fuego había empezado en la zona del escenario mientras ensayaba el ballet estable y se había expandido hasta la sala lírica y otros importantes sectores del edificio. El fuego, al parecer, iba comiéndose los telones, las maderas y el oxígeno mientras la gente corría afuera y gritaba. La versión oficial contó la historia de un cortocircuito eléctrico, aunque persistieron las sospechas de que el fuego había sido intencional. De una manera u otra, a pesar de los reclamos y la consulta a un experto europeo que estableció que el Teatro Argentino era perfectamente restaurable, el gobierno militar decidió demolerlo y llamar a un concurso público para construir un nuevo y moderno centro cultural.

La maldición tanática

Voy a ir y venir un poco con el tiempo para tratar de hacerme entender. El Teatro Argentino de La Plata fue fundado en 1890 por un grupo de ciudadanos que constituyeron una Sociedad Anónima. Se inauguró el 19 de noviembre -aniversario fundacional de la ciudad- con la ópera Otelo y en 1937, por problemas financieros, tomó posesión de la sala el gobierno provincial. Tras una importante refacción, las autoridades crearon una estructura que le permitiría montar íntegramente sus propios espectáculos. Así nacieron la Orquesta y el Coro Estables en 1938 y el Ballet Estable en 1946. De esta manera, el Teatro Argentino pasó de ser un teatro receptor de espectáculos a ser uno de producción propia, un magnífico edificio de estilo renacentista cuya planta se ajustó al modelo peninsular en forma de herradura, con cinco niveles y capacidad para más de 1.500 espectadores. La construcción llevó cinco años.

Pero volvamos a 1977. Luego del incendio, aunque las obras comenzaron en 1980, tras varias demoras aquel centro cultural recién fue inaugurado en octubre de 1999. El edificio actual, atacado por unos y defendido por otros por su arquitectura brutalista con grandes plazas secas y bajo niveles (como si un enorme plato volador de hormigón hexagonal hubiera aterrizado) tiene una estética semejante a la que, en su momento, se usó para el edificio de la Facultad de Humanidades, Ciencias Económicas y Derecho, también asociados a las construcciones de los años militares. ¿La intención fue generar gastos enormes y utilizables para otros fines? ¿Detener las acciones de la sala y que sus cuerpos deambularan por otros espacios? Si existe un fantasma como el de la Ópera de París, será él quien lo sepa.

Proyectado como el Centro de Artes Teatro Argentino, la obra incluyó una gran sala lírica para 2000 personas y una de teatro de prosa que no se construyó, una sala de cámara y un microcine de 300 butacas, una sala de exposiciones, un foyer, un museo, una biblioteca, salas de ensayo para los tres cuerpos estables y talleres de producción, quizás un poco al modo del Centro Pompidou de París. Y ahora vayamos para atrás otra vez. Entre 1940 y 1950, cuando el gobernador Mercante estaba a cargo de la provincia, se crearon la Dirección de Educación Artística de la Provincia y la Escuela de Danzas Clásicas, Danzas Tradicionales, la de Teatro y el Conservatorio de Música, destinados a formar artistas que proveyeran de recursos humanos, entre otras cosas, a los cuerpos estables del Teatro Argentino. 

La maldición de las élites

Eugenia Cadús es una joven investigadora de la Universidad de Buenos Aires que estudia dos casos en sus textos sobre danza y peronismo: el Teatro Argentino y el Anfiteatro Martin Fierro (Teatro del Lago) de La Plata. Se basa en la idea de que en el período del gobernador Mercante, entre los años 1945 y 1955, el objetivo fue “democratizar la cultura”, o sea, acercar objetos culturales a los que solo las élites tenían acceso (ópera, ballet, conciertos) a las clases trabajadoras. Era algo lógico, ya que dadas las conquistas en el campo laboral, estos grupos comenzaron a tener tiempos de ocio (y como dice el pintor Daniel Santoro, empezaron a enarbolar su derecho al goce). ¿Y qué era lo que estas masas trabajadoras querían? Lo mismo que todo el mundo: el chalecito para veranear, ir al teatro, al cine, vestidos y ropa linda, un auto. Cadús, sin embargo, sugiere que no se favorecía la propia producción cultural de dichos grupos. Por supuesto, difícil es que alguien quiera crear objetos que no conoce, pero si observamos las políticas educativas de ese momento y su desarrollo en el tiempo, hoy en día esta educación artística que se expandió por toda la provincia genera una producción numerosa, diversa, y el recurso formado excede por mucho la danza clásica y las formas decimonónicas de muestra y creación.

En aquel entonces se recurrió a quienes sabían de danza clásica y moderna, tanto maestros como coreógrafas. La llamada danza clásica es una disciplina de origen francés, con desarrollo en Rusia y expandida a todo el mundo en el siglo XX. Con los años, esta forma de danza alcanzó una técnica muy sofisticada, los cuerpos se entrenaron de modos cada vez más eficientes y el debate acerca de si se debe recurrir a los mejores recursos importados o emplear el recurso propio con sus particularidades se presenta en varias ciudades del mundo y sus teatros. En este período se contrataron coreógrafos y maestras de Rusia, Hungría, Austria, Alemania, Polonia, Inglaterra y ciudades argentinas, y también se realizaron numerosos espectáculos al aire libre, funciones para escuelas, giras de los cuerpos estables a otras ciudades argentinas, americanas y europeas. En el caso de la danza, hubo obras del repertorio clásico-romántico tradicional, así como otras de temáticas latinoamericanas, argentinas y cruces de géneros. En su autobiografía, Margarita Wallmann, coreógrafa de Austro-Hungría, cuenta que trabajaba a partir del llamado expresionismo alemán y que estuvo trabajando en el Teatro Argentino tras haberse sentido halagada al recibir en Europa la siguiente nota mediante el embajador norteamericano Messersmith: “Este es su país. Debe retornar a su lugar para agosto o a más tardar para octubre. Informo a Mende-Brun (Secretario de Cultura de la Municipalidad). Le proporcionará todo lo que desee. Evita”.

La maldición de la buena pipa

A partir de la reapertura del Teatro Argentino de La Plata en 1999, aparecieron fuertes cuestionamientos respecto de para qué, para quiénes y cómo debe gestionarse un teatro de esas características. Y estas preguntas fueron recibiendo diferentes respuestas. Durante la gestión de Felipe Solá se creó el Instituto Cultural, lo que le dio autonomía de presupuesto y gestión respecto del área de Educación. Comenzaron también los reclamos por los copiosos contratos para directores y regisseurs de ópera y ballet, se retomaron la producción propia, los conflictos gremiales y el debate acerca de cuánto debían recibir otros organismos e instituciones de la provincia. Lógicamente, este es un terreno de disputa y tensiones. ¿Cuál es la función de un teatro de esta envergadura financiado por el Estado? ¿Qué debe programarse, para qué y con qué criterios? ¿Y a quiénes debe emplear? 

Por dar algunos ejemplos del tenor de estas discusiones, enumero algunas controversias: la primera presidenta del Instituto Cultural, Cristina Álvarez Rodríguez, fue “retenida” en los subsuelos del Teatro, en 2003, donde funcionaban los talleres de producción, debido a un conflicto gremial por diferencia de criterios. Otro: los integrantes de los cuerpos estables cuestionaron fuertemente los desarrollos de una obra que el gobernador de entonces, Daniel Scioli, decidió acompañar y que se produjera en la sala: una versión protagonizada por Nacha Guevara llamada Eva (el gran musical argentino), alegando que la sala no era para ese tipo de obras. Algo similar pasó cuando se programó un show de Luis Alberto Spinetta: se decía que el público iba a destrozar las butacas, lo cual no ocurrió. Por último, cuando se llamó como directora a Valeria Ambrosio, que provenía del ámbito de la comedia musical de la calle Corrientes. Es como pasar en cámara rápida la película de la cultura argentina en las últimas décadas, ¿o no?

La maldición neoliberal burocrática

La proximidad con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, gobernada durante los últimos 12 años por el mismo segmento político, ha producido un efecto paradójico. Pese a que la provincia ha cambiado de signo político, parece que los funcionarios del área cultural provienen de la ciudad de Buenos Aires o el exterior, desde ciertos grupos y formaciones institucionales o universitarias muy recortadas. Casi como si los provincianos, digamos, no estuvieran en condiciones de gobernarse a sí mismos y producir el arte y el entretenimiento que consumen, o, al menos, incidir en esos rumbos. Muchos bailarines que no ingresan al ballet estable del Teatro Colón, por ejemplo, sí lo hacen al del Teatro Argentino, que además suele estar conducido por egresados del Colón. En consecuencia, las plazas para que otros ingresen siempre disminuyen. Acá cabe aclarar dos cosas. Por un lado, como relata Florencia Werchowsky en su precioso libro Las bailarinas no hablan, en el que narra su tránsito como estudiante y bailarina del Teatro Colón en forma de ficción autobiográfica humorístico-crítica, cambió el modelo de gestión e ingreso a los cuerpos de baile de los teatros. Un modelo global reemplazó al que lo precedía, en el que los egresados de una Escuela o Instituto formador tenían muchas chances de ingresar al teatro que los alojaba. Las contrataciones se volvieron más freelance: los bailarines con más dotes y posibilidades emigraban a EE. UU. o Europa buscando mejores oportunidades y, a su vez, numerosos bailarines de otras partes del mundo audicionan en los teatros locales ocupando parte de las vacantes.

Por otra parte, en el Colón sigue vigente una fuerte selección de condiciones físicas al momento de ingreso al Instituto: estatura, delgadez, proporciones, color de piel, además de las condiciones técnicas específicas para la danza clásica, en tanto las escuelas provinciales deben realizar un ingreso libre e irrestricto con modelos inclusivos. Y el modelo de los directores de los ballets, de las compañías en que ejercen los cargos directivos prioriza, además de las habilidades técnicas e interpretativas, esos modelos de cuerpo que dominan los imaginarios. Por eso cabe preguntarse si la gestión de un teatro es la de producción propia, de articulación con su territorio, de muestra de compañías y obras de otros orígenes o, por qué no, un modelo mixto entre todas estas opciones. Pero ¿cómo medimos el “éxito” de un teatro? ¿Por la cantidad de entradas vendidas? ¿Por su cantidad de funciones gratuitas? ¿Por el perfil de quienes asisten? ¿Por la diversidad u homogeneidad de su programación? ¿Por la fidelización y ampliación de sus públicos?

De todos modos, recuerdo haber visto durante la gestión Solá-Álvarez Rodríguez mediante una entrada con precio sumamente accesible, todas las óperas de Puccini, Stravinski y obras de danza de Oscar Araiz desde muy cerca. Cosa impensable para una asalariada como yo en otras salas. También recuerdo haber participado como artista en algunos eventos realizados en el Centro de Arte: uno en 2002, en 2008, otro en 2011, varios con la Escuela de Danzas Clásicas de La Plata, que además recibía el préstamo de las salas de ensayo como aulas hasta 2016.También fui invitada, ya como integrante del Equipo de conducción de la Escuela de Danzas a funciones como cortesía y me encontré con amigos y amigas de Buenos Aires que habían venido en colectivos de forma gratuita, y vi muchos lugares vacíos en las butacas. Evidentemente, avanzada la última década, la política de precios o las estrategias de difusión y programación no resolvían adecuadamente el problema de públicos.

Durante años, los skaters y grafiteros habitaron esas plazas secas grises cuando se trataba de un lugar casi vacío y un poco fantasmal tras sus enormes vidriados. Hasta que un chico se cayó o se arrojó al vacío de sus 4 bajo niveles exteriores una noche de sábado en condiciones poco claras, según dijo el diario. La manzana, entonces, fue enrejada.

La maldición del desentendimiento

Los criterios alrededor de las salas “de experimentación y creación contemporánea” también estuvieron atravesados por ciertas lógicas que puedo ubicar, si me permiten, como las “meritocracias” que han dominado el arte oficial en la Ciudad de Buenos Aires. De todos modos, en 2016, el Teatro Argentino cerró y volvió a entrar en obra. La gestión a cargo decidió retapizar las butacas y se suponía se iban a realizar también reparaciones de cisternas, pero las veces que por alguna razón se ingresó al edificio en ese lapso, no se observó ningún avance en las obras. Esto ocasionó, por supuesto, quejas y reclamos mediáticos por parte de los cuerpos estables. Y luego vino la pandemia.

Actualmente, el Centro de Artes Teatro Argentino pertenece al Ministerio de Producción, Ciencia e Innovación Tecnológica de la Provincia de Buenos Aires y aún está por verse qué criterios de conducción se utilizarán para programar las salas, para pensar las necesidades de sus públicos y sus trabajadores, y también cuál será la escucha, la lectura de la escena de las calles de alrededor y el planteo de los objetivos de gestión. ¿Cuál será el modelo de gestión de este gobierno en curso? ¿Cuál la relación con la comunidad artística de la Provincia tanto desde el lugar de producción, selección de recursos como de públicos, proyección global y potenciación de lo propio? ¿Cuáles sus políticas de precios, fomento, diálogo entre tradición y experimentación, géneros de artes escénicas, mestizajes, purezas? Mientras tanto, sobrevuelan explicaciones, relatos e hipótesis en plena pandemia acerca de una maldición de murciélagos, esta vez, de alcances mucho mayores que una ciudad o un teatro. El Teatro Argentino se alza, casi, como el monumento a un faraón////PACO

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