Política


El riesgo de pensar la libertad

Entre la precariedad y la protocolización de la vida

Desde hace ya unos cuantos años, incluso antes de la pandemia y de manera paulatina, nuestra vida se fue impregnando de precariedad. Desde algo banal como la ensalzada promiscuidad amorosa, propiciada por la proliferación de apps y la perorata del “poliamor”, hasta la multiplicación de trabajos cada vez más inestables y mal remunerados, la precariedad llega hoy también a aquellos que, incluso con un ingreso adecuado y un trabajo formal, en la ciudad de Buenos Aires ni siquiera pueden planificar un alquiler bajo condiciones mínimas de previsibilidad inflacionaria.

¿Qué quiere decir “precariedad”, entonces? En una sola imagen rápida, quiere decir que asentarse en un lugar y darle calidez también es casi imposible. Pero es cuando esta precariedad se desnuda por completo que nos preguntamos acerca de qué clase de libertad gozamos quienes integramos esa mayoría imposibilitada para proyectar la vida mucho más allá de un semestre o un año. ¿Qué discursos sostienen esta precariedad hoy? ¿Qué discursos la sostenían antes? ¿Y de qué manera se insertan los discursos y los personajes libertarios en este escenario?

Con las cuarentenas causadas por el Covid-19, durante aproximadamente dos años vimos restringidas buena parte de nuestras actividades, relaciones y proyectos. Algo de todo eso quedó, es verdad, pero ya estaba de antes: por ejemplo, la tendencia a otorgarles al azar y al riesgo una connotación negativa. De alguna forma, el Estado tomó nota de esa característica y la incorporó al discurso propagandístico, como si necesitáramos que el Estado estuviera “presente” más de lo necesario, “cuidándonos” todo el tiempo. Por este motivo, ya es un detalle habitual (e irónico, a la luz de una inflación anual que supera el 100%) algo como “Precios cuidados”.

Lo cierto es que el Estado no podía (ni pudo hasta ahora) hacer suficiente para arreglar algunos de los problemas económicos más graves: inflación, desempleo y empleo precario, por mencionar apenas tres. En otras palabras, el Estado no fue (ni es) capaz de garantizar la estabilidad de la moneda, respaldar su emisión y brindar así condiciones básicas para el desarrollo.

La fantasía de la meritocracia, la espectacularización de la protesta y la estetización de la pasividad

Por otro lado, el discurso de la meritocracia, que en la actualidad se asocia al neoliberalismo y que se sostiene sobre la fantasía de una libertad limitada solo por el Código Penal, invalida cualquier demanda: lo que uno tiene (o no tiene) es lo que se merece. La meritocracia se asentó sobre el terreno fértil de una subjetividad moldeada según la lógica idealizada del mercado. Es desde entonces que el recurso cotidiano de victimizarse por lo que excede nuestra voluntad individual no deviene en algo más que un trasfondo de queja e insatisfacción. En democracia, sin embargo, damos por sentado que las mayorías pueden organizarse políticamente para intentar cambiar la realidad. Pero hay un problema: los viejos mecanismos democráticos, aquellos que usábamos para intentar esos cambios, se volvieron inertes o ineficaces. Incluso las leyes, como la “Ley de alquileres”, resultó fallida y empeoró la situación habitacional.

Una protesta o una marcha, por otra parte, tampoco conducen ya a un cambio, independientemente de que presenten o no un hecho violento. La difusión, que es el fin de la protesta, termina convirtiéndola en un hecho estético antes que político, una suerte de espectáculo masivo. De estas marchas y protestas siempre vamos a ver fragmentos en los medios, convirtiéndonos también nosotros en espectadores pasivos de nuestras frustraciones, mientras que en las redes sociales de cada individuo que participa vamos a constatar su participación, pero más como quien luce vestimentas mentales de compromiso en una vidriera que como quien seduce a generar un cambio.

Podríamos pensar, a modo de ejemplo, en una de las últimas protestas multitudinarias y contundentes, con represión incluida y civiles presos, que ya ni siquiera se producen con cierta regularidad en un contexto crítico como el que estamos viviendo: la de diciembre de 2017, cuando se debatía la reforma provisional en el Senado que finalmente fue aprobada y cuyo recuerdo es un símbolo que se presta más al chiste que a la acción: el “gordo del mortero”, con memes y hasta una canción.

Si pensamos en ejemplos más actuales, las marchas o protestas parecen eventos de alguna corriente vanguardista, como los happenings que realizaban artistas argentinos como Marta Minujín u Oscar Massota en la década de los 60 y 70. Podríamos pensar desde esta óptica, aunque resulte grotesco, el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner. El 1 de septiembre de 2022, tras varios días consecutivos de marchas y demostraciones en favor y en contra, los seguidores de la vicepresidenta se encontraban en las inmediaciones de su departamento en Recoleta cuando Fernando André Sabag Montiel intentó dispararle dos veces, falló y se dio a la fuga. La forma errática en que fue organizado un ataque de semejante magnitud (se llegó a mencionar la existencia de un arma de juguete) y la exposición previa sin restricciones en redes sociales de los integrantes que lo organizaron, despertaron ciertas dudas sobre la verdadera intención del atentado. Si, por el contrario, pensamos en el acto de campaña reciente de Javier Milei en La Plata, cuya finalidad fue mostrarse con un dólar gigante y una motosierra, todo se parece más a una performance estética que a un acto político, con sus respectivos discursos retóricos.

En el ámbito de las redes, en cambio, esa animosidad beligerante es bastante activa y alta. Pero resulta conveniente hacer una observación: si bien es cierto que los nuevos artilugios de la tecnología digital reinventaron el activismo y las relaciones entre la autoridad política y la voluntad popular, los lazos entre los actores son débiles. Como señalaba Malcolm Gladwell en el artículo La revolución no será twitteada, el activismo de las redes “tiene éxito no motivando a la gente para que haga un sacrificio real, sino motivándolos a hacer las cosas que la gente hace cuando no está motivada lo suficiente para hacer un sacrificio real”. El mismo uso creciente de la tecnología y los discursos progresistas que intentaron imponer hasta cómo debíamos relacionarnos sanamente con otro ayudaron a generar esa connotación negativa del azar y el riesgo que mencioné al principio.

Sin ir más lejos, concentrémonos en la imagen popularizada como meme: ese perrito rodeado de llamas que se dispone a tomar un café sentado con total normalidad en una casa en llamas bajo el lema ‘This is fine’. El protagonista se llama Question Hound y su origen está en el webcómic número 648 de ‘Gunshow’. Pertenece al ilustrador KC Green, que lo publicó el 9 de enero de 2013. En el cómic original, la historia cuenta con seis viñetas y en la última de ellas podemos ver al perrito derritiéndose, pese a su insistencia en que “todo está bien”. Este es el meme que hoy usamos con frecuencia como respuesta irónica a situaciones cotidianas diversas y colectivas. Es decir que, en algún grado, quizás todavía inconsciente, la impotencia y/o la pasividad es un sentimiento generalizado que nos representa. ¿Y en qué medida estetizar esa impotencia o esa pasividad no es ceder a un acuerdo con ella, negándonos así la capacidad de alguna acción?

Elogio del riesgo ¿pero de qué riesgo?

“Hoy en día, el principio de precaución se ha vuelto la norma. Es un cursor que desplazamos al antojo de la movilización colectiva y del mercantilismo económico; por lo tanto, permanece como un valor incuestionable. ¿Cómo no interrogarse acerca de lo que adviene de una cultura que ya no puede pensar el riesgo sin convertirlo en un acto heroico, una locura pura o una conducta apartada de las normas?”, dice Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo. En la misma línea, Rebecca Solnit se pregunta en Una guía sobre el arte de perderse por qué “hoy en día muchas personas nunca van más allá de lo que conocen. La publicidad, las noticias alarmistas, la tecnología, el ritmo ajetreado de la vida y el diseño del espacio público y privado se confabulan para que así sea. Los niños no deambulan casi nunca, ni siquiera en los lugares más seguros. A causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (y que en verdad ocurren, pero muy de vez en cuando), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren casi siempre. (…) Me pregunto cuáles serán las consecuencias de tener a esta generación bajo arresto domiciliario”.

Como anécdota personal, puedo contar mi experiencia con las acrobacias. Había algo ahí, en correr ese riesgo, que las hacía atractivas. Por supuesto, nada fue inmediato. Tuve que desarrollar fuerza, perder el miedo a las alturas y adiestrarme en las técnicas. Pero más allá de la fuerza, las destrezas y las condiciones mínimas de seguridad (como la existencia de un colchón en el piso o la presencia cercana y atenta de un profesor), el riesgo estaba latente. Un golpe fuerte con la barra del trapecio puede generar fracturas. Una caída de la tela desde cinco o seis metros puede ser mortal. Ser consciente de ese riesgo despertó una suerte de coraje y estoicismo inusual. En mi caso, destrabó parte de lo que estaba trabado y dependía enteramente de mi voluntad, entre ellas, dedicarme a escribir más o volver a la universidad. Pero mi experiencia no resuelve ningún problema social ni promueve en los otros ninguna disposición al compromiso: el riesgo que elegí correr no pone en riesgo a nada ni nadie más que a mí. Es decir, ese riesgo me sirvió a mí para destrabar procesos que estaban atrapados en el miedo y la resignación. ¿Y qué sucede cuando volcamos esto al ámbito virtual de las redes con fines comerciales, además de narcisistas? Si tomamos el riesgo como un valor moral que bajo una experiencia subjetiva solo consigue acumular seguidores, “likes” y “coranzoncitos” en las redes sociales, lo que resulta es un “influencer” a la búsqueda de monetizar sus interacciones.

“También los valores sirven hoy como objeto de consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: Salvar el mundo bebiendo té, dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución (…). Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego”, dice el filósofo Byung-Chul Han en La desaparición de los rituales, remarcando que el riesgo, puesto únicamente al servicio de la autoestima y las elecciones individuales, no ayuda a cambiar el malestar general que nos aqueja.

El surgimiento de Javier Milei y los libertarios

El movimiento libertario, en un principio asociado también a otros personajes de la ideología liberal como José Luis Espert, tomó vigor con la pandemia, cuando el encierro y la parálisis empeoraban aún más la situación socioeconómica y mental de buena parte de la población. Luego, con el resultado de las PASO, donde Javier Milei fue el ganador con más del 30% del apoyo del padrón, se terminó de asentar un fenómeno que para muchos permanecía oculto. Si, por un lado, lo que existía era un estancamiento general asociado a un discurso que promovió un grado aún mayor de protocolos, control y presencia del Estado, discurso que no se tradujo en mejoras que mitigaran de manera significativa la crisis y que, en gran medida, sostuvo y agrandó la burocracia y la organización estatal (que Milei gusta llamar “casta”) y si, por otro lado, la única fantasía silvestre que creció en un campo árido y triste de ideas políticas fue la meritocracia, ¿por qué el ascenso de Milei debería llamarnos la atención?

La pregunta, en tal caso, es si son suficientemente serias las propuestas de Milei para salir del pozo profundo en el cual nos encontramos. ¿Son la erradicación del Banco Central y la moneda nacional medidas eficaces contra la inflación? ¿Alcanza, además, con achicar el Estado y bajar el déficit para promover el empleo privado y salir del estancamiento? ¿No son propuestas todavía desconectadas de una solución real? ¿No es un tanto ingenuo creer que la Argentina puede volver a ser como la mitrista del 1800, cuando el liberalismo era todavía una ideología nueva, pujante y no en descrédito, como lo es desde principios del siglo XXI?

La caída definitiva de una organización y una forma de entender y ejercer el rol del Estado parece un paso necesario. Pero no parece suficiente para salir de una crisis tan grande y tan profunda como la que estamos viviendo. Si el riesgo que queremos correr como sociedad, a modo quirúrgico, es solamente extirpar estructuras enquistadas que funcionan mal, pero al mismo tiempo queremos hacerlo sin un proyecto de construcción convincente a futuro, algo que tenga en cuenta e integre a la mayoría de la sociedad, vamos a seguir sentados tomando cafecitos “de especialidad” en un país que todavía se prende fuego, como el meme del perrito. ¿Tenemos ganas de cambiar las cosas o solo preferimos seguir creyendo en la fantasía de una salida individual?////////////PACO