La expectativa por lo que Donald Trump podría lograr como presidente de los Estados Unidos a partir del 20 de enero combina fantasías electorales con realidades coyunturales. Pero cuando se trata del horizonte laboral en el corto plazo, la balanza empieza a inclinarse hacia cuestiones inquietantes para quienes, por ejemplo, todavía creen que la construcción de un muro en la frontera con México podría proteger y dinamizar una parte (la más informal, al menos) de la economía de los Estados Unidos. Según el californiano Martin Ford, autor de El auge de los robots, un ensayo sobre el trabajo en la era de la automatización, cualquier muro por el estilo ‒al igual que los proyectos para deportar a los trabajadores ilegales‒ es una de las “ironías” típicas de los conservadores estadounidenses. De hecho, en un mundo donde la economía se rige más allá de las fronteras del capitalismo mismo y encuentra en los bajos costos laborales de la China comunista a un aliado óptimo, la masificación de internet termina de vulnerar cualquier barrera analógica. Ford ilumina el problema con un ejemplo. ¿Y si la “migración virtual” de los trabajadores hoy fuera más grave que su “migración real”? Imaginemos un call-center estadounidense construido en San Diego, a pocos kilómetros de la frontera con México. “Diariamente se contratarían miles de trabajadores que serían transportados por micros desde la frontera mexicana a la empresa, se les pagaría un sueldo (inferior al de un estadounidense) y al final de la jornada laboral esos mismos micros que los llevaron por la mañana los llevarían de vuelta. ¿Cuál es la diferencia entre esta situación (que sin dudas sería interpretada como un problema migratorio) y el traslado electrónico de los trabajos a la India o Filipinas?”. En ambos casos los trabajadores estarían “entrando en territorio estadounidense” y brindando un servicio benéfico para la economía del país. La diferencia, señala Ford, está en la presencia real de unos y la presencia digital de otros: los choferes de los micros, la infraestructura para los empleados e incluso el café y los almuerzos que podrían venderse del lado estadounidense de la frontera inyectarían algún capital en la economía local. Pero fuera del territorio ‒“deslocalizados”‒ la economía estadounidense no recibiría ningún beneficio. Entonces, ¿llegó la hora de construir muros digitales para protegerse de los inmigrantes virtuales? Frente a ese escenario ya no se trata solo de una crisis global de los índices generales de productividad, las inversiones y los salarios, sino del concepto mismo de trabajo.
¿Y si la “migración virtual” de los trabajadores hoy fuera más grave que la “migración real”? No se trata solo de una crisis global de los índices generales de productividad, las inversiones y los salarios, sino del concepto mismo de trabajo.
Y en este punto la tecnología digital desnuda varias trampas. La más flagrante es que a mayor nivel de especialización, mayor es la probabilidad de que ese trabajo pueda resultar automatizado, es decir, que pueda hacerlo un robot. Claro que no deberíamos pensar en los robots en términos cinematográficos ‒aunque la Federación Internacional de Robots registra un crecimiento del 60% en la demanda mundial de robots industriales entre 2000 y 2012, concentrados sobre todo en la industria automotriz‒ sino más bien como programas inocuos pero omnipresentes, capaces de medir qué escriben los humanos en sus teclados, cuánto tiempo demoran en hacerlo y qué es necesario para perfeccionar sus operaciones y, finalmente, reemplazarlos. Para los robots, por lo tanto, el trabajo humano no esconde demasiados secretos cognitivos, físicos ni sociales. Y si la información acerca de todo lo que los trabajadores humanos saben, hacen y desean está en la web, ¿qué tan lejos está el instante en que las tareas más rutinarias puedan ser arrebatadas de la esfera humana? Tal como indica Ford, “la mayoría de los trabajos son rutinarios y predecibles en alguna medida, y son muy pocas las personas contratadas para llevar a cabo tareas verdaderamente creativas”. A escala global, por otro lado, una de las mayores paradojas económicas es la manera en que se rompió la correlación entre el aumento de la productividad y el aumento de los salarios, e incluso la correlación entre las ansiadas inversiones (nacionales o extranjeras) y el trabajo. Entre muchos ejemplos, los más interesantes involucran también al mercado de la tecnología, una de las áreas que más dinero (y expectativas) acumula desde finales del siglo XX. Es así como Apple, que fabrica muchos de sus productos en China, es capaz de instalar en su país de origen un centro de datos con un valor estimado de 1000 millones de dólares ‒como el que se construyó en 2011 en Carolina del Norte‒ aunque tales espacios, en realidad, demanden apenas 50 puestos laborales de jornada completa. De igual manera, el famoso programa de vehículos automáticos que planifica Google ‒sin conductores y guiados por GPS‒ incluye también centralizar los talleres mecánicos, el mantenimiento y hasta los seguros, de manera tal que muchísimos puestos laborales del actual parque automotor desaparecerían.
Trump actuó en las últimas semanas contra todos los instintos del capitalismo al impedir que las empresas Carrier y Rexnord trasladaran sus fábricas desde Estados Unidos a México.
Para la política, por lo tanto, la realeconomik se convierte en un territorio cada vez más ambiguo donde la demanda de trabajos e inversiones capaces de mejorar (o sostener) la vida de los ciudadanos choca de manera directa con sindicatos cada vez más vulnerables ‒y cuyos puestos laborales terminan automatizados o directamente extinguidos, como ocurre con buena parte del mercado textil‒ y con una iniciativa privada poco dispuesta a priorizar el “patriotismo” o la “conciencia social” a la hora de incrementar dividendos. Otra pregunta clave, por lo tanto, es acerca del rol del Estado en el siglo XXI. ¿Debe garantizar el libre despliegue del capital transnacional o interponer con las herramientas a su alcance prioridades de interés público? Analizando “el gran aumento de la desigualdad”, Ford no duda en instalar la pregunta sobre los roces entre la democracia y el capitalismo, en especial cuando “quienes están en la cima de la distribución de la renta están cada vez más alejados del resto de la sociedad y viven en una especie de burbuja que los aísla de casi todas las realidades a las que se enfrenta el ciudadano medio” (lo mismo que, en alusión al desarrollo de mercados exitosos en países antidemocráticos, Slavoj Žižek suele llamar “capitalismo con valores asiáticos”). Aún así, ¿la auténtica paradoja no se revela cuando quienes están dispuestos a ocupar los cargos públicos de la democracia son, al mismo tiempo, los fríos empresarios del sector privado? Como presidente electo, en tal caso, Trump actuó en las últimas semanas contra todos los instintos del capitalismo al impedir que las empresas Carrier y Rexnord trasladaran sus fábricas desde Estados Unidos a México. Una maniobra gracias a la cual no solo protegió 1300 puestos de trabajo sino que pudo lanzar una clara advertencia a todas las empresas estadounidenses que, decididas a fabricar sus productos con mano de obra más barata que la estadounidense, pretendan después venderlos en los Estados Unidos (tendrán que enfrentar “consecuencias”, escribió Trump en Twitter, aludiendo a recargas impositivas de hasta el 35%). Entre promesas para quienes apuestan a “hacer a América grande otra vez” y vientos de cambio sobre una geopolítica que incumbe directamente a China, su principal competidor ‒país al que Trump acusa de devaluar su moneda para perjudicar la competitividad estadounidense‒, las fantasías sobre lo que significa trabajar y producir en el siglo XXI se acercan a un punto… culminante//////PACO