Cuando termina Indiana Jones 3, Indy le pregunta a su viejo padre por qué pasó tantos años buscando el grial. “Iluminación”, responde Sean Connery con la misma sonrisa torcida que le valió la seducción de cientos de miles de mujeres y hombres en la historia del cine. ¿Acaso hacemos las cosas por alguna otra razón? Ya sea el grial, el amor o escuchar discos bajados gratis de la internet, me da la sensación que no buscamos otra cosa que eso mismo que, incansablemente, el Doctor Jones Senior intentaba vislumbrar al escribir ese diario imposible para buscar la copa de madera del dios de los carpinteros.

Los discos de Franz Ferdinand podrían inscribirse en la misma trayectoria. Ya no estamos en el curso de la historia humana, no visitamos valles y mapas, bibliotecas y ciudades exóticas, ni nos cruzamos con otros nazis que no sean los que visitan Parque Rivadavia o cualquier otra librería –porque, ya sabemos, los nazis sólo pueden ejercer su nazismo leyendo-. La iluminación que nos propone esta banda escosesa que se confunde entre los temas propalados por FM Hit, Aspen, Rock&Pop y otras audiciones de fin de siglo XX es la que podemos encontrar entre las pistas de baile y los largos y cansados caminos a casa, en la cama antes de dormir, en el emeptrés camino al trabajo, en las previas de viernes a la noche con youtube, en la música de fondo para cualquier fiesta indie animada.

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“Love illumination” es el primer corte del nuevo disco “Right thoughts, right words, right actions”, un doble que tiene diez temas en el primero y quince en el Segundo. Ya es la segunda vez que la banda hace un álbum así, donde en su primer tramo planta canciones nuevas y en el segundo versiona los mismos temas jugando con acordes, arreglos, fraseos y chistes, desinflando la solemnidad de “el nuevo disco”,  esa pesada etiqueta que tanto entusiasma a los críticos de rock de medios tradicionales que, desempolvando el manual de la reseña, repiten las mismas cantinelas que le dibujan a todas las bandas y discos que no quieren escuchar pero deben hacerlo para cobrar los 4000 caracteres de rigor. En esta nueva entrega van un toque más allá y también versionan algunos hits que los llevaron a los corazones de unos cuantos miles de fanáticos que siguen sus aventuras musicales a través de esa mezcla única de rock y dance, de guitarras crudas y beats up tempo con bombo en negras, de teclados disco y voces sarcásticas crooner.

¿Y las letras? Ah! Las letras deben descubrirla ustedes. ¿Qué crítico de rock, sentado en su cómodo escritorio, con su camperita de jean ajustada y lentes que antes llamábamos “culo de botella”, con sus llantas Puma, pantalones a cuadros y remera de Black Keys, fumando Parliament en los recesos y con un recibo de sueldo de 5 cifras puede escribir cuatro líneas lúcidas sobre las letras de Alex Krapanos? Para entenderlas, sintetizarlas y realizar el obligatorio proceso de ósmosis que requiere una buena letra debemos haber vivido algunas cosas que pocos asesinos de música a sueldo pueden tener en cuenta a la hora de hacer tan mal su trabajo. Es necesario haber vuelto del boliche derrotado después de bailar toda la noche solo (o con los quesos de tus amigos), haber mirado fijamente a la misma chica durante decenas y decenas de minutos no consecutivos, con un trago rojo ridículamente caro calentándose en la mano y una borrachera que no llega, haber vomitado en la escuela a las 8 y cuarto de la mañana un día de sol por beber de una petaca radiactiva previo al ingreso, fumar en el baño de la misma escuela al menos cinco veces, pasar cientos de horas solo en la pieza de la casa de los padres o pensión de mala muerte escuchando los mismos quince discos, haber viajado para ver bandas que te gustan, haber amado y haber perdido al menos dos o tres veces, y sobre todo, haber perdido, de todas las formas humillantes y no tanto que pueda vivir un joven o jovencita indie que sufren su propia condición. Las letras de FF requieren haberte tomado con humor a vos mismo y a todas estas vivencias, también, te tiene que importar poco el sufrimiento y tendrás que haber bailado preso de tu ilusión, como decía el Indio en una canción demasiado pasada por la radio. No es el dolor de un Rimbaud que no soporta el mundo y que al mismo tiempo intenta domarlo, sino la punzada leve y constante de quien desea y no tiene, o tiene a veces, y nosa be qué es peor, y sólo le queda bailar solo en la pieza, escuchando música y fumando por la ventana esperando que salga el sol para que vuelva a caer y tratar de salir a buscar algo, esa iluminación que no es la de un magnífico y sagrado grial, sino la de una noche más que se carga en la mochila, que se toma en un vaso de trago largo hasta el final, que se vislumbra sólo en la máquina de boletos de colectivo que te mira con desdén.

Hace poco tocaron en Argentina. Los vi en el festival que hizo Moviestar, repleto de clientes y sus parejas, abrazados y absortos ante un espectáculo que no comprendían y al que realmente no deseaban asistir. Unos pocos y unas muchas bailaban. Reían. Estaban ahí. Charlé con una de ellas entre tema y tema. Me dijo su nombre pero no me acuerdo. Me preguntó el mío y le dije “Fran”. “Ay, te llamás Franz!” dijo muy contenta. Bailamos toda la noche. Había onda. Era linda y le ponía pila. La amiga miraba con cara de culo. Había tensión en el aire. Tensión sexual no definida como tal. Ella me preguntaba cosas que no me acuerdo y que no respondí con la verdad. Ella me dijo que venía de la facultad y que antes del recital se había emborrachado. Yo le dije que tenía porro. Fumamos. La amiga no quiso. Después me convidaba cigarrillos. Yo me lamenté de haber compartido con ella el último faso que me quedaba. Sabía que todo iba a terminar mal. La banda me lo decía en cada letra, en cada riff rabioso, esa rabia que sólo puede venir de la frustración ante el deseo no cumplido, ese chillido de sexta y quinta cuerda de una Telecaster enojada. Mis piernas no dejaban de moverse, mi culo iba de un lado para otro. Otras chicas me miraban también, divertidas por ver a casi el único hombre –gordo, de barba espesa- que bailaba frenéticamente ante los otros, todos novios que abrazaban a sus cadenas con aburrimiento o fumaban buscando perderse en el humo y la música. Por el final, una avalancha me arrebata a mi compañera ocasional. La dejo ir, sabiendo que nunca más la iba a encontrar. “You leave me here on my own / you leave me die on the floor”, decía el hit. Hasta nunca, belleza recitalera. Termina el show y busco a mi amigo Matías. Estaba ahí, como siempre está. También lo disfrutó mucho. Y en ningún momento dejó de bailar. ///PACO