Salvo pocas excepciones, los directores argentinos capaces de reconciliar los conceptos de cine comercial y cine de autor, presentados en general como antitéticos, parecen ser un fenómeno del pasado. Simplificando casi aviesamente el panorama actual, en lo que algunos llaman “cine festivalero”, se aglutinan las películas que tienen presente al público internacional, y que por lo general no llenan salas, aunque les sobra prestigio. Por otro lado, está ese cine, para muchos berreta, que, se supone, complace el gusto degradado de las masas. Ese cine llena salas, pero de un público que va a ver a sus estrellas predilectas, indiferente al director y a la originalidad o virtud de la obra. Argentina tuvo unos cuantos ejemplos de saludable fusión entre popularidad y calidad artística, pero algunos de ellos han sido injustamente olvidados, como sucede con Rubén Wether Cavallotti, cuya muerte, de la que en unos meses se cumplen veinte años, pasó sin pena ni gloria.
Fuera del mundillo cinéfilo, no se sabe de él, aunque a los fans de Favio quizás les suene, porque se encargó de señalarlo como una gran influencia, cumpliendo un rol de rescate que la mayoría de los críticos eludieron: “Era un profundo conocedor del oficio, a mí no me gustaba mucho su personalidad porque no lo entendía del todo, pero me gustaba como filmaba, las lentes que usaba, los temas de sus películas. A medida que fueron pasando los años, cada vez me gustó más su cine, me sentí identificado con su cine, me refiero a la temática, al gusto de Cavallotti por lo nacional. Él venía de la escuela de Torres Ríos, de Sóffici, de Lucas Demare”. Favio lo había conocido trabajando para él como actor en El Bruto, película de 1962 en la que compartió cartel con Selva Alemán y Susana Campos. “En la época de El Bruto, Cavalotti era un tipo joven y sin embargo estaba involucrado con un tipo de cine que aquel momento estaba como relegado. Todos apostaban a un cine más intelectual”, destacó muchos años después. Pero más allá de esta reivindicación, el rastro de Cavallotti es perceptible en muchas de las películas de Favio y, por supuesto, sucede lo mismo en el sentido inverso: quien se encuentra hoy ante algunas películas de Cavallotti, difícilmente pueda dejar de ver a Favio allí.
En La Gorda, de 1966, vehículo publicitario para el cantor Rodolfo Zapata, vemos al músico caracterizado de pajuerano, cayendo en las manos de un italiano estrambótico que se vende a sí mismo como entrepreneur del mundo del espectáculo, interpretado por Eddie Pequenino. Como en Soñar, Soñar, el dúo formado por un argentino de pueblo y un europeo chanta, inicia un periplo hacia la ciudad y la fama, atravesando absurdas peripecias, frecuentemente detonadas por La Gorda en cuestión, Nelly Beltrán, poseedora de un apetito sexual arrasador. Cuando Favio habla del “gusto por lo nacional”, da la clave de su principal adhesión al cine de Cavallotti, quien se burla de la consabida tilinguería argentina a través de sus personajes de clase acomodada y de jóvenes vanguardistas porteños que, ayer como hoy, miran a Estados Unidos con vocación de copia.
En Bettina, de 1964, aborda el drama sentimental de la parejita protagónica, interpretada magníficamente por Nora Cárpena y Enzo Viena, sin dejar de lado el humor a la hora de retratar, por ejemplo, a los hipsters de un club de jazz, capaces de tener este tipo de diálogos:
– Una de estas noches me tomo un frasco de Veronal, y adiós.
– ¿Por qué?
– ¡Me aburro!
Y en tanto la cámara sigue recorriendo el lugar, entre trompeta, clarinete, saxo y contrabajo, escuchamos más líneas inolvidables como: “Miguel Ángel era un cretino, basta ver los colores que usaba” o “El hombre del siglo XX será recordado por fornicar y ver televisión”.
Como Favio, Cavallotti no glamoriza a los sectores medios y altos, pero enaltece a la gente de pueblo, a los trabajadores y a los niños. También coinciden en comprender al hombre de campo y en la virtud para crear universos únicos. En Bettina, a partir de la misteriosa estilización de las actuaciones, en las antípodas del naturalismo, y de su contrapunto con la puesta de cámara, apreciamos una de las diégesis más particulares de nuestro cine, reminiscente en parte a la de Gertrud de Carl Dreyer, que, coincidentemente, se estrenaría en diciembre del mismo año.
Pero, por otro lado, un repaso por su filmografía, deja ver como los títulos de autor se cruzan con otros netamente comerciales como Subí que te llevo, de 1980, hecha para el lucimiento de Sandro, por lo que su derrotero artístico es muy poco previsible. En su ópera prima, Cinco gallinas y el cielo, de 1957, había incursionado en la trama coral con una premisa seudo fantástica que se desarrollaba en las calles de Buenos Aires, llegando a pináculos creativos como el vagabundeo urbano de una gallina cargada con una droga psicotrópica que sirve para otorgar “audacia” a la gente. En Romance de un gaucho, la obra de Benito Lynch guionada por Petit de Murat para la película homónima de 1961, protagonizada por Walter Vidarte, Lydia Lamaison, Julia Sandoval y Rolando Chaves, Cavallotti termina con su héroe como ningún otro director argentino, excepto Favio, se atrevió a hacer: una larga secuencia de galope febril por la pampa más inhóspita y seca que podamos imaginar, un gauchito joven que tortura a su pingo hasta matarlo, un gauchito joven que se arrastra por la pantalla sin ahorrarnos una pizca de su dolor, un gauchito joven que muere gritando el nombre de su amada. Cavallotti estira hasta los límites de lo tolerable esta secuencia, convirtiéndola en una genuina experiencia para el espectador que llega a “sentir” lo que ve. En malas copias sin restaurar, se pueden ver on line algunas de sus películas, mientras esperamos que un día tenga su merecida y postergada retrospectiva en pantalla grande.///PACO