Desde finales del siglo XIX y hasta 1920 y poco más, la especie humana sufrió una notable merma de su población. Las causas son múltiples pero la ausencia de antibióticos de eficacia probada y la primera guerra mundial contribuyeron a ese descenso de la población. Lepra, sífilis, peste bubónica, tuberculosis, hacían estragos. La guerra de 1914-1918 dejó 8 millones de muertos y 6 millones de discapacitados. En 1917, los bolcheviques se hicieron del poder en lo que sería la URSS y forzaron un parate de la matanza, a costa de vastas zonas de su territorio. Lenin y Trotsky fusilan a la familia real rusa y la conflagración, extendida como una mancha por el planeta, ya tiene los días contados cuando los Estados EEUU lanzan sus tropas sobre Europa ese mismo año. Se calcula que el 10 por ciento de la población masculina activa se perdió en escaramuzas donde también se atacaron civiles, se usaron aviones, gases venenosos, dirigibles y largas tiradas de alambre de púas. Napoleón III había sido destruido por los alemanes en 1871, y los aliados (Francia en particular), humillaron a los teutones con la paz de Versalles -donde se coció el caldo del resentimiento nazi. Austria-Hungría, el imperio alemán (que dio paso a la república de Weimar) y el imperio otomano, desaparecieron del mapa en 1918. Pero nomás terminada la carnicería, explotó la influenza o gripe española, que segó la vida de entre sesenta y cien millones de personas en todo el globo. A mediados de la década del treinta, recién se empezaron a usar comercialmente los antibióticos. El mundo era más pobre, y la paz de Versalles había recolocado a Alemania como potencia industrial, y al nacionalismo y al antisemitismo como un nuevo internacionalismo que atravesaba Italia, Serbia y Japón (y más).
En esos días está ambientada la última novela del francés Jean Echenoz, 14 (Anagrama), que puede leerse en la misma clave que El miedo, de Gabriel Chevallier (Atalanta), pero ese no es el punto de estos apuntes sino centrarse en la figura de uno de los protagonistas, Anthime, patriota ingenuo que entre el barro, el fuego de las ametralladoras, los piojos y las ratas gordas alimentadas con fiambre fresco, pierde un brazo, el derecho. El crescendo de violencia, magistralmente llevado por Echenoz, Anthime lo detecta cuando despierta en una tienda de campaña y la ovación multitudinaria saluda al baldado que no volverá al frente. ¿Es mejor perder un brazo que morir en el frente? Nadie lo dice. Pero cuando retorna a su pueblo natal, Anthime no es el mismo: es un manco para el que aún no hay brazos ortopédicos (lo que lo convertiría en un manco con un brazo ortopédico). A los meses vuelve otro de sus camaradas, Padioleau, arruinado, ciego por el gas mostaza. ¿Qué vida es la de un héroe de guerra manco? ¿Se puede rascar un manco? ¿Y la de un ciego? Anthime no escribe pero aprende a firmar. Pero por supuesto padece del síndrome del miembro fantasma. Entonces no existía la idea de autoayuda, esa violencia bienpensante que obliga a ayudar al manco, al rengo, al ciego, al viejo, al cojo, al gordo y a la gorda, sin que nadie lo pida, y que forma ese voluntarismo hosco de la desgracia.
Conocí un paralítico que muchos años atrás se tiraba por la loma de la avenida Colón, en Mar del Plata, completamente fumado, custodiado por expertos, tan fumados como él. Lo mató un resfrío. A un rengo al que yo le tenía la puerta de vidrio para que pasara cuando salía del ascensor. Así gané su desprecio. Pero nunca conocí a alguien como Anthime, que además de manco se la pusiera a la ex mujer de su hermano muerto en la guerra y le dejara embarazada////PACO