.

El Dictyostelium discoideum es un hongo. Toshiyuki Nakagaki es un científico. En el año 2000 Nakagaki armó un laberinto con comida y colocó al hongo en el otro extremo. El organismo eligió el camino más corto para llegar. El científico armó otros recorridos y el hongo repitió la proeza de llegar siempre por el camino más corto a la recompensa. ¿Cómo lo hacía?

Hay que decir que el Dictyostelium discoideum es una mezcla de organismo único y enjambre. Su células independientes van del aislamiento a la organización según lo pida el medio externo. En este contexto, la primera hipótesis fue la de la existencia de unas células centinelas que sabían más que las otras y guiaban al hongo-enjambre por el victorioso camino de la recompensa.

Pero no. Por más que las buscaron, las células centinelas no aparecieron. La respuesta al comportamiento inteligente del hongo fue que las células interactuaban de forma horizontal, intercambiando información que era reprocesada colectivamente. Eran un Sistema Emergente.

Hoy esta dinámica de la información está por todos lados. El cerebro funciona así. El mercado funciona así. Si se compra un libro en una tienda virtual, aparecerán “otros libros que te podrían interesar” en base a la información que dejaron las células/consumidores que pasaron antes, en vez de contratar a un librero/centinela que tiene ese saber y lo derrama desde la verticalidad.

En estos días se está desarrollando en Buenos Aires la octava edición del Festival Emergente. El laberinto experimental de esta emergencia está instalado en el Centro Cultural Recoleta. La primera interacción es con gente de seguridad. Hay un hall con guardianes que siguen el paso de los ingresantes hasta la barricada de la entrada al patio, donde son revisadas las mochilas y donde un visigodo telúrico obtura el paso ordenando con un “arriba las manos” (sic) el ritual del cacheo.

La vigilancia y control continúa en todo el laberinto, que tiene paredes adornadas de street art en una pared domesticada, casi indoor. Muñequitos inflables amarillos con guitarras rosas marcan la infantilización total de la cultura joven (así la llama el ministro de cultura en un tuit, entendiéndose por joven esa franja que va de los 3 a los 50 años –por ahora-). El Dictyostelium discoideum de quien escribe busca la recompensa del show de Sr. Chinarro, la banda de Antonio Luque, un sevillano que ronda los cincuenta y que el festival anuncia como “pionero de la música alternativa e indie”. En el camino, el rock como extensión del cementerio lindante. Bandas que gritan los peores clichés del overdrive, muestra de fotos de rockeros en pose, dos promotoras (ni una menos) muertas de frío al lado de un auto modelo Rock, con dos guitarras de neon arriba. Unos metros adelante, en el escenario “Camino a Abbey Road” (sic), toca la novia de Osvaldo. El público es escaso y está formado por una primera linea de unos quince fotógrafos más tres docenas de curiosos que llegan, miran y se van, como la fila de un velatorio público. El bajista,un obrero del rock aburrido, posa para las fotos. Ella es la imagen de ella. Osvaldo no se deja ver en los sesenta segundos que dura la experiencia, interrumpida porque se acerca la hora de la recompensa/Chinarro (y porque el ambiente es tan intenso como un viaje en un ascensor corporativo).

En el patio, hay cola para retirar un bolso ecológico. De reojo aparece una disquería (¿viva?). En la terraza, detrás del escenario, una pantalla pasa imágenes de ediciones anteriores y más rock tanatoide. La imagen de Richard Coleman (valga la redundancia) hablando de un homenaje a Cerati. Siguen más jóvenes de los noventas convertidos en maduros que nadie querría coger, insistiendo con la misma idea ya ajada y seca. No es culpa de ellos, si están ocupando ese lugar quizás sea porque los nuevos yuyos no rompen baldosas. En el video institucional aparece una “pelookería” a la que los que tienen pelos pueden ir. Ya con el frío traspasando los pies, aparecen imágenes de los espacios para chicos: el Emergentito. Saludan los heavysaurios, que no son buenos salvo como performance no querida de lo que es hoy el rock (y a esta altura vale la pregunta si es sobre lo que siempre fue). La agenda infantil incluye un show de Koufequin, un grupo con una estética indie indiferenciable de las bandas para jóvenes, que hacen una reversión del Kanishka de Los Brujos, en donde Kanishka es un tiburón que se come a una tortuguita que sale a nadar. Son los que más se acercan a ocupar el imaginario que despliega la estética del festival; cargan la vitalidad de quien se dirige a los niños que tienen 3 años por primera vez en su vida.

Sr Chinarro (Antonio Luque) toca casi cuarenta minutos, vestido de saco de pana azul y bufanda tranquila. Sobrio, canta sobre experiencias fallidas, relaciones sexuales celebradas y fatídicas, ironiza sobre chicas que se “creen punkies con sus plumas Falcon Crest”, despliega sueños apocalípticos en donde Murcia desaparece, y cierra con un casi bolero que dice Buenas Noches, después de cantar la de “yo miraba el castillo y me creía Franz Kafka y escribí una canción que acabé en una tasca”.

El Dictyostelium discoideum deja el laberinto temprano. En la puerta el visigodo revisa a los próximos ingresantes. ¿Qué es lo que resulta de esta cultura joven híbrida que emerge bajo el control institucional? Laberintos sin salida, con la comida esparcida en cada corredor. Siempre fue así, salvo breves chispazos disruptivos, no nos engañemos.

Addendum: mientras le doy una última leída a esto, me llega un mail con el subject “Desodorante grunge” y una foto de un Poett “Espíritu Joven”. La próxima revolución debería ser la restitución del velo, esta obscenidad no da para más.///PACO