Ansiedad


El futuro estancado

“Si existe un inconsciente colectivo, entonces hoy está habitado por la consciencia trágica de la vulnerabilidad de la existencia, y es palpable en esa angustia sorda que se ha propagado en las sociedades engendrando una inflación de las quejas somáticas, de los sufrimientos psíquicos y de las perturbaciones psiquiátricas. Estamos cada vez más desamparados, colectiva e individualmente”.
La siliconización del mundo, 2016. Éric Sadin

Desde hace unos años, proliferan los ensayos que diagnostican la muerte del humanismo (precursor de la Ilustración y las ideas políticas modernas) a medida que la tecnología avanza e invade plácidamente todos los ámbitos de nuestra vida. Sin embargo, antes de que arrancara el siglo XXI y se hiciera evidente que la mayoría nos convertimos en rehenes del consumo mediante una serie de modos de relacionarse con el mundo a través de internet y las pantallas, todavía se disputaba -y en gran medida se confiaba- en que los desarrollos tecnológicos serían capaces de aportar herramientas para la construcción de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Estas ideas en torno al progreso estaban mucho más vivas en los 90 que ahora, a pesar de los presagios de, por ejemplo, Francis Fukuyama luego de la caída del Muro de Berlín o Guy Debord en los albores del Mayo Francés.

En La sociedad del espectáculo (1967), Debord utilizó el concepto fetichista de la mercancía de Marx para argumentar que las relaciones humanas habían perdido sentido como experiencia real y concreta y se habían convertido en un producto: “Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación” . En cierto modo, Debord describía el funcionamiento de redes sociales como Facebook o Instagram mucho antes de que existieran: el poder de la representación nos alejaría de nuestra libertad y existencia concretas. En 1992, con la publicación de El fin de la historia y el último hombre, también Fukuyama advertía que tanto en lo económico como en lo político, el futuro albergaría un solo pensamiento único y viable: la democracia liberal junto al capitalismo. El resto de las ideologías dejarían de tener valor, aunque todavía no se había hecho famosa la frase de Fredric Jameson acerca de que “es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

No tan difundido como Debord o Fukuyama, en 1985 también se publicó el ensayo de Neil Postman Divertirse hasta morir. En él, Postman advierte sobre el empobrecimiento general que significó (y significaría) el paso de una cultura basada en la imprenta a una cultura basada en las imágenes, especialmente para una cultura como la de esa época, la televisión. Sin embargo, sería Huxley -y no Orwell- el escritor que mejor imaginaría los peligros que se avecinaban. El análisis de las consecuencias del uso cotidiano del telégrafo dentro de los Estados Unidos a principios del siglo XX sería perfectamente compatible a lo que hoy sucede con Twitter, que introdujo dentro del discurso público un montón de temas irrelevantes y una buena dosis de indignación e incoherencia que mantiene unida a la sociedad en una encuesta permanente. “Cuando una población se vuelve distraída por trivialidades, cuando la cultura se redefine como una perpetua ronda de entretenimientos, cuando la conversación pública seria se transforma en un habla infantil, es decir, cuando un pueblo se convierte en un auditorio y sus intereses en un vodevil, entonces una nación se encuentra en peligro; y la muerte de la cultura es una posibilidad real. Desconocer que una tecnología viene bien equipada con un programa de cambio social, insistir en que una tecnología es neutral, asumir que una tecnología es siempre amiga de la cultura es, en este momento, una insensatez pura y simple”, subrayaba Postman.

Inmersos ya en este mar denso y pesimista, acostumbrados a vivir en la amenaza de catástrofe permanente, luego del 11-S y la crisis financiera de 2008, de la cual gran parte del mundo no se recuperó del todo, aparece un virus nuevo (coronavirus) que se esparce a una velocidad inusitada, con una mortalidad aparentemente mayor a la de una gripe y nos confina por tiempo indeterminado, volviéndonos más rehenes aún de lo que estábamos, mientras los gobiernos hacen -todavía con escaso o relativo éxito- malabares de último momento para palear la nueva crisis económica que se avecina. Si desde lo político la única novedad interesante para cambiar el rumbo es la idea de una renta básica universal, tal como lo plantea el holandés Rutger Bregman, en la ciencia ficción, en cambio, lo que se viene reciclando es la vieja idea de la inmortalidad. Aun así, la pregunta más urgente en estos momentos es: ¿por qué no fuimos capaces de pensar un futuro deseable y distinto mucho antes? ¿Por qué lo único que fuimos capaces de imaginar fueron escenarios apocalípticos, como si se tratara de una película de zombis entre ideas políticas muertas?

“Vivimos en una época que no tiene proyecto de futuro. Eso es algo en lo que insisto mucho. Esta época no consigue imaginarse cómo sería el futuro deseable. A diferencia de lo que fue el eje de la modernidad, que consistía en pensar en futuros a los que había que llegar porque valía la pena vivirlos”, dijo Martín Caparrós en una entrevista reciente a propósito del lanzamiento de su última novela Sinfín, que trata  valga la redundancia- sobre la carrera hacia la inmortalidad. Pero tampoco esta laguna ideológica respecto al futuro es original. “Capitalismo es lo que queda en pie cuando las creencias colapsan”, decía Mark Fisher en Realismo capitalista al retomar de El Proceso de Kafka el concepto de “postergación indefinida” para describir una vida posmoderna atrapada en una realidad infinitamente plástica, burocrática y virtual.

De alguna manera, el que intentó responder en parte esa pregunta fue Fredric Jameson. Según él, la ciencia ficción constituye la exploración de las restricciones arrojadas por el proceso histórico. Esas restricciones vendrían a evidenciar el choque entre nuestra imaginación y los medios técnicos existentes. “A contramano de los planteos de Sloterdijk, para Jameson la emergencia recurrente de lo post-humano en la ciencia ficción es justamente una prueba de sus límites, de la imposibilidad de que lo post-humano realmente suceda. Como lo post-humano nunca va a pasar, o ya está sucediendo pero a una escala mucho menos espectacular que la planteada por los académicos que trabajan la franquicia de Sloterdijk, enfrentarlo es alcanzar una frontera que puede dejarte atrapado”, decía Hernán Vanoli en una nota publicada hace unos años. A modo de ejemplo de lo descripto por Jameson podríamos analizar brevemente la serie Years & Years, estrenada en 2019 y ambientada en un futuro aparentemente próximo. Una familia inglesa de clase media se ve asediada por una serie de peligros ya presentes como un monstruo latente a la vuelta de la esquina: desempleo creciente, inestabilidad financiera y un corralito como el argentino de 2001, desastres climáticos, populismos de derecha, xenofobia y campos de concentración para refugiados, una guerra nuclear de Estados Unidos contra China y una pandemia de gripe desconocida.

Sobre el final de Years & Years, sin embargo, la nostalgia por lo perdido reaparece como esperanza –otra vez– en la apropiación de la tecnología digital (al servicio de la vigilancia estatal) y la promesa de inmortalidad, un giro casi mágico y quizás, el mejor ejemplo de la trampa. En todo caso, ¿cómo podría liberarnos la misma tecnología que hasta un capítulo atrás servía para mantenernos totalmente atrapados y disgregados? En El amor por la literatura en tiempos de algoritmos, Hernán Vanoli lo dejaba claro en el siguiente párrafo: “Las empresas tecnológicas parecen diseñar sus plataformas con una lógica que, como el código que las gobierna, tienen un fundamento binario. Reacción o no reacción. Dopamina o soledad. Por esta razón las redes sociales impulsan a sus participantes a vivir en un plebiscito constante. Por un lado habilitan una emocionalidad violenta sobre la base de un repertorio de formas de militancia política inmediatas, de bajo costo y gratificación casi instantánea. Su negocio es sin lugar a dudas, la polarización”.

Volvamos entonces a la política y el virus Covid-19. ¿Qué proponen ahora los intelectuales que desde antes de la pandemia sostenían que el mundo debía “cambiar”? ¿Qué movimientos políticos o fuerzas sociales concretas podrían llevar adelante esos cambios? ¿Qué pueden hacer los gobiernos y los empresarios? Slavoj Žižek planteó esta crisis como una verdadera oportunidad para redefinir y alcanzar un nuevo comunismo, proyecto que defiende desde hace muchos años y que con cada colapso socioeconómico refuerza con más libros y más artículos en los medios. Por su lado, el coreano Byung-Chul Han, en discusión con Žižek, afirmó que las medidas para controlar la pandemia vienen funcionando mejor donde los gobiernos todavía conservan rasgos autoritarios sobre sus ciudadanos, y que la solidaridad engendrada a partir del crecimiento de la vigilancia de ningún modo es la clase de solidaridad que permitirá establecer una nueva forma de sociedad justa o igualitaria, sino todo lo contrario. Noam Chomsky también remarca que los países asiáticos parecen haber logrado contener mejor el contagio y toma la crisis como “el enésimo ejemplo del fracaso del mercado” al dejar en evidencia la falta de respuestas adecuadas del sistema sanitario de casi todo el planeta. Por su parte, Alexandr Dugin (asesor ideológico de Putin) no habla de fin del capitalismo sino del derrumbe definitivo de la globalización: “La globalización ha caído ideológicamente (liberalismo), económicamente (redes globales) y políticamente (liderazgo de las élites occidentales)”. Sintetizando, casi todos coinciden en las fallas que el liberalismo tecnocrático global deja en evidencia. Por supuesto, no es tarea de estos pensadores definir o ejecutar medidas, pero es importante remarcar que nadie en este momento (ni siquiera los políticos) podría darse el lujo de ser drástico y ponerle fin al capitalismo o la globalización, porque el impacto empeoraría todavía más la realidad. Al menos por ahora, solo es posible implementar soluciones paliativas que tiendan a estabilizar la situación.

“Unas 25 millones de personas en todo el mundo podrían perder sus empleos a causa del coronavirus si los gobiernos no actúan rápidamente para proteger a los trabajadores”, informó la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Pero si la dicotomía instalada sobre salvar la economía o salvar a las personas es falsa -porque el problema es doble y requiere salvar las dos cosas al mismo tiempo-, y las medidas que requieren sumas descomunales de dinero todavía tienden a privilegiar a una cosa por encima de la otra, generando un panorama aún más oscuro. Entonces, ¿podría una protesta social “no partidaria” generar un cambio significativo? A juzgar por los resultados concretos en países como Francia o Chile, donde este tipo de protestas se repitieron durante todo el año pasado, no parece suficiente. ¿Resultaría beneficiosa entonces una protesta de estilo más performático, con pañuelos de colores, lenguaje inclusivo y hashtags? Al parecer, hasta ahora es algo más capitalizado por el espectáculo y la burla que por la política. Quizá haga falta incluso mucho más que discursos, aplausos, reuniones y leyes para provocar un cambio. Y aún si los dirigentes se comprometieran a hacerlo, haría falta el compromiso social necesario para sostener esa voluntad. ¿Pero conocemos qué mecanismos son los más eficientes para “obligar” a los políticos a tomar ese tipo de decisiones? Tal vez los habituales sean insuficientes ¿Qué estamos dispuestos a hacer como ciudadanos para colaborar con un gobierno que se proponga esa ardua tarea?////PACO

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