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Para los que con justicia se distraían en las soporíferas clases de catequesis o para los ávidos de cuestiones escatológicas, las posesiones diabólicas de Loudoun en 1632 representan el tipo de historia que todavía puede enseñarnos algo acerca de la esencia de lo diabólico. ¿Qué tipo de diablo es ese que captó la atención de tantos, desde los panfletos publicados en Francia en 1633 hasta la ópera de Penderecki (Los diablos de Loudoun, de 1969), y sobre el cual se precipitó sedienta la literatura de Alejandro Dumas, Alfred Jarry, Aldoux Huxley y Jules Michelet?
Como sea, lo que preside la historia de Loudoun es la sospecha de que vivir una experiencia no siempre la vuelve verdadera, que en ocasiones las garantías de las víctimas también pueden ser laxas y que, con frecuencia, cuando estamos inermes frente a nuestros propios demonios, lo mejor que podemos hacer es aplazarlos, reprimirlos o afirmar resueltamente que son del otro.
Es muy posible que las posesiones de Loudoun expliquen que hacer un pacto con el diablo, suponerlo en el otro o entrar en el personaje demoníaco sean formas de lidiar solapadamente con nuestros miedos y temores más profundos. Después de todo, demonizar o demonizarse son formas de lidiar con las propias imposibilidades, aún si se trata de una forma insatisfactoria en el mejor de los casos y desastrosa en el peor.
Una crisis diabólica
Es durante la noche del 21 de septiembre de 1632, en el momento en el que Juana de los Ángeles, la superiora del convento de las ursulinas, encuentra a un hombre de negro en su colchón, cuando se inaugura la serie de eventos que hoy conocemos como las posesiones de Loudoun. Afligido y quejumbroso, el extraño se le acercó para que rezaran juntos. La noche pasó. Sin embargo, las visiones se colectivizaron: además de la superiora, la hermana Colombiers y Marta de Santa Mónica vieron días después la sombra del confesor Moussaut. Moussaut había muerto meses atrás. El 23 de septiembre, una bola negra atravesó el comedor. El 27, un hombre al que nadie vio más que de espaldas. Las hermanas sentían insinuaciones concupiscentes y escuchaban susurros lascivos. Al parecer, ni las flagelaciones ni las oraciones atemperaban la sintomatología.
A diferencia de las brujas, las poseídas tenían el derecho a la palabra, de modo que, después de aquellos días exóticos, un sacerdote interrogó a una confusa y confesa Juana de los Ángeles. El 7 de octubre, en uno de los primeros exorcismos, el diablo salió del anonimato y convergió en una forma precisa. En medio de un rapto, contorsionada y retraída hasta dejar sus ojos en blanco, ella respondió sin demora: “Soy Urbain Grandier”.
Cura de Loudoun, Urbain Grandier había estudiado en Burdeos con los jesuitas, la misma orden que lo había recomendado para el puesto. La soltura de su palabra y su afabilidad bordelesa habían hecho de su púlpito un palco de seducción. En su Histoire des diables de Loudoun, Nicolas Aubin detalla que Grandier “era un hombre de gran compostura y seducción” y que “esta amabilidad exterior estaba acompañada de una elegancia interior”. La Oraison funèbre de Scevole de Sainte-Marthe, una de sus homilías más famosas, da muestras de su refinada pulsión retórica: “Tanto por la constancia de su vida como también por la circunstancia de su muerte, Escévola nos ha dado la ocasión de desear, esperar y creer que su alma vive feliz en el cielo, mientras que su cuerpo reposa en el seno de nuestra Madre, esperando el día solemne en el que, siguiendo la profecía divina e infalible, rejuvenecerá para no envejecer más y renacerá para no volver a morir”. La labia de Grandier fue tanto la razón de su éxito como la de su ruina.
Por supuesto, el hombre de moda en Loudoun no pasó desapercibido entre Juana de los Ángeles y las ursulinas, que lo soñaban con frecuencia. También suspiraban cuando, en secreto, comentaban su relación con la hija del procurador real (con la que había tenido un hijo), amén de los entretenimientos que propiciaba a viudas, mujeres y jovencitas. Por su parte, Grandier había escrito el Traité du coelibat, una prédica heterodoxa para justificar sus relaciones. “La primera razón para mostrar que un sacerdote puede tener relaciones carnales”, afirma el jesuita, “es que Dios no hace jamás nada en vano, por lo que, habiéndoles dado al hombre y a la mujer no solamente el deseo y el apetito de engendrar sino también las herramientas para hacerlo, debe concluirse que deben usarlos”. En Loudoun, el sacerdote se había vuelto una figura magnífica pero también pedante: “¿Dónde se ha dicho que Dios, habiendo creado al hombre, juzgó que no era justo darle una mujer para deleitarse? San Pablo dijo que el que permanece virgen hace lo mejor. En lo que a mí respecta, me contento con hacer lo bueno.” En la medida en la que exteriorizaba sus deseos más íntimos, Grandier se volvía la contracara de las ursulinas.
Loudoun, un teatro
Mientras tanto, los exorcismos convirtieron la posesión en un proceso público: a medio camino entre la ciencia y la religión, entre la certeza y la duda, la realidad y la ficción, y apoyada igualmente en la razón, la autoridad y lo sobrenatural, la rentabilidad espectacular del diablo en el cuerpo atraía peregrinos, conversos y turistas que asistían para ver a Juana de los Ángeles y las demás ursulinas. De este modo, la tragedia demoníaca se rentabilizaba y se volvía banal. Por su parte, el contraataque salvífico se repetía hasta el cansancio: todas las semanas, se ataba a las poseídas en un banco para rociarlas con agua bendita y acercarles el Santo Sacramento. Temblaban, convulsionaban y gritaban en lenguas.
Los registros de los exorcismos constatan que, a través la superiora, Grandier respondía en un tono provocador. En el cuerpo de la ursulina, su lenguaje se despojaba de toda floritura barroca y se traducía en una gramática corporal hecha de muecas, revulsiones y contorsiones. Durante uno de los exorcismos (Procès-verbaux des 7 et 11 octobre; BN, Fds fr. 7919, f- 6-9), Grandier se burla de las letanías: “Frente a las letanías, Sancte Joannes Baptista, ora pro eis, el demonio en la priora se burló varias veces, vociferando: ‘¡Ja! ¡Juan Bautista!’”. En otra ocasión, no duda en confesar su transformación: “Durante el tercer exorcismo, la priora se mostró privada de su sentido de la razón. Cuando se le pidió al diablo decir su nombre, respondió: ‘Soy el enemigo de Dios’”. Sea como fuere, entre el 5 y el 11 de octubre, el asunto llega hasta Luis XIII, que manda uno de sus hombres fuertes a tomar riendas en el asunto. En consecuencia, es el mismísimo Cardenal Richelieu el que interviene en el juicio contra Grandier. Dado ese paso, los demás siguen solos.
El arresto
Soldados y arqueros apresaron a Grandier la tarde del 7 diciembre de 1633. Entre las evidencias para su arresto se contaron “un cierto escrito sobre el celibato para probar que los sacerdotes se pueden casar”, “unas rimas impúdicas en lengua francesa” y “un pacto con el diablo”. Supuestamente, la copia del manuscrito estuvo en algún momento en Poitiers. Como todos podemos suponer, el original se conserva en el infierno. Desde la cárcel, Grandier le escribe a su madre: “Soporto mi dolor con paciencia y temo menos por el mío que por el suyo. La falta de una cama me incomoda. Si es posible, tráigame la mía. Cuando el cuerpo no reposa, el espíritu sucumbe. En fin, envíeme un breviario, una Biblia, un Santo Tomás para mi consuelo y por lo demás no se preocupe”.
En suma, Juana de los Ángeles vence al jesuita, el sacerdote mefistofélico purga su culpa con el encierro y, entre el 8 de julio y el 18 de agosto de 1634, su juicio llega a término. Los registros históricos carecen de rigurosidad, pero relatos posteriores hablan de la hoguera. Sin embargo, ¿de quién era el deseo de mutar en diablo? ¿Y si la apacible vida religiosa de Juana de los Ángeles y las ursulinas, con sus rigurosos exámenes de conciencia, fuese una manera de cubrir sus “malos instintos”? Tampoco esto sería, en sí mismo, ninguna novedad: el lenguaje diabólico es la contracara del lenguaje recalcitrante de la santidad.
El secreto de una priora
“El diablo se familiarizó con mi espíritu para conseguir el consentimiento de mi alma a través de pequeños pactos tácitos”, afirma Juana de los Ángeles en su Autobiographie. Por eso, era fácil para Grandier “imprimir en mi carácter lo que le placiera y hacerme creer lo que quisiera”. Ahora bien, es probable que esto explique, al menos en parte, que suponerse víctima de una posesión diabólica es también una manera de comunicar un secreto demasiado pesado. ¿Acaso no era para las ursulinas algo diabólico experimentar algún tipo de sentimiento ilícito por Grandier, se tratase de la envidia, la ira o el más carnal de los deseos? Y hacer algo digno del diablo es convertirse en consecuencia al ángel que odia a Dios. “Sentía”, dice Juana de los Ángeles en algún lado, “una continua aversión hacia Dios, y mi objeto de odio era su bondad y su facilidad para perdonar a los que se quieren convertir”. En este sentido, la demanda de las religiosas por el reconocimiento de su mundo interior clandestino las hizo ascender hasta una verdad que sólo asumieron a través del personaje provechoso de la víctima. Fue el velo del diablo el que les permitió, a un mismo tiempo, afirmar con precisión y sin tantas cargas: “Yo soy esto”.
La conclusión es obligada: la posesión es el lugar donde se fijan las indisociables angustias y frustraciones personales, pero también donde se trasladan al mismo tiempo a la figura del otro. Por esto mismo, a diferencia de las brujas, las poseídas ya no son culpables, sino víctimas. Y esto es asunto muy antiguo: lo importante con las víctimas es curarlas. A ese efecto, es necesario encontrar un exorcista confiable. Es entonces cuando entra en escena el reverendo Joseph Surin, el don Quijote y el Hölderlin de esta aventura.
Ese oscuro objeto del deseo
Según su Science expérimentale, Surin recibió el llamado de Dios para sanar a las ursulinas en diciembre de 1634, cuando “estaba delante del Santo Sacramento pidiéndole a nuestro Señor que me pusiese en el lugar donde mejor pudiera cumplir mi providencia”. Surin, un hombre radical con un pasado confuso, asumió con diligencia su vocación de prestar servicio a las almas poseídas: “El tiempo es corto y el asunto es grande”, escribió en una carta a Françoise Milon, y esa misma noche, a caballo y bajo un diluvio, se dirigió a Loudoun para resistir los poderes del infierno. Es en ese enclave donde uno de los más grandes místicos del siglo XVII quiso sanar a Juana de los Ángeles con la verdad, aunque sugerirle que detrás de la gramática diabólica de su cuerpo latía también su propia culpa sería algo que lo extenuaría hasta la muerte.
Por otro lado, el combate de Surin contra el diablo comportó una nueva metodología. El jesuita interrumpió los exorcismos públicos y los sustituyó por la escucha íntima del Santo Sacramento. Paciente, sosegado, predispuesto, susurraba al oído palabras de salud y voluntad de perfección interior. No le ordenaba nada a nadie. Rogaba a Dios por su propia fortaleza, cada vez más titubeante. A menudo, lo veían llorando de rodillas.
Por sobre todo lo demás, a Surin no le interesaban las opiniones de esos colegas que le advertían que podía haber algo de ficción en el asunto. Esta certeza suya era, sin dudas, una estupenda descripción de lo que en realidad le sucedía: tras años de confusión y de una oscura lucha interior en la que buscó a Dios en el fondo de la angustia, percibía al fin un verdadero adversario; visibilizar al enemigo era, sin dudas, su emoliente.
Un exorcista obsesionado
En las semanas siguientes, se instaló un diálogo extraño entre Surin y de los Ángeles. En este cara a cara, el sacerdote se enfermó. Exaltado y fatigado, empatizó con el mal y se privó de los medios para resistirlo. A partir de enero de 1635, empezó a obsesionarse con el diablo. Como consecuencia, empezó a sufrir cefaleas, parálisis, temblequeos, impedimentos para caminar y alucinaciones cenestésicas. A tres meses de haber empezado su trabajo, le escribe al padre Doni d’Attichy: “Ya no hay momento alguno en el que no tenga al diablo cerca de mí”. El estado de Surin se agrava. El de la priora mejora.
Surin también plantó su mística en medio de esa encrucijada donde se vuelven ajenos los propios demonios. “En el ejercicio de mi ministerio”, explica, “el diablo se transfirió de la poseída a mi propio cuerpo, y al asaltarme, me agita y me trabaja visiblemente”. El 28 de agosto de 1635, el Padre General de la Compañía le escribe a su superior: “Sobre el padre Surin he recibido numerosos relatos. Se dice que, desde hace un tiempo, se cree poseído por el Verbo encarnado, así como también por el demonio, y que, en consecuencia, el Verbo originaría todas sus palabras y el demonio sus gestos y contorsiones”. Surin, entonces, no tiene nada para hacer: es otra víctima más. En 1636, fue retirado de Loudun. Por su parte, Juana de los Ángeles llevó adelante una carrera exitosa como superiora hasta que, en 1661, sufrió una hemiplejia y quedó paralizada. También perdió el habla como consecuencia de una afasia. Murió cuatro años más tarde.
Así pues, el campo cerrado del discurso diabólico señala directamente el problema: no se trata de saber quién posee a quién, si no del hecho de constatar que hay posesión. En tal caso, si no existen medios para enfrentarla, es necesario reprimirla: de la colectividad al individuo, del diablo al Estado, de lo demoníaco a la devoción, de Juana de los Ángeles a Urbain Grandier y de Joseph Surin a Juana de los Ángeles, las figuras del otro son siempre el móvil regresivo para eyectar hacia afuera lo que resulta incómodo.
El proceso, por su parte, nunca encuentra un cierre satisfactorio. La historia de las posesiones es barroca y sinuosa, y tiene un antes y un después de Loudoun. Artículos en The Telegraph y Le Monde avisan que, entre nosotros, la demanda de exorcismos en tiempos de pandemia no para de ascender. ¿Quién se encarga hoy de exorcizar el peligro del otro? Las posesiones de Loudoun pueden darnos una austera lección sobre el desengaño: demonizar al otro o suponer el diablo en el cuerpo es siempre mirarse en un espejo que refleja más de lo que quisiéramos mostrar////PACO
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