A fines del año pasado se publicó en Francia Le capital au XXIe siècle (El capital en el siglo XXI) de Thomas Piketty, un economista académico francés relativamente joven (nació en 1971 y da clases en la Escuela de Economía de París) especializado en el estudio de la distribución del ingreso y la riqueza. En el clima de ansiedad y malestar económico de Europa el libro trascendió el debate académico y alcanzó cifras de ventas inesperadas para un tratado de casi mil páginas que recorre la historia de la desigualdad económica en los últimos 200 años. Su publicación en inglés a principios de este año (la edición en castellano, por Fondo de Cultura Económica, se está distribuyendo por estos días en Argentina) amplificó el debate en Estados Unidos justo cuando la alicaída administración demócrata parece estar por despedirse del gobierno sin haber podido implementar las medidas redistributivas que habían sido parte central de la campaña de Barack Obama. Las grandes vacas sagradas de la heterodoxia económica americana, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, celebraron la aparición del libro de Piketty como la argumentación más sólida sobre la dinámica regresiva que la desigualdad alcanzó en las últimas tres décadas en los países centrales.
Para ponerle números a la cuestión: hoy en los Estados Unidos el 1% más rico de la población posee el 35% de la riqueza total (y el 0,1% más rico el 15%); por debajo, el 60% de la población posee solo un 8% de la riqueza.
Para ponerle números a la cuestión: hoy en los Estados Unidos el 1% más rico de la población posee el 35% de la riqueza total (y el 0,1% más rico el 15%); por debajo, el 60% de la población posee solo un 8% de la riqueza. En los países europeos estos valores son menos extremos, pero la tendencia (y este es uno de los puntos fuertes de la investigación de Piketty: su novedosa reconstrucción histórica de los datos fiscales de ingresos y patrimonios de una veintena de países) es la misma, la curva ascendente de la concentración de la riqueza desde fines de los años 70 hasta hoy se replica en todas partes. Esos datos no solamente muestran lo lejos que quedó el panorama actual de la desigualdad económica con respecto a la época dorada del Estado de Bienestar, algo que ya es casi un lugar común, sino que indican que los niveles actuales de concentración de los ingresos y los patrimonios en los países centrales se acercan a los registrados a finales del siglo XIX, durante la Belle Époque francesa o la era victoriana inglesa.
Lo que hace del libro de Piketty un objeto interesante es que más que un análisis del estado de situación actual del reparto de los ingresos y las fortunas se trata de un largo viaje a través de 200 años de historia del capital, un concepto que por su presencia total y constante en cada aspecto de nuestras vidas suele quedar difuminado tras el telón espectral de los discursos e imaginaciones que obturan la compresión de ese dato esencial: que el capital y su lógica de reproducción y distribución es la fuerza de diferenciación básica entre los individuos, que las elecciones de vida, los destinos personales, las trayectorias sociales están condicionadas igual que cuando se puso en marcha el primer motor a vapor de la revolución industrial, por la posesión o la ausencia de propiedad. Las decenas de gráficos y tablas y cuadros estadísticos de El capital en el siglo XXI (y su mismo título, con su eco, un tanto megalómano, admitamos, de otro libro célebre de economía política) funcionan como un argumento que intenta sostener una hipótesis simple y contundente: a lo largo de toda la historia del capitalismo la tasa de retorno del capital siempre ha sido mayor a la tasa de crecimiento de la economía, por lo que en el largo plazo, más allá de las variaciones coyunturales, esta dinámica hace que la riqueza aumente en una proporción mayor al ingreso global.
Una vez constituido, el capital crece más rápido que la economía, las inversiones devienen simple renta, que gracias a las leyes de la herencia continúa acumulándose en el futuro. Es una distorsión que alguna ingeniería de política económica podría resolver.
Dicho de otra manera, el capital tiende a acumularse por encima del ritmo de crecimiento de los ingresos de quienes viven solo de un salario. Esa divergencia fundamental (Piketty la llama “la primera ley del capitalismo”) explica que en condiciones “normales”, es decir cuando las interferencias políticas sobre la economía son mínimas o no existen, la concentración de las fortunas y de las rentas que esas fortunas producen aumenta por encima de las mejoras de productividad y del crecimiento demográfico de las sociedades. Una vez constituido, el capital crece más rápido que la economía, las inversiones devienen simple renta, que gracias a las leyes de la herencia continúa acumulándose en el futuro. No es un fallo del mercado, una distorsión que alguna ingeniería de política económica podría resolver, es la tendencia que el movimiento del capital ha seguido desde sus orígenes. Más que un enfoque teórico, esto se desprende de las largas series estadísticas que Piketty y sus colaboradores lograron reconstruir desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad. Esas series están disponibles para ser consultadas en Internet y abarcan tanto a países desarrollados (aquellos donde el capitalismo emergió primero) y a naciones en desarrollo como China, la India o, incluso, Argentina. No es una innovación menor ya que esta base empírica contradice por igual el relato usual del liberalismo neoclásico con su optimismo centrado en que el aumento de la productividad económica debido a las revoluciones tecnológicas y la competencia equilibrarían las desigualdades, como la profecía marxiana de un inexorable apocalipsis debido a la famosa y espectral baja tendencial de la tasa de ganancia. Los datos expuestos en el libro de Piketty parecen desmentir ambas interpretaciones y muestran que a lo largo de los últimos 200 años de capitalismo el rendimiento del capital siempre ha sido superior al crecimiento económico (simplificando un 5% promedio de retorno del capital por sobre un 1% de crecimiento in the long run) provocando una natural concentración de la riqueza y los ingresos en cada vez menos manos. La historia del capitalismo es básicamente una carrera entre la acumulación de capital y el crecimiento de la producción. Durante la mayor parte de los últimos 200 años en esa carrera la delantera la tuvo el capital, y la renta que él produce; solamente durante el breve período que va entre la segunda posguerra y los años 80 (los Treinta Años Gloriosos, como se los llama en Europa) esa carrera se invirtió y el peso del capital se moderó permitiendo una redistribución de la riqueza que, por ejemplo, convirtió en por primera vez en propietarios a amplios sectores de las clases medias. Fueron las guerras del siglo XX y la crisis mundial del 30 entre ellas, las que destruyeron una parte sustancial del stock de capital global, produciendo la impresión de que el capitalismo había sido transformado sustancialmente, liberando el presente del peso del pasado.
Pero ¿qué implica el mayor o menor peso del capital en una sociedad? A comienzos del siglo XXI, en los países desarrollados el stock de capital (es decir, en el sentido abarcativo que utiliza Piketty, el conjunto de todos los patrimonios) equivale a entre 6 y 8 veces el ingreso anual que producen esas economías. La magnitud es similar a la que esos mismos países ostentaban durante el siglo XIX, en los tiempos heroicos del comienzo de la expasión del capitalismo. La época de las novelas de Jane Austen, de Balzac o de Dickens, autores que Piketty usa para ilustrar sus argumentos a lo largo del libro. En esas novelas el dinero y sus sentidos, su tenencia, su búsqueda ocupan un lugar transparente. Los personajes se definen por sus rentas o por su ausencia. Los argumentos giran en torno a las estrategias para acrecentar la riqueza o para conseguirla, para trepar a lo más alto de la sociedad o para mantenerse en ese lugar. El dinero impregna todos los movimientos y determina la suerte de los personajes: las chicas de Austen especulando con el tamaño de la renta de sus pretendientes, los arribistas de Balzac sopesando la mejor opción para hacerse un lugar en la alta sociedad. Una renta en livres tourneés, unos cupones de bonos del imperio ruso (o de la Confederación Argentina), una plantación en África, un casamiento correcto, eran todas formas de acceder a esa minoría que podía prescindir del trabajo.
El dinero impregna todos los movimientos y determina la suerte de los personajes: las chicas de Austen especulando con el tamaño de la renta de sus pretendientes, los arribistas de Balzac sopesando la mejor opción para hacerse un lugar en la alta sociedad.
Durante la Belle Époque francesa el 1% más rico de los parisinos poseía el 80% de la riqueza (declarada) en la capital. En 1914 –antes de que empezara el siglo XX– el 90% de la riqueza total se concentraba en el 1% de la población de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Trabajar sin tener propiedades, vivir sólo de un salario, sin el respaldo de la riqueza vieja, la riqueza acumulada por los muertos, era estar condenado a vivir siempre al día, a merced de cualquier agitación del mercado. El 60% de los franceses y el 70% de los británicos moría sin dejar nada a sus hijos. O dejando deudas. Piketty lo resume con lo que llama “el dilema de Rastignac”, por uno de los personajes centrales de Papá Goriot de Balzac: Rastignac llega a París para convertirse en abogado y hacer carrera en la Justicia, pero pronto se da cuenta que los salarios que le esperan en el escalafón judicial luego de estudiar y trabajar durante años nunca podrán igualar a los ingresos de los que podría disfrutar casándose con la desagradable Mademoiselle Victorine, heredera de grandes extensiones de tierra. Es un dilema moral, pero también es un dilema que pone en cuestión la tensión entre el mérito y la herencia, o entre la riqueza producida por el trabajo y la renta heredada. Y es el tipo de dilemas que, a pesar de las décadas que separan la época de Balzac de la nuestra, mientras el siglo XX va quedando cada vez más lejos, la creciente concentración de la riqueza y el estancamiento de los salarios vuelve a actualizar.
¿A qué se va a parecer el siglo que estamos cursando, el tercer siglo del capitalismo? El análisis y los datos de Piketty nos hacen pensar en un siglo con más parecido de familia al siglo XIX que al siglo XX. Las curvas de ingresos se concentran, el capital se acumula, la carrera entre el salario y la herencia se amplía a favor de esta última. Los estados parecen más débiles frente a las dinámicas del capital, los impuestos sobre la renta, las herencias y los altos ingresos se alivianan nuevas formas de pobreza emergen en países desarrollados y con estándares de vida altos. Al mismo tiempo que las desigualdades aumentan dentro de las naciones, entre ellas las distancias se acortan por el crecimiento de economías antes periféricas, como los países asiáticos. Como en el XIX, la competencia internacional abre nuevos mercados y la frontera tecnológica se expande. Las burbujas financieras, los booms de la commodity de turno, los flujos de inversiones, rediseñan regiones productivas nuevas y hunden otras en la decadencia. En pocos años se pasa de la exhuberancia irracional, como diría Alan Greenspan, a las crisis terminales que destruyen empleos y comunidades. Pero todo ese cambio social a escala global queda opacado detrás de la celebración de la destrucción creativa y el discurso del salto tecnológico que promete la superación de las barreras de la fortuna y los privilegios en base al talento y la creatividad. El mito de los grandes entrepreneurs de Silicon Valley, con sus riquezas construidas en pocos años a partir solo de una buena idea concebida en el momento justo (siempre en el no menos mítico garage californiano), funciona en serie con los mitos fundantes del capitalismo decimonónico y sus self made men de la primera y la segunda revolución industrial. Como a finales de siglo XIX, en la época victoriana o la Belle Époque, tecnología y mercado están fuertemente entrelazados y la sensibilidad del momento es de fascinación con las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen. Como los viejos positivistas seguimos día a día el desarrollo de nuevos inventos y especulamos sobre sus posibles aplicaciones a gran escala. Si el siglo XX fue el siglo de la sospecha sobre la tecnología (con las dos guerras y la amenaza atómica, toda la ciencia ficción como registro de esas ansiedades) el siglo XXI se muestra encantado y el optimismo vuelve a estar del lado de las máquinas. Pero, como dice, Piketty, el capital (el capital en máquinas, en instalaciones, en financiación, en patentes, etc.) no se esfumó en beneficio del capital humano, el talento y las habilidades ligadas al conocimiento, sino que incrementó su peso y su intensidad. Si la gran ilusión perdida del siglo XIX fue la idea –nueva entonces– del mercado que repartiera sus frutos según el mérito y la utilidad de cada quien y organizara la sociedad gracias a un proceso ciego donde millones de conductas competían por el menor precio y el mayor beneficio; en este nuevo siglo la ilusión parece consistir en que las nuevas tecnologías en red por fin posibilitarían una transparencia y una horizontalidad en el acceso a la información y los bienes que minimizaría las desigualdades económicas con las que nacemos.
La ilusión parece consistir en que las nuevas tecnologías en red por fin posibilitarían una transparencia y una horizontalidad en el acceso a la información y los bienes que minimizaría las desigualdades económicas.
El capital en el siglo XXI, con sus largas series estadísticas y su mirada a la historia del capitalismo de los últimos dos siglos, no deja mucho lugar para esas ilusiones, más bien nos sitúa frente una dinámica que nos excede, que funciona con su propia lógica y que modela muchos más aspectos de nuestras vidas de los que quisiéramos admitir. ¿Vuelve el dilema de Rastignac a perturbar nuestras elecciones más íntimas? ¿Nos volvemos neovictorianos angustiados por la distancia cada vez más amplia entre el mérito y el destino material? Y ¿cómo será, qué forma tendrá esa nueva sociedad que se está creando? Por supuesto, ni el libro de Piketty ni ninguno, puede responder esas preguntas. Pero las tendencias en curso apuntan en la dirección de los desequilibrios y la divergencia, en dirección a una desigualdad recobrada después de la breve y violenta anomalía histórica del siglo XX. Bienvenidos de nuevo, entonces, a la era del capital//////PACO