////
Entre las muchas Venus talladas en piedra que se remontan a períodos de hasta 38.000 años antes de nuestro presente, la Venus de Willendorf, encontrada a orillas del Danubio en 1908 por un grupo de arqueólogos del Imperio Austrohúngaro, es la que mejor expone el espinoso problema de qué entendemos por belleza y de qué manera ésta, si les concedemos a las ideas un aterrizaje brusco sobre lo real de nuestro deseo, determina lo que podríamos llamar atracción sexual. En este sentido, durante décadas se ha creído que figuras como la Venus de Willendorf, apenas una entre muchísimas otras Venus semejantes rescatadas por toda Europa, representaban en términos prehistóricos la belleza y la fertilidad (dos palabras que no deberíamos forzarnos a entender en una relación de complementariedad optativa, sino como necesariamente continuas en torno a la historia de la reproducción humana) simplemente porque se trataba de cuerpos femeninos que enfatizan los caracteres sexuales primarios antes que cualquier otro rasgo y suelen mostrar signos de embarazo. En este punto, sin embargo, surgen preguntas.
La primera es: ¿por qué estas formas de belleza y fertilidad han sido aceptadas como tales a pesar de que basta un rápido vistazo para que todo lo que todavía se arrastra por los recovecos más atávicos de nuestro cerebro encienda una alarma de intuitivo escepticismo? En otras palabras, ¿por qué deberíamos ver belleza y fertilidad en una figura obesa cuando dudamos de que haya fertilidad en la obesidad y sabemos que no hay especie animal que recurra a la gordura extrema como atributo sexual? ¿Acaso nuestros predecesores del Paleolítico tenían un fetichismo que la gran mayoría hemos perdido y que nuestros modernos parámetros sexuales hacen comprensible pero inevitablemente ajeno? Desde la perspectiva cultural más contemporánea, es probable que, enfrentados con estas preguntas, llegáramos a la conclusión de que en una época que hace de la aparente igualdad el único parámetro deseable y central, lo mejor sería aceptar lo que intuimos que tal vez sea falso como verdadero, de manera que, a pesar de nuestras sospechas más instintivas, no hubiera nada malo o fuera de lugar en una Venus con obesidad (o con un índice de masa corporal “no hegemónico”, para ponerlo en lenguajes más reconocibles). Sin embargo, desde una perspectiva científica, parecen ser la medicina y la antropología las disciplinas dispuestas a ayudarnos a reconocer que, en realidad, sí había algo malo en intentar autoengañarnos. De hecho, lo estábamos viendo todo mal desde el principio.
En “La obesidad en las mujeres durante el Paleolítico superior”, un paper publicado en 2020 en Obesity, la publicación científica de la Sociedad de Obesidad de los Estados Unidos, Richard J. Johnson, Miguel A. Lanaspa y John W. Fox pusieron por primera vez en discusión la hipótesis de que las famosas Venus obesas recolectadas en los últimos dos siglos por distintos arqueólogos fueran las idealizadas representaciones de belleza y fertilidad que se creía (y aceptábamos) que eran. Para demostrarlo, los investigadores recurrieron a otra disciplina central para la sensibilidad de nuestra época: los estudios sobre el clima (lo cual abre una serie de paradojas acerca de los procesos de gradual fagocitosis en marcha en el ámbito de los estudios culturales y de género, cuya lectura quedará para la próxima). En tal caso, lo que “La obesidad en las mujeres durante el Paleolítico superior” intenta demostrar es que existe una correlación directa entre los momentos en que estas Venus obesas fueron talladas y las peores glaciaciones enfrentadas por la primigenia especie humana en su lenta expansión por Europa. Específicamente, Johnson, Lanaspa y Fox señalan que los signos cada vez más grotescos de desnudez, obesidad y sexualización en estas particulares estatuas coinciden con los períodos históricos afectados por las más bajas temperaturas, las peores ausencias de alimentos y los terribles incrementos de la mortalidad ocurridos hace unos 25.000 años, “cuando las poblaciones humanas más cercanas a los glaciares sucumbieron, mientras que otras pasaron a alimentarse de animales cada vez más diminutos”.
Las consecuencias de la glaciación se hicieron aún más visibles hace 22.000 años, cuando por efecto de la hambruna generalizada la estatura de los humanos se redujo y las estrías dentales, entre otras secuelas físicas, se volvieron comunes. ¿Qué representaban entonces Venus como las de Willendorf, Dolni, Zaraysk, Savignano o Gagarino, entre muchas otras parecidas? Según el análisis volumétrico y la comparación de sus caderas, muslos y hombros, y de acuerdo a los puntos del continente donde fueron halladas, las estatuas obesas no se relacionaban con ninguna celebración de la belleza y la fertilidad, sino con los rastros desesperados del hambre y la muerte a escala masiva. Lo que los primeros humanos tallaban en estas Venus, por lo tanto, no era lo que deseaban, sino lo que necesitaban con desesperación. Y era precisamente la gravedad de sus circunstancias (la ausencia de comida, la muerte de sus pares y la inviabilidad de sus hijos) lo que los llevaba a deformar hasta lo patológico la imagen de lo que no tenían. “En este período”, escriben los investigadores, “las figuras emergieron como una herramienta ideológica para ayudar a mejorar la fertilidad y la supervivencia de las madres y sus recién nacidos. La estética, por lo tanto, cumplía la función significativa de enfatizar la salud y la supervivencia bajo condiciones climáticas cada vez más austeras”. Es esto, tal vez, lo que también podría ayudarnos a develar desde una óptica con fundamentos científicos la verdad incómoda que anida en el enfoque más común en torno a asuntos tan delicados como las preferencias y los cuerpos: la suposición errónea de que, incluso cuando se trata de las inclinaciones más extendidas en cualquier latitud, debe asumirse que “todo es cultural”. Es a lo que Axel Renata-Salazar se somete en su paper “¿Por qué las Venus del Paleolítico eran obesas?”, publicado en 2016 en la Revista de Antropología Experimental, al afirmar que el “aspecto obeso” representado en las Venus del Paleolítico “podría indicar una clara selección por ese perfil de mujeres en el pasado”.
El equívoco es transparente. Al aceptar que el gusto es siempre relativo y cultural, debemos estar dispuestos a asimilarlo y convalidarlo en todas sus formas, incluso a riesgo de que la historia misma de su existencia resulte forzada y falseada. Esta es la razón por la cual, aunque a Renata-Salazar le gustaría que la belleza fuera un valor “cultural” y, en consecuencia, tan mutable como para alcanzarnos en algún momento a todos (eso, insisto, es lo que nos gustaría desear), en realidad tal vez nadie, ni hace 25.000 años ni hoy, viera un objeto de deseo o un fetiche sexual en la obesidad, porque en verdad no se trataba de ningún “hábito cultural” sino de una imagen trastornada producida por un trauma (por lo que nuestro auténtico deseo de belleza, el que nos lleva a desorientarnos frente a las Venus prehistóricas como figuras sensuales, está a salvo). A la luz de las neurosis de nuestra época, esto podría invitarnos a otra gran pregunta. ¿A qué se debe esa distancia entre lo que realmente deseamos (lo que nos convoca como belleza, digamos) y lo que nos gustaría desear (la relatividad total o la desaparición sin escalas de las jerarquías de la belleza)? ¿Por qué es tan difícil aceptar que no todo es ni será igual? Lo curioso es que eso que los mejores estudios antropológicos y climáticos pueden contarnos (o confirmarnos) sobre lo que los humanos consideramos parámetros deseables de belleza y fertilidad, se repite alrededor de la figura aparentemente unívoca de la mujer cuando se la analiza desde los mejores estudios históricos.
Publicadas por primera vez por la Universidad de Cambridge en 1975, ese es el caso de las lecciones compiladas en Mujeres medievales, de la historiadora británica Eileen Power, que con método y rigor desmontan página a página la fantasía absolutista de una mujer, en este caso la medieval, reducida hasta lo meramente reproductivo por el omnipresente poder masculino. Por supuesto, hasta qué punto esta fantasía patriarcal de sometimiento se volvería constitutiva de ciertos feminismos que sólo podrían concebir a las mujeres como víctimas indefensas demuestra por qué Mujeres medievales es poco más que una excentricidad libresca (a pesar de que su autora todavía sea considerada una eminencia en el ámbito académico británico). Pero esa también es una discusión para otro momento. Lo importante, ahora, es que en sus lecciones Power demuestra que incluso en los relatos misóginos del medioevo, lo que se perfilaba ya era una figura de “igualdad práctica” con el hombre, acorde a la expansión de los centros urbanos y la reorganización de la vida cotidiana a la par de los primeros pasos firmes de lo que hoy llamaríamos las clases medias.
A partir de ahí, las tensiones entre una “incipiente burguesía” vinculada con la aristocracia y las alianzas cada vez más endebles entre la monarquía y la iglesia abrirían desde el siglo XII en adelante un espacio social inédito, a través del cual la figura de la mujer empezaría a reconfigurarse “entre la fosa y el trono”. Contra el mito generalmente aceptado hasta hoy de la mujer medieval como una simple propiedad utilitaria del hombre, lo cierto es que su estatus inició por aquellos años los primeros vínculos formales con el derecho de propiedad, el mercado laboral y la gestión de la vida diaria, al punto que no solo existen registros de intelectuales femeninas (y feministas) como Christine de Pizan, que vivió entre los siglos XIV y XV, sino que el rol de esposa adquirió atributos administrativos mucho más dinámicos, ligados directamente al sostenimiento de patrimonios, actividades comerciales y linajes que, no pocas veces, alcanzaban una influencia social superior a la de muchísimos maridos. Por esta razón, muchas mujeres continuaban al mando del resguardo y el incremento de sus bienes cuando también se convertían en viudas. Sería recién a fines de la Edad Media cuando, en palabras de la autora feminista Mona Chollet, las mujeres resultaron apartadas de su rol en el mundo del trabajo y se les prohibió el aprendizaje de oficios, la retribución económica por ellos y, en caso de ser viudas de un artesano, continuar con la obra de su marido. Es la tesis de Silvia Federici: la acumulación originaria requirió, en ese momento, el apartamiento violento de las mujeres del mundo de cierto trabajo.
Entonces, ¿cuál es la trama que ata a las Venus obesas del Paleolítico con las mujeres emancipadas medievales? No nuestra falta de información fehaciente sobre uno y otro asunto, sino la manera en que muchas veces nos entregamos a equívocos que no tienen que ver con lo que ignoramos, sino con lo que no queremos permitirnos saber. Al fin y al cabo, ¿hacía falta un paper para que pudiéramos aceptar que la obesidad es absolutamente ajena a la belleza? ¿Y hacía falta conocer lo que una de las más calificadas especialistas en historia social en Cambridge demostró sobre el empoderamiento medieval femenino para poder considerar que las mujeres son más que simples víctimas del patriarcado? No, por supuesto que no. Lo que ata a las Venus obesas del Paleolítico con las mujeres emancipadas medievales, por lo tanto, es precisamente eso: conocer la verdadera historia nos permite aceptar sin tantas culpas lo que siempre deseamos y, más aún, lo que siempre supimos. Y eso, a su modo, nos hace un poco más libres de lo que, en contra de la verdad, preferiríamos desear o saber////PACO
Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.