La frase forma parte del estribillo de una canción del Indio Solari, lo cual ya está diciendo mucho. En El tesoro de los inocentes se escucha: “Si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía ¡no vas a regatear!” La Cámpora tomó la frase y la hizo propia. Esta clase de agenciamientos —abunda la bibliografía— implica una serie de modificaciones que ponen al autor y cantante en un segundo plano. El objeto de estudio, entonces, quedará recortado en el uso político del tema amoroso. Decimos: ese solo verso. Si no hay amor que no haya nada. Encuentro suficiente en esa frase para escribir un tratado sobre la existencia humana, y tocar buena parte de la filosofía occidental. Incluye dos palabras fundamentales para nuestra cultura como son “amor” y “nada”, articuladas por un condicional que le da gestualidad de silogismo. ¿Se trata de un axioma? Más bien, entiendo, de una expresión de deseo. Deseo, pasión, amor. Y también un mecanismo de recompensa. En la cola de los que hacen política hay que pagar con amor. Si no lo tenemos, no obtendremos recompensa alguna. ¿La comunidad organizada, utopía solo para los amantes? ¿Y si esa potencia no se consustancia? ¿Qué nos queda? Entregarnos, resignados, poco heroicos, perecederos, a esa Das Nichts de la que hablaba Heidegger. Peligrosa propuesta entendiendo que La Cámpora toma su nombre de un cuadro político que hizo de la lealtad su insignia mayor. ¿Estamos en territorio de imperativos categóricos, de imposiciones? La famosa capacidad de negociación del peronismo no corre. Sin entrar, por complejo, en el terreno de la calidad —¿de qué tipo de amor, para qué, para quién, y cuánto? — me limito a insistir y recordar que todos hemos sido miserables, y que el amor parece eterno solamente cuando está, muchas veces imposible cuando no. Medida de todas las cosas, darlo y recibirlo constituyen la máxima aspiración humana, pero muchas más veces de las que estamos dispuestos a admitir la dieta de la vida se hace con el rejunte de otros sentimientos.
Hace años, Jorge Asís, en ese momento candidato a jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, decía que si salía electo, los porteños iban a hacer más el amor. La aseveración oculta que la vida de los porteños podría contemplar alguna necesidad. Pero también, trascendiendo la picardía, ¿quién no necesita o desea más amor del que tiene? Los contraejemplos abundan: “Too much love will kill you” cantaba Freddy Mercury pero su voz no esmerila la propuesta democratizante e inclusiva de Asís. Habrá más para todos. Sin condiciones. Por contraste, “Si no hay amor que no haya nada” como consigna política, suena excluyen, digna de una vanguardia iluminada, que sondea los potenciales y las carencias, y se sabe poseedor de lo que pide.
La frase, sin embargo, no solo excluye, sino que también invita a la otra pasión, la contra pasión, fomentando el desarrollo aguerrido de aquellos que no pueden, no se permiten, apasionarte. ¿Quienes son? Son los utilitaristas, los insensibles, los caretas, los gorilas. Antes llamado pequeño burgués, también clase media, sujeto reactivo, mil veces estudiado, poco comprendido, mutante por naturaleza. Roberto Arlt dijo, exagerando: el que cuenta dinero no puede contar otra cosa. Las historias, las narraciones, esa mercancía sensual, queda entonces para la voluptuosa entrega de los marginales, los desposeídos. El artista romántico es arbitrario, intuitivo, camina sin saber, explorando. El burgués calcula, usa su razón, gana. Por eso este último no sabe de pasión: si le surge, la reprime. Ahora bien, en esa tierra de la moderación hace frío. Y el ser humano necesita causas. Nadie es impermeable a ese llamado que parece antes del cuerpo que de la mente. ¿Y entonces? Entonces el gorila se apasiona en contra. No me voy del guión. La pasión está, así, dividida y en las últimas elecciones se vio ese voto en contra. Es más fue decisivo. La pasión de estar en contra de la pasión. Repito el razonamiento en un epigrama: no puedo ser pasional por mí mismo, pero puedo apasionarme en contra de los que me insultan, me excluyen y me degradan con su pasión. Estamos, otra vez, frente a los pliegues del deseo, el amor y la nada.
Vuelvo y termino. La tradición del peronismo siempre fue la inclusión, con vistosos grupos que practicaron también la exclusión por el mecanismo aquí detallado de la pasión compulsiva. A estos últimos no les fue bien. Y si la inclusión siempre trae el peligro de la deformación identitaria, el peronismo jamás abandonó su vocación dialéctica. Es ahí donde se juega su permanencia, su continuidad, su valor./////