Desde el año 1900, cuando Konstantín Stanislavski puso por primera vez en escena Tío Vania –la obra dramática más destacada de Antón Chéjov- nunca hemos dejado de verla. No habíamos nacido, y ya podíamos adivinar el deterioro constante de la vida que entramó Chéjov en un acto de lucidez y previsión. No sabíamos lo que era el teatro, y ya éramos partícipes del rodar infinito de las diversas representaciones de ese texto. Ubicar la obra en su tiempo puede darnos alguna idea de la cantidad de agua que corrió bajo el puente. No son pocas las capas de sentido que se fueron sedimentando con la circulación de Tío Vania a lo largo del siglo XX. La pregunta es evidente, entonces. ¿Cómo leerla en 2016? ¿Qué esperar de una versión actual del viejo texto? ¿Qué nueva arista podría sorprendernos? O mejor dicho, ¿habrá algo para descubrir en el intento de actualizar un texto anacrónico y gastado de tanto circular? Todos recordamos más o menos bien la trama original de la obra. En una hacienda rusa conviven: Sonia, la hija de Serebriakov, el tío Vania y Teleguin, un amigo de la familia. En un primer movimiento ese equilibrio se rompe con la irrupción de los dueños de la tierra. El profesor Serebriakov y su segunda mujer, la joven Elena, se instalan por unos días en la hacienda, intentando residir allí y tomar la decisión final de vender la propiedad. Ella es hermosa y arrogante. La relación que entabla con la hija de su nuevo esposo no resulta apacible. En ese eje, Chéjov logra hace chocar la vida citadina con la tranquilidad del campo, los intereses disímiles de ambas mujeres, y sus modales y sus ropas, como sus propias contradicciones. Igual sucede con los hombres. Serebriakov no está satisfecho con la forma en que su familia está haciendo rendir el excedente de la hacienda. A partir de esta cuestión Vania y Serebriakov comenzarán a se cruzarse. Pero además del interés material, cierta “disputa lingüística” se hará eco con insistencia en la versión de Chéjov. Serebriakov es crítico de arte y el tío Vania siente cierta admiración por él. Esa es la razón que lo mueve a dedicar su vida a la causa de la hacienda. Durante años administra la finca de Serebriakov y envía a la ciudad una parte de las ganancias. Pero en este nuevo viaje, Vania cae en la cuenta de que el profesor es, en verdad, un pobre crítico sin lectores ni prestigio. La desolación de Vania está cimentada en ese gesto de desvelar una verdad oculta. De un momento a otro su descubrimiento deja expuesto que él también malgastó su vida en auxiliar a un cuñado que fracasó y que, además, ahora viene a reclamarle lo que es suyo. Estos desequilibrios repercuten en la salud de Serebriakov, que termina en manos del médico del pueblo y que introducen el siguiente giro del relato. Elena y Ástrov quedan prendados ante el primer encuentro, de modo que éste visitará la finca cada vez con más asiduidad y presenciará un cruce de deseos y expresiones amorosas que irá in-crescendo. A esta altura de la historia podríamos avanzar con el relato hasta que baja el telón y, de todos modos, no conseguiríamos spoilear el final. Sin embargo son otras cuestiones las que interesan.

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¿Qué hace Lumerman con todo esto? ¿De qué modo consigue el silencio y la atención atenta del público durante dos temporadas a sala llena? Su logro, más allá de hacer lucir a los actores -para quienes escribe los roles a medida- está en la observación.

¿Qué hace Lumerman con todo esto? ¿De qué modo consigue el silencio y la atención atenta del público durante dos temporadas a sala llena? Su logro, más allá de hacer lucir a los actores -para quienes escribe los roles a medida- está en la observación. El amor es un bien es la reescritura de Tío Vania en clave siglo XXI. Sus diálogos no pierden el hilo con la trama original, y sin embargo ni una línea suena en la misma nota. Los espacios cambian, los hábitos y los consumos cambian, los rasgos de los personajes se entrecruzan, las formas amatorias se renuevan, pero el drama humano, siempre, es el mismo. Lumerman elige tematizar la codicia, el fracaso, el deterioro de las relaciones, hace chocar intereses individuales con intereses colectivos, incluso se da el lujo de bajar línea ideológica con sutileza y con cuidado. Pero jamás pierde de vista que lo que intenta proyectar es la naturaleza humana. Y el espectador puede concentrarse en la trama e involucrarse a nivel de la historia, hacer foco en la brutal referencia a Chéjov, e incluso relacionar versiones mientras ve esta nueva -sucediendo en un hostel de Carmen de Patagones- porque todo el resto del mecanismo funciona en armonía y articuladamente. Las actuaciones se despliegan a un ritmo ideal. Nada desentona, nada escapa al orden general de la historia, nada se sobreactúa y nada se sobre-promete. Esos rasgos ya son huella en la obra de Lumerman. Quiero decir, no es la primera vez que lo vemos. Uno puede rastrearlos en Los hermanos Moretti o en En tus últimas noches, por nombrar alguna de sus obras. La voz tenue comienza a subir, una voz se monta sobre la otra de manera coral, los cuerpos se movilizan en el sentido de las voces, guiados por ellas, en función de ellas, y de pronto todo confluye en un único grito general que vuelve el bullicio a la calma. No sobran palabras en la versión de Lumerman. Sus diálogos son actuales, despojados, igual que la escena, limpia, de un montaje austero y ágil, que permite la circulación de los personajes en todos los sentidos del espacio. Pero además, cuando el relato así lo exige, algo desentona, se vuelve disonante, y el ritmo de la escena se rompe para exasperar al espectador. Vania no se alcoholiza, pero se droga. Elena no provoca el amor y el deseo de Ástrov (Pablo) sino el rechazo. Vania no se deprime sino que se ríe, cuenta chistes, toca la guitarra. Hay algo del orden de la transgresión que dinamiza la escena y da un aire actual y vigente a la obra, en el mejor de los sentidos. Son excelentes las actuaciones de Manuela Amosa, en el rol de Elena y de José Escobar como Vania, el primero en su versión homosexual. ¿Alguien tomo nota de este dato? Por último una línea para la voz armónica y dulce de Rosario Varela, que una vez más, como ya se ha visto, agita la escena con su timbre angustiado y certero que atraviesa la cuarta pared y logra emocionar al espectador//////PACO

El amor es un bien / Dirección y dramaturgia: Francisco Lumerman / Intérpretes: Manuela Amosa, José Escobar, Diego Faturos, José María Marcos, Rosario Varela / Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez / Iluminación: Ricardo Sica / Asistencia de dirección: Ignacio Graciam /Producción ejecutiva: Zoilo Garcés / Sala: Moscú Teatro, Camargo 506 / Funciones: Sábados, a las 23 y domingos, a las 17.30 / Duración: 70 minutos.