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En los 90, tuve mi momento de obsesión con el aleph. Recuerdo que fue la primera palabra que tipeé cuando, en el Centro Charles Pompidou, accedí por primera vez a una computadora con internet.

También recuerdo de esa misma época haber atendido un llamado telefónico tan solo levantando el tubo y diciendo:

—¿Qué es el aleph?

Del otro lado no hubo respuesta salvo el silencio.

—Aivars, sos el tipo más raro que conozco —dijeron finalmente del otro lado de la línea.

Me llamaba un argentino-israelí que había conocido alquilando, de a varios, un departamento en Hamburgo. Hacía tiempo que no nos veíamos —nunca me había llamado— y tan solo me quería contar que había finalmente encontrado trabajo en… Aleph Network, un canal de cultura judía.

Esa fue la primera y última vez que iba a atender el teléfono preguntando

QUÉ ES EL ALEPH.

¿Y qué es el aleph? ¿No es acaso lo único que importa, no digo solo en este asunto, sino en esta vida? El Aleph con mayúsculas es un cuento en el que Borges, tras beber el pseudocognac de un pseudopoeta, baja a un sótano que pronto será demolido, se acuesta (decúbito dorsal), fija su mirada sobre el escalón 19 (¿este número es también arbitrario?) y termina viendo el Aleph, una esfera de dos o tres cm en la que podía verse «todo», por ejemplo, todas las hormigas de la Tierra, desde todos los ángulos.

Borges1

Necesariamente, ese Borges beneficiado por infinitas visiones en simultáneo tuvo también que ver que su mujer del mundo real, en el futuro, le haría juicio a un escritor por engordar el cuento que anticipaba ese juicio.

En esta versión casi performativa del problema, Katchadjian termina yendo a la cárcel por culpa de la imaginación de Borges. Tan trivial es llevar a juicio a un escritor que uno inmediatamente lo relaciona con la literatura. Katchadjian pudo haber cometido, cuando menos, un error. Si hubiera escrito El aleph anoréxico, quitar palabras en vez de agregar, se hubiese podido ahorrar el contacto con mundos de bajo astral como el de los abogados. Ya lo dijo Shakespeare: «You want a better world? Kill all lawyers».

En El Aleph, el cuento, también conviven un abogado y una demanda por cien mil nacionales. Por abismales que sean los infinitos vislumbrados, las palabras que abren y cierran el relato se las lleva una mujer verdaderamente venerada: Beatriz Viterbo. Hay un poeta empalagoso hasta el absurdo que, como otra burla de los dioses bromistas, termina exitoso (recordemos que Paulo Coelho también escribió su El Aleph). Ya que el stock de burlas no puede quedar al margen de la infinitud, Carlos Daneri, el poeta ficticio más engolado de la historia, posee tanto los versos más insufribles como la joya que contiene todas las visiones del universo: el Aleph.

Posee la banalidad y la profundidad extremas al mismo tiempo.

Posee todo, pero en el final, Borges, agotado por tanta infinitud, desliza que el Aleph que le tocó ver era falso. Referencia otros alephs, mejores, de mayor validez, en otras geografías, épocas y circunstancias. Me inclinaría a pensar que los alephs están en todos lados burlándose de los que se atreven a mirar.

En esa visión, que prefiero no sea performativa, Pablo Katchadjian, desde su oscura celda, se dedica entonces a llevar la broma hasta sus últimas consecuencias. Engorda la totalidad de la obra de Borges —buscando ya una obesidad mórbida desproporcionadamente provocativa—, acumulando nuevos juicios y penas. No satisfecho, continúa con el engorde de todos los libros sobre los que no habría que intervenir, por ejemplo, los libros sagrados, la Biblia, el Corán y así se gana el oprobio absoluto y amenazas concretas de muerte.

Haga lo que se haga, la muerte llegará. La broma no puede ser otra cosa que infinita solo que no está claro quién se ríe de quién.///PACO