.

En el siglo XIX Freud podía afirmar que muerte y sexualidad eran dos motivos mal-ditos en el inconsciente, en la medida en que todavía no se había gestado el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control de nuestra época.

En efecto, el siglo XX testimonia del desarrollo creciente de la normatividad de la vida. Pensemos en nuestro país, ¿qué ocurriría si se aprueba el proyecto de ley que incluye el Viagra dentro del plan de prestaciones obligatorias de las obras sociales? Sería el comienzo de la vía por la cual cualquier hombre podría reclamar al Estado su erección y, por lo tanto, conformar el imperativo de goce del poscapitalismo más reciente que impone un ser-para-el-sexo como realización subjetiva primordial.

Lo mismo podríamos pensar respecto de la muerte, a partir de la sanción en abril de 2015 de la Ley Nacional de Prevención del Suicidio (Ley No. 27.130). Sin embargo, antes de formular algunas observaciones respecto de esta nueva situación normativa, podríamos preguntarnos: ¿qué estatuto tiene la vida para que surja un empuje legislativo semejante?

En principio, ciertas prácticas del control de la vida (y la muerte; como la eutanasia y el aborto) encuentran un desarrollo creciente en las sociedades de nuestro tiempo. No obstante, cabría plantear la inquietud, ¿de quién es la vida que se normativiza? Porque nadie podría desconocer que vivimos en un mundo que ha hecho de la vida un valor. Estar vivo es importante, a menos que eso comprometa la salud. O, mejor dicho, la vida vale en el marco de una economía de la salud. Lo demuestra cualquier publicidad que ofrece productos cuyos componentes ignoramos, pero que sirven para aumentar defensas, prevenir estados, fortalecer los huesos, etc.

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa en este contexto la práctica de quitarse la vida? No tendría sentido argumentar aquí en función de que haya culturas que ejerciten este tipo de actos. Mucho más importante es pensar en qué medida esta coyuntura puede ser un acto consumado. Porque, en primer lugar, cuando acontece la noticia de un suicidio la reacción inmediata consiste en sancionar que algo anduvo mal. Se trató de una decisión “alienada”, dice pronto algún profesional “psi” al que se llama para dar explicaciones; pero, ¿qué tipo de teoría de la acción supone este tipo consideraciones? Acaso, ¿podríamos olvidar que fue también el pasaje del siglo XIX al XX el que consolidó una apropiación psicopatológica del sujeto que recurrió a un terminología moral (en lo fundamental, voluntarista) como dispositivo de captura de la vida social?

Pensemos en un “suicidio ejemplar” ­–para utilizar una expresión de E. Vila-Matas–, el de G. Deleuze. Sería vano interpretar este incidente como un caso de voluntad afiebrada. Para los conocedores de la filosofía deleuziana, quizá podría no haber habido nada más vital (y consecuente con un pensamiento que se quería creativo). Sin embargo, ¿no es el hecho de que no podamos realizar un acto de empatía lo que más nos inquieta del suicidio? ¿No es esta decepción la que obliga a tener a mano una “teoría” explicativa?

La historia de la filosofía es una sucesión de suicidios, entre ellos, el primero, el de Sócrates. Perder la vida podría no ser algo ignominioso. En el contexto de la cultura griega ya lo decía Sófocles: “El que sigue apegado a la vida en la desgracia o es un cobarde o un estúpido”. Y, por cierto, el intento de apropiación de la vida por parte del Estado no es algo novedoso. Ya lo decía Platón en su República: “Las personas enfermas no deben vivir y en ningún caso tener hijos; Asclepio ha enseñado la medicina para los casos en que hay que luchar contra una enfermedad aguda, pero nunca se propuso mantener en una vida larga y penosa mediante prolijos cuidados y ayudas un cuerpo internamente dañado y cuyos hijos habrán de ser lo mismo; a un enfermo así no hay que tratarlo médicamente, pues ni para él ni para el Estado es de utilidad alguna […] aunque fuera más rico que Midas”. Cuando la vida ya no sirve… pero toda utilidad supone un fin exterior. Por eso, volvamos a nuestro contexto, ¿qué particularidad tiene el interés de que haya una ley de prevención del suicidio?

Ya no vivimos en la época de la muerte romántica. Hoy en día al joven Werther se lo internaría en una clínica por un año, con un riguroso plan de medicación y supervisión ambulatoria de frecuencia semanal (dos veces). Asimismo, todavía pesa sobre nosotros el diagnóstico realizado por David Hume en su célebre ensayo “Del suicidio”: es el temor y la culpa lo que no nos permitiría contar con la disposición de nuestra propia vida. Incluso cuando la religión habría perdido su lugar rector en el capitalismo… la religiosidad sigue vigente, ahora con nombres laicos y seculares. Dios no está muerto, tampoco vive en la ciencia, sino que regresó al mundo en el punto de claudicación del último bastión de la modernidad: la promesa y el fracaso de una vida segura. La nuestra es la época de los responsables, en la medida en que la pluralización de los traumas requiere su correspondiente prevención y alguna ley que permita oficializar la contingencia con un reclamo.

Por eso una normativa como la sancionada puede ser criticada, sin recaer en ningún heroísmo o apología. Cuando la posibilidad de que una anoréxica sea calificada como eventualmente suicida y, en función de esa circunstancia, quede atrapada en una distribución clasificatoria (que, a diferencia de la propuesta por Durkheim en El suicidio, penetra en la reglamentación de la conciencia), no podemos menos que preocuparnos. La prevención se vuelve persecutoria. Vemos surgir los peores fantasmas del ideal lombrosiano. Nuestra época adora los perfiles: el del macho golpeador, ahora también el del “potencial suicida”. Nadie notaría en esta última expresión la última destitución del acto que el suicidio podría suponer. Todas las conductas se han vuelto típicas.

Hoy en día, el suicidio perdió su capacidad de interpelación. Ya no se lo distingue de la autoagresión. Ha dejado de ser un acto fundamental, un invariante antropológico. Las palabras de Plinio nos parecerían privadas de sabiduría: “Dios, aun cuando quisiera, no podría darse muerte y ejercitar ese privilegio que concedió al hombre en medio de tantos sufrimientos de la vida”. Un acto distingue al hombre de los animales, la capacidad de jugar. Otro lo hace más fuerte que Dios: la posibilidad de darse muerte. Esta potencia infinita ya no nos asusta.///PACO