Cuando a mis dieciséis años, con mi mamá, en el verano más triste y complicado de mi adolescencia, muy Bart Simpson, golpeamos la puerta del Colegio del Pacífico, no tenía idea de que el fundador y coordinador general de la institución era Ariel Garbarz. Me habían echado de la ORT al terminar tercer año, había pasado los otros dos cursos anteriores del secundario en el Paideia y ningún lugar me aceptaba, todos me decían que no convenía incluir gente nueva o que no podría adaptarme o que no tenía los conocimientos indicados para entrar a estudiar con otros alumnos mejor preparados que yo… nadie me quería, excepto el Colegio del Pacífico. Ahí no tenían la posibilidad de ser exquisitos con quién entraba: estaban obligados a aceptar a todos los que fueran, a darle la bienvenida a cualquiera, a recibir contentos y entusiasmados a cualquier alumno problemático que tuviera atrás a unos padres con plata para pagar la cuota. Si seguían teniendo tan pocos alumnos, iban a tener que empezar a pensar en cerrar.

Nadie me quería. Excepto el Colegio del Pacífico: ahí no tenían la posibilidad de ser exquisitos con quién entraba.

A nadie más que a mí le importaría todo eso si el dueño de ese secundario al que fui no fuese ahora, mucho tiempo después, una persona más o menos reconocida en las redes sociales y los medios de comunicación. Primero lo vi aparecer con el caso Maldonado, afirmando algo tenía que ver con el celular de Santiago. Después, otra vez, me lo encontré retwitteado en las redes, hablando sobre las baterías del submarino ARA San Juan. Veía que todos se referían a él como ingeniero, experto en telecomunicaciones, investigador de la UTN y demás. ¿Yo era el único que sabía que era el dueño de un colegio? ¿O los periodistas prefieren callarse el dato que aparece googleando poco y nada? Esperando en un consultorio, encontré una entrevista a un tal D.T Max, experto en sacar retratos periodísticos, que aseguraba que el mejor perfil periodístico puede construirse con los testimonios menos predecibles, con las salidas ilógicas, los caminos intrincados. Entonces, tal vez, ay, mamita querida, tengo algo para decir sobre Ariel Garbarz.

Primero lo vi en el caso Maldonado, afirmando algo tenía que ver con el celular de Santiago; y después, otra vez, me lo encontré retwitteado en las redes, hablando sobre las baterías del ARA San Juan.

Ahora, a la distancia, me lo imagino al perito tecnológico Garbarz, al que salió en el programa de Mauro Viale diciendo que la computadora del fiscal Nisman estaba mal formateada (y podían recuperarse documentos valiosos), mirando lo que pasaba desde unos televisores que filmaban todos los rincones de la institución, escuchando con micrófonos secretos qué pasaba en los pasillos, ideando sistemas complicados con los que atraer alumnos interesados en su secundario. Se supone que era él quien estaba por arriba de los directores y los profesores, pero yo, durante mi estadía en el colegio, nunca le hablé. Lo vi pasar cientos de veces; si no me acuerdo mal, era muy de usar remeras de mangas largas negras y esos jeans color azul clásico. Siempre iba muy afeitado y tenía el pelo canoso y corto; era omnipresente en el edificio, volaba a nuestro alrededor mientras nosotros teníamos clases en aulas destruidas. Tal vez daba instrucciones a distancia, les sugería a los profesores qué contenidos dar y de qué forma, pero yo con él, con mi cara y mi boca, nunca me relacioné. Jamás.

Antes de mi entrada triunfal el Colegio del Pacífico era una escuela especializada en tecnología que pretendía educar a los programadores argentinos del siglo XXI. Sí, algo muy Nivel X, muy revista PC User.

Debería reconocer que llegué en un momento bisagra del colegio. Antes de mi entrada triunfal, era una escuela especializada en tecnología que pretendía educar a los programadores argentinos del siglo XXI. Sí, algo muy Nivel X, muy revista PC User (“la computación que entienden todos”, sigue siendo el eslogan de la revista). Después de mi egreso el Colegio del Pacífico pasó a llamarse Palermo Sounder y transformarse en, como dice el sitio web, «el primer colegio especializado en música rock y pop». Entonces, ¿qué era cuando yo hice mi cuarto y quinto año? ¿Bachiller tecnológico o bachiller rockero/popero? ¿O algo en el medio, que en realidad no era nada? Es entendible, la institución se adaptaba a los cambios, a lo que pedían los padres con chicos a los que educar. Garbarz y sus secuaces se encerraban en las oficinas a hacer análisis de marketing y a dictaminar qué era lo que se necesitaba en ese preciso momento. Comprendo, cuando se pasa de una cosa a la otra, que era un tiempo en el que lo que estaba cambiando también era confuso y medio deforme, y yo, oh casualidad, llegué justo cuando el secundario era un rejunte de adolescentes expulsados y rechazados. En la página de Facebook del Palermo Sounder puede verse un video institucional, hecho por el flamante sommelier de café Nicolás Artuzi, en el que los chicos confiesan que antes de ingresar eran víctimas del bullying y ahora, en la versión argentina de la School Of Rock de Jack Black, por fin encontraron un lugar donde los entienden y los aceptan.

Garbarz y sus secuaces se encerraban en las oficinas a hacer análisis de marketing y a dictaminar qué era lo que se necesitaba en ese preciso momento.

Ahora sí, voy a contarles cómo era el ex Colegio del Pacifico. No llegábamos a la treintena de alumnos. No existía tercer año, se había extinguido. Las pocas veces que izábamos la bandera nos reíamos al ver que la fila de segundo año estaba pegada a la de cuarto. Decíamos que los de tercero estaban pero eran invisibles, que habían pasado a la categoría de espíritus. En el patio teníamos un cenicero y fumábamos en todos los recreos. ¿Cuántos pueden afirmar haber fumado porrito en la misma aula en la que quince minutos después tenían clases de filosofía? ¿Qué adolescente es sacado de clase de historia para actuar en un video institucional de la primera escuela rockera de la Argentina? En un momento nos confiscaron el cenicero y como no sabíamos qué hacer en los recreos, empezamos a tirarle estrellitas ninja a una puerta de madera humedecida. Después encontraron la puerta destrozada y el castigo fue destapar un desagüe, caminando por un peligroso techo enchapado. Así era el colegio que gestionaba Garbarz: los alumnos que pagaban la cuota (mensual, si mal no recuerdo) y pasaban a hacer tareas de mantenimiento. Él, mientras tanto, hacía trabajar a sus empleados, programadores expertos, en las aulas de «tecnología». Nosotros, los cinco estudiantes pertenecientes a quinto año, lo veíamos mucho a Ariel en el laboratorio de computación porque, al haber roto una ventana de nuestro lugar de estudio, nos quedamos sin lugar donde tener clases y nos mandaron ahí. ¿Y qué pasaba si uno de los cursos inferiores tenía que investigar algo en las computadoras del colegio? Fácil, nosotros pasábamos a tener clase en el aula de ellos. Así de sencillo se resolvía todo en el colegio privado con menos alumnos de la capital, que por momentos parecía ser la máscara que ocultaba la oficina privada (¿o el laboratorio de científico loco?) de ya sabemos quién.

Si ven que insisto y me escuchan, se les activa el cholulismo, el oportunismo, y terminan rogando que diga cómo era Garbarz.

Cuando cuento que fui a un secundario que pertenece al ingeniero que muchos retwittean, todos me miran como si estuviera queriendo robar protagonismo. Si ven que insisto y me escuchan, se les activa el cholulismo, el oportunismo, y terminan rogando que diga cómo era Garbarz; lo piden con el celular en la mano y el Twitter listo para ganar algún que otro seguidor. Yo me pongo a hablar de mi compañero bailarín en Rebelde Way que faltó un mes a clase porque estaba de gira en Israel; del director evangelista que me amenazó con enseñarme el himno nacional a la fuerza; de que no tuvimos ni entrega de títulos ni fiesta de egresados ni viaje a Bariloche ni nada, terminamos y chau. Sigo, no puedo parar: desesperados por juntar plata, empezaron a alquilar el edificio para fiestas los fines de semana; lo alquilaban a otro secundario y, nosotros, alumnos del colegio, fuimos a tomar cerveza hasta morir en el patio del colegio. La profesora de inglés nos explicaba en clase que el nuevo nombre, “Palermo Sounder”, era un error grave, ya que “sounder” no quería decir nada que tuviera con ver con la música, era un término marítimo, algo muy distinto a lo que ellos pensaban. Se quedan congelados, yo sé que quieren saber de Ariel Garbarz y no les importa todo lo otro, sí, me hago desear, dejo que pregunten y recién ahí respondo: él era algo parecido a los fantasmas del colegio de Harry Potter, alguien que estaba y no estaba, que aparecía y no aparecía, escuchaba todo y sentías su aliento en la nuca, pero, al darte vuelta, no había nadie. Siempre termino con algo poco preciso (intencionalmente, doy datos que no pueden chequearse para que twittearlos sea arriesgado y estúpido), exagerado y pintoresco. Lo único que aprendí de él fue esa actitud fantasmagórica, ese existir sin existir, influir sin influir, estar sin estar, hablar y decir cosas importantes sin aparecer demasiado para que después no te acosen, no te vuelvan loco, te dejen tranquilo, y vos puedas tener un colegio con alumnos que pagan todos los meses a cambio de muy poco sin que nadie se entere/////PACO