En una carta de 1989 que Grant Morrison dirige a los lectores de Doom Patrol, la historieta que empieza a guionar después de que Paul Kuperberg, su escritor anterior, fuera despedido, el escocés deja en claro desde los primeros párrafos que su intención no es pasar desapercibido. Apoyándose en el registro de la sátira, que le permite reírse de los clichés y expandirlos hasta límites inéditos hasta ese momento, Morrison transforma por completo la historieta mainstream. En sus palabras, Doom Patrol cuenta la historia de “un grupo de superhéroes cuya característica común es ser discapacitados”, por lo que la carta, que también puede leerse como un manifiesto y como una maniobra publicitaria, y que se publica junto al número 19 de este cómic, marca el ingreso definitivo de Morrison al panteón de los escritores del universo de DC.

El retorno de los reprimidos

Morrison cuenta que no sólo nunca le había gustado la Doom Patrol, sino que apenas conocía algo de los personajes y sus historias, y recuerda que cuando era chico y la historieta empezaba a editarse, se moría de miedo al ver las tapas en los puestos de revistas, un miedo que se relacionaba con la intuición de estar ante algo prohibido porque, ¿quién sabía qué clase de maldiciones podían posarse sobre su tierna alma infantil si se atrevía a mirar entre esas hojas? Aquella misma fascinación, continúa Morrison en la carta, es la que treinta años más tarde lo llevaría a aceptar la propuesta de dirigir los destinos de estos aberrantes personajes.

Ahora bien, ¿qué es lo que distingue a la Doom Patrol de otros grupos típicos de superhéroes? ¿Cuáles son sus poderes y sus discapacidades? Para empezar, la “patrulla de condenados” está integrada por Cliff Steele, un robot neurótico construido con un cerebro trasplantado a un cuerpo mecánico; Rebis, una momia hermafrodita poseída por dos espíritus radioactivos; Crazy Jane, una mujer con sesenta y cuatro personalidades; y Dorothy, una nena cuyo superpoder es materializar sus fantasías inconscientes. Bajo la coordinación de El Jefe, la Doom Patrol se embarca en misiones demasiado irracionales para superhéroes convencionales como los de la Liga de la Justicia, y por eso es difícil imaginar a Superman protagonizando la trama de “Danny The Street”, en la que la patrulla sale en rescate de “una entidad sensible y travestida” que adopta la forma de una calle y que es secuestrada por dos facciones extraterrestres en guerra.  

La batalla por el sentido

¿Quién es Grant Morrison y a quiénes les habla? El escocés se encarga de demostrar que sus conocimientos en materia cultural no se limitan al mundo de los superhéroes, con lo cual toma distancia inmediata del estereotipo del nerd enajenado que sólo consume historietas. Y es cierto que, más allá de la maniobra intimidatoria, a lo largo de sus cuarenta y cuatro números de Doom Patrol lo que Morrison pone a desfilar es un caleidoscopio de referencias que denotan un mundo interior que no se limita a lo que uno esperaría cuando oye hablar de superhéroes. Ya sea que se trate de la catedral de La sagrada familia y el dadaísmo o la obra de Thomas De Quincey y la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, el diálogo permanente que Morrison establece entre la historieta como medio y como síntesis de su propio bagaje cultural le sirve para tejer un relato metaficcional, tan complejo como atrapante, alrededor de una tensión que, más allá de las páginas y la tinta, subyace entre los modelos que se disputaban la hegemonía cultural de su época  (un ejemplo de esto es “Going Underground”, la misión que lleva a la Doom Patrol a enfrentarse a las fantasías inconscientes de Crazy Jane, producto del recuerdo reprimido de la violación sufrida en su infancia por parte de su padre. Sólo cuando Jane logra hacer consciente lo inconsciente, es decir, cuando sus fantasías más oscuras y soterradas salen a la superficie y se integran a la narrativa de su biografía, derrota al demonio que enfrentan junto a Cliff).

Por otro lado, esta proliferación de referencias culturales refuerza lo mismo que el teórico Frederic Jameson remarcaría durante esos mismos años como una de las características definitivas de la posmodernidad: la tendencia a que sean nuestras representaciones de las cosas las que nos entusiasmen y exciten, y no necesariamente las cosas mismas. En este sentido, la pelea entre buenos y malos, en Doom Patrol, ya no se corresponde con la lucha por la supervivencia del planeta, como si fuera una trama cualquiera de Superman, sino con la lucha por imponerse en el mundo de las representaciones. Entonces, ¿quiénes se enfrentan a la “patrulla condenada” y qué ideas se despliegan en este nuevo campo de batalla? 

El fin del relato

Convencidos de la futilidad de nociones como la verdad, el bien o el mal, y atravesados por una euforia absurda y a veces superficial, personajes como Mr. Nobody, el villano sin rostro que enfrenta la Doom Patrol, funda la Hermandad del Mal (más tarde reconvertida en la Hermandad Dadá). Ante la imposición del fin de la historia y frente a la inescapable sensación de impotencia, su organización criminal intenta romper la aplastante monotonía de la vida mediante el máximo gesto de la absurdidad nihilista: el suicidio universal. Para Morrison, por lo tanto, los superhéroes tradicionales, o al menos el modo tradicional de escribir sobre ellos, están ya agotados en 1989: los verdaderos salvadores del mundo posmoderno no pueden ser otra cosa que sus hijos perfectos, las identidades fluctuantes, inestables y excéntricas en plena sintonía con una cultura de la imagen y una temporalidad de presentes puros e inconexos.

De hecho, la Doom Patrol consolida su refundación cuando el doctor Niles Caulder diagnostica que, ahora más que nunca, el mundo los necesita a ellos: los freaks, los marginados, los que están de vuelta. En “The Painting That Ate Paris”, por ejemplo, los protagonistas quedan atrapados dentro de una París espectral en una pintura que captura en su lienzo a todo lo que la rodea, confinando al objeto real al campo de la representación. Así que mientras Mr. Nobody busca la sumisión del mundo, la Doom Patrol camina por una ciudad fantasmal en busca de la ciudad auténtica. Como turistas deambulando a través de una sucesión de edulcorados walking tours en medio de la creciente gentrificación del espacio, la “patrulla condenada” surca de esta manera lo que no es más que una metáfora de lo que se consideraba que era la cultura en el apogeo de la era posmoderna: un simulacro sin salida.

Pero, si como dice Jameson, la “cultura” es aquello que se adhiere tanto a la piel de lo económico que apenas se puede separar y analizar en sí misma, ¿no sería algo insensato pensar en la Doom Patrol como una entidad cultural separada del negocio billonario que suponen los cómics y sus derivados? El mérito de Grant Morrison, en tal caso, es capturar el Zeitgeist de esa posmodernidad que lo rodeaba a la vez que, consciente de funcionar como un engranaje más dentro de la maquinaria de adicción a la imagen que impide todo sentido práctico del futuro (e incluso de un proyecto colectivo), traza la disputa desde uno de sus productos culturales más redituables y populares.

El poder de la duda

¿Qué respuestas encuentra Morrison ante el fin de la historia? ¿Y por qué treinta años más tarde, cuando ya nadie parece interesado en discutir la posmodernidad, su trabajo en Doom Patrol sigue siendo relevante? Puesto otra vez en los términos de un teórico de lo posmoderno como Jameson, la batalla entre la patrulla y Mr. Nobody es, también, la disputa entre dos formas particulares de la pauta cultural dominante en el capitalismo tardío. En otras palabras, el nihilismo se enfrenta con la búsqueda por la singularidad precisamente en los márgenes de la experiencia humana y entre las identidades disidentes. Pero si la prodigiosa expansión del capital multinacional coloniza enclaves como la naturaleza y el inconsciente, ¿no es acaso obsoleta la categoría de “identidad disidente”? Y entonces, ¿bajo qué reglas sería posible alcanzar una verdadera transgresión? 

Esta paradoja, sin dudas, afecta en su núcleo más profundo a la Doom Patrol. Al fin y al cabo, por debajo de cada una de sus identidades, los integrantes del equipo no hacen más que trabajar incansablemente para preservar el statu quo. En el número 44, “Voices”, Flex Mentallo y la patrulla desmantelan un ejército subterráneo de zombis criados en el Pentágono con la misión de “aniquilar todo resto de excentricidad e irracionalidad en el mundo”. Y para lograrlo, Flex usa su energía psíquica pero no para destruir el edificio de la CIA sino para curvar sus ángulos y convertirlo en un círculo, acaso la versión más amable y fluida en la arquitectura del sometimiento, como muestra hoy en la vida real la sede central de Apple Inc, el Apple Park.

Si aquello que nos define es la mediación disolvente del deseo, quizás entonces podamos encontrar en los personajes de Morrison y en sus batallas una advertencia respecto a los peligros de la superficialidad y el ocaso de los afectos, aquello que Alain Badiou llamó “la pasión por la vida inmediata”. La esencia original de Doom Patrol que Morrison propone rescatar, y que ya anuncia en su carta de 1989, tiene menos que ver con su estética visual que con el hecho de que estos superhéroes, a diferencia de casi todos los demás, dudan de sus verdaderos propósitos. Y por eso cuando la patrulla y Mr. Nobody se vuelven a enfrentar, esta vez en las calles de Venecia, Cliff no puede evitar hacerse una pregunta que, con temor y con temblor, cualquier sujeto sensible se hace al menos una vez: ¿y si mis enemigos tienen la razón? ¿Y si yo estoy completamente equivocado?////PACO