Arte


Dix y la belleza de la guerra


“Siempre fui conservador, ¡y de qué manera! Pintar para mí es un intento de crear orden, el arte es consignar”.


Esas palabras pertenecen a Otto Dix, uno de los pintores más revolucionarios de la primera mitad del siglo XX. Sus obras revelan una exploración constante por diversas técnicas que, a su vez, lo llevaron a pasar y resignificar varios estilos. Así y todo, no pudo escapar a las inevitables asociaciones entre nombres y movimientos, convirtiéndose en una referencia imprescindible cuando hablamos de expresionismo y post-expresionismo, lo que también se llamó Neue Sachlichkeit / Nueva Objetividad. Nacido en 1891, vivió en Gera, su ciudad natal, hasta cerca de sus veinte años, edad en la que se muda a Dresden para estudiar en la academia de artes y oficios. Sin embargo, no pasó mucho tiempo entre su llegada y el comienzo de La Gran Guerra y con 22 años, al igual que muchos otros artistas contemporáneos a él, no dudó en anotarse. Para ese momento su pintura ya daba claras muestras de talento con una proyección de excelencia, pero su momento creativo más alto estaba recién por comenzar.

“Necesitaba ir a la guerra. (…) Cuando estabas en primerísima línea, el miedo desaparecía. Todos estos acontecimientos yo necesitaba vivirlos. Tenía que vivir cómo de repente uno caía a mi lado y listo, se acabó todo para él porque una bala lo había atravesado de lleno. Yo deseaba vivir esa exactitud, lo deseaba. Necesitaba presenciarlo todo con mis propios ojos. Y es que soy un realista, tengo que presenciar en persona todos los abismos insondables de la vida. Por eso necesité vivir la guerra”.

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Nacido en 1891, vivió en Gera, su ciudad natal, hasta cerca de sus veinte años, edad en la que se muda a Dresden para estudiar en la academia de artes y oficios.

Fueron tres años los que Dix sirvió al ejército valiéndole esa experiencia una Cruz de Hierro y el rango de Vizefeldwebel. En agosto de 1918 recibió una herida grave en el cuello que lo tuvo por más de un mes internado y desde ahí, al ser dado de alta, regresó a Dresden para intentar continuar con sus estudios y su carrera, convirtiéndose varios años después  en profesor de la academia (función que ejerció hasta la llegada del nazismo). Durante la guerra mantuvo un diario en donde fue dibujando todo lo que veía alrededor a conciencia de convertir ese registro en un testimonio real, alimentando sus ambiciones y obsesiones artísticas.  

Yo parto de lo contemplado. El pintor tiene que partir de la aparición de lo vivo, está ahí para dar forma al mundo y mostrar que no sólo de pan vive el hombre.”

Es imposible no destacar de sus producciones la serie de cincuenta grabados que ven la luz en plena revisión alemana sobre lo acontecido. Promediaba la década del ’20 y se vendían millones de ejemplares de Krieg dem krieg / Guerra a la guerra de Ernst Friedrich, un libro de ciento ochenta fotografías tomadas por los propios soldados en donde se los ve a ellos con mutilaciones feroces, a un nivel que parece increíble que hayan sobrevivido y que, además, sean compartidos en una publicación que tenía la intención de promover la paz, de hecho, su autor, es el fundador del Museo Anti-Guerra. Por otro lado, Ernst Jünger, en esa misma época, editó varios libros de fotos (además de sus memorias como oficial) pero con la idea de eternizar el sentir patriótico. La irrupción de los grabados de Dix se desprende notoriamente de ambos, y lo que los distingue es la concentración del pintor en, ante todo, hacer arte y, luego, un arte superador al de Goya con las guerras españolas. Y sí, lo logra. Presentando nuevas perspectivas pictóricas para lo que son temas bélicos, Dix, nos obliga a estar en el ojo de la tormenta, en el ruido desordenado y apabullante de la guerra, un ruido colmado de muertes simbólicas, espirituales y, por supuesto, literales.  Apela a los primeros planos, a la cercanía con los hechos, no muestra panoramas si no situaciones y gestos de manera frontal, intima con los sucesos y con los protagonistas, intima con el horror presentando formas que nos permiten hasta percibir el olor y el polvo del acontecimiento. Lo imagino con un único pensamiento antes de cerrar los ojos cada una de esas noches en la trinchera, diciéndose que si él puso el cuerpo de tal manera para transformar el modo de registrar una guerra desde el arte, nos llevaría a todos con él, a sus visiones más tremendas. Más allá de ser clave la decisión de cómo realizar este registro, otra cuestión esencial es que elija el grabado como técnica, potenciándola con el uso anárquico de aguafuertes, aguatintas, punta seca y barniz de asfalto, saliéndose de las fórmulas habituales para poder darle protagonismo a las ondas expansivas y profundidad a las consecuencias físicas, patinando sobre lo realizado, generando piezas en la que el observante queda atrapado y en diálogo directo con las particularidades de la escena.

“La gente cree que me obsesiona pintar fealdad, pero el horror no es fealdad y yo todo lo que pinto es lo que recuerdo. Todo lo que he visto en mi vida es bello, por eso lo recuerdo, por eso lo pinto.”

La obra bélica de Otto Dix es la descomposición del mundo ante nuestros ojos, por eso también se interesa en pintar sobre el después de los hechos porque el mundo siguió. ¿Cómo viven esos hombres mutilados y las familias quebradas,  cómo trata ese mundo a las mujeres, las relaciones entre ambos sexos, cómo se relaciona él con colegas y sus musas, cómo goza esa generación, cómo se recuperan los paisajes y las locaciones destruidas, cómo se sobrevive a una economía apocalíptica? De esas preguntas es que surge La Nueva Objetividad apuntando a realizar retratos abiertos a los espacios, siendo tan protagonistas los personajes como los ambientes aunque dándole predominio de presencia a unos u otros, haciendo que se genere una fricción visual que delata cierta reparación, reconstrucción sobre ruinas físicas, emocionales y arquitectónicas, algo así como atormentados desatormentándose haciendo dueños del tiempo y espacio que les tocó vivir.

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La obra bélica de Otto Dix es la descomposición del mundo ante nuestros ojos, por eso también se interesa en pintar sobre el después de los hechos.

“Hace muchos años Max Liebermann me dijo: ‘Pinte usted mucho retrato. De todos modos todo lo que pintamos nosotros, los alemanes, es retrato.’(…) Todo buen retrato se basa en la contemplación. La esencia de cada persona se manifiesta en su apariencia; el exterior es la expresión del interior, es decir, exterior e interior son idénticos. Esto llega al punto de que hasta los pliegues de sus ropas, la postura de una persona, sus manos, sus orejas informan en el acto al pintor sobre el espíritu de su modelo; éstas últimas a menudo más que los ojos y la boca.

Llegando a la década del ’30 corona esos años fructíferos con la que puede reconocerse como su última obra cumbre, un tríptico al que denomina directamente y a secas La Guerra, y que resulta insólito para su estilo. Como en un cuento en el que se ve marcadísima la división introducción, nudo y desenlace, toma distancia y libera al espectador de ser parte para mostrar los hechos como nunca antes, de manera general y con una visión panorámica. Lo más interesante es que se puede ver en los detalles y en las sub-escenas del tríptico varias imágenes gemelas a las que creó años anteriores. Esta pintura podría verse como una pieza de antología, más aun para alguien que siempre se negó a explicar y a poner en discusión su obra. El detalle de La Guerra es la luz en el horizonte que sobresale del amanecer en un mundo de muertos. Durante el nazismo no pudo exponer, estuvo prisionero y fue uno de los artistas con más obras incautadas (se estima que 260, habiéndose destrozado más de la mitad luego de haber sido expuestas en el Museo de Arte Degenerado de Munich). Sobrevivió a la Alemania de Hitler pintando paisajes y retratos, alejado de la ciudad. Tras la caída y al regresar al circuito artístico sus cuadros, mayoritariamente, relataban el retiro que vivió y ese mundo que de nuevo se encontraba post guerra, por lo que más allá del reinicio, los fantasmas eran los de siempre.

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Lejos de ser inocente, lo bello incita a bajar la guardia y a comprender que no toda rendición es un partido perdido.

Si bien declaró que sus grandes maestros fueron Goethe, Max Klinger y Nietzsche, en los cánones de belleza y estética que maneja Dix se vislumbran los principios hegelianos. En la expresión del pintor “en el cuadro lo importante no son los objetos sino la manifestación personal del artista sobre los objetos” encontramos a Hegel diciéndonos que la imagen se subordina al pensamiento y que la belleza es la revelación de esa interioridad. Eso mismo también nos explica porqué la belleza nunca es liviana, jamás es olvidable, ni su paso por nosotros es casual o en vano, porque así como sabe a descubrimiento también implica un reflejo. Parafraseando a Lacan, hay belleza “en el nivel donde comienza a aparecer el dolor”, podemos desdramatizar hablando de incomodidad o interpelación pero la belleza siempre es fatal porque nos transforma y la metamorfosis agita toda armonía. A partir de ahí  vemos que lo bello tiene una longevidad que le marca el ritmo a nuestra propia finitud; a diferencia de “lo lindo” – que es descartable, olvidable, reemplazable, plástico – lo bello (nos) trasciende y, en perspectiva, opera sobre la memoria siendo, en más de una ocasión, un elemento fundacional. Nos exige y por eso nos excita, mostrándonos un estado superior de comprensión y goce y, consecuentemente, de salvajismo y vulnerabilidad.

Lejos de ser inocente, lo bello incita a bajar la guardia y a comprender que no toda rendición es un partido perdido, por el contrario, se logra la victoria en esa re-acción, más allá de lo obvia,  de “salir para entrar”, reconociendo que en el acto de irse también existe una implicancia del llegar. Podríamos dedicar notas enteras a la sensualidad del movimiento y la relación entre el goce y lo mortal pero ya hay demasiadas, aunque muchas dejan afuera referencias cliché como, por ejemplo, los franceses denominando “le petit mort” al orgasmo y lo posterior inmediato (y los cliché por algo son cliché, claro está). La belleza, entonces, como todo móvil de transformación, se hace notar en nuestro cuerpo siendo la piel la última línea de fuego con la que nuestros cambios más profundos se topan y se enfrentan, tomando esa estructura de carne que somos para poder revelarse. Tal vez por eso resulta insólito señalar que somos dueños de nuestro cuerpo y decidimos sobre él, cuando ni siquiera somos exploradores de nuestro inconsciente o bien, cuando decidimos ignorar que hay algo ahí alertándonos. Ergo, con el permiso de Barthes, percibimos la belleza “cuando el cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, y nuestros cuerpos no tienen las mismas ideas que nosotros”. Es en esa tensión que identificamos todas las bendiciones y fatalidades de lo que significa e implica la belleza, reconociendo que necesitamos de ese ruido/dolor/crueldad/ goce que trae consigo para que nuestra atención vaya hacia donde nunca habíamos ido. Y también está ahí la verdadera razón de porqué se busca, hace años, con reflexiones y/o ideologías ligeras, banalizarla pero a su vez conceptualizándola, equívocamente, como un valor moral, algo que no es ni será jamás. Afortunadamente//////////PACO