En nuestro país hay una disputa en torno al sistema de enjuiciamiento criminal federal. Es decir, una disputa sobre cuáles y cómo deben ser las reglas para investigar un delito y enjuiciar a la persona acusada de ese delito. De alguna manera, esta disputa es el eco de otra más grande que existe desde la Antigüedad entre dos modelos procesales antagónicos: el inquisitivo y el acusatorio. El acusatorio se nos presenta como novedoso, aunque eso es solo un espejismo del progreso. Este modelo rigió en Roma, Grecia y la Edad Media hasta el siglo XIII (bajo la forma del derecho germánico), cuando fue reemplazado por la Inquisición. El modelo inquisitorial, por su lado, comenzó a desaparecer a partir de la influencia de las ideas del Iluminismo, la Revolución Francesa de 1789 y la dominación napoleónica que posibilitó su expansión. Nació así un sistema mixto, o sea, un sistema inquisitivo, aunque morigerado. Hay una suerte de relación dialéctica entre la eficiencia para castigar los delitos y las garantías que protegen a los sujetos de las arbitrariedades estatales. Y los sistemas de enjuiciamiento criminal serán, entonces, el resultado de la síntesis de esas ideas contradictorias y, por ende, responderán a modelos procesales diferentes según cuál de las ideas tenga más fuerza.
No es difícil advertir, por lo tanto, la estrecha relación entre los valores sociales, culturales y políticos de una comunidad en un momento histórico determinado y su modelo procesal. Un estado autoritario, por ejemplo, adoptará un sistema de enjuiciamiento determinado, mientras que un estado democrático tendrá otro diferente. Así, los modelos procesales fueron clasificados en “inquisitivos” y “acusatorios”, con su variante mixta. El modelo inquisitivo se caracteriza por ser secreto, escrito, con jueces en los que superponen las funciones de investigar y decidir, por lo que la figura del fiscal es ornamental. En este modelo se privilegia la averiguación de la verdad material a través de la confesión del imputado. Por eso, en su versión originaria, se admitía la tortura como medio para tal fin. Es por esto que se ha dicho que “quien tiene al juez como fiscal, necesita a Dios como defensor”.
En oposición, el sistema acusatorio es oral, contradictorio, público, con una separación nítida entre el fiscal —acusador— y el juez. En un plano ideal, se dice que, además, el juicio debe ser por jurados populares. La característica principal de este modelo es la separación nítida de las funciones de investigar y decidir. Quien debe decidir el caso —el juez— es un tercero imparcial. La idea es que esta función la ejerza una persona que no tenga compromiso con lo ocurrido, lo cual se supone dudoso si quien debe reunir las pruebas para la acusación es el mismo que debe controlar la investigación. Esto significa que se desconfía de la autocrítica de los jueces, y es una desconfianza sabia. En este modelo, por último, la averiguación de la verdad no surge de un monólogo del juez con las pruebas, sino de la persuasión por la iniciativa probatoria y la dialéctica argumentativa entre la acusación y la defensa. De este modo, se arribará a la sentencia por vía de una síntesis.
Pero ¿por qué es importante que pensemos en el sistema de enjuiciamiento criminal? Porque forma parte de un gran tema: el funcionamiento del sistema de administración de justicia. Este es uno de los problemas pendientes desde la recuperación democrática en Argentina, ya que la sociedad tiene una confianza muy baja en el rol del Poder Judicial dentro del sistema democrático. La percepción general es que el servicio que brinda es de muy baja calidad: burocrático, lento, sobrecargado de trabajo, no respeta las garantías constitucionales, está alejado de la sociedad, carece de ética y las decisiones se toman más por las influencias de las partes que por las pruebas de cada caso. Este descrédito está bien ganado, aunque no es su responsabilidad exclusiva. Los otros poderes del Estado también prestan una colaboración decisiva para alcanzar ese logro, ya que no se cubren muchas de las vacantes del Poder Judicial —en las últimas décadas oscilaron entre el 20% y 30%—, por lo que abundan los jueces interinos permanentes y un presupuesto que se utiliza casi en su totalidad para pagar los salarios. Por supuesto, esto impacta directamente en injusticias cotidianas para los ciudadanos y sus necesidades inmediatas, en casos que van desde el tiempo que debe esperar un jubilado para que se resuelva un reclamo previsional hasta el que le corresponde a un trabajador a la espera de una indemnización por despido injustificado.
Desde otra perspectiva completamente distinta, alrededor del Poder Judicial se sostiene que hay una relación directa entre la seguridad jurídica y las inversiones de capital. Esta premisa nunca fue demostrada y su análisis se extiende más allá de los límites de este artículo. Pero basta decir por ahora que, en rigor, la falta de atractivo para las inversiones se debe, en todo caso, a la ausencia de políticas públicas adecuadas cuya implementación no corresponde al Poder Judicial, entre otras múltiples causas, y que el argumento de inseguridad jurídica esconde, con poco disimulo, el deseo de no afrontar el costo de los salarios. En todo caso, las críticas al funcionamiento del servicio de justicia se conjugan con otra preocupación social: la inseguridad. La solución propuesta —desde la academia y la política— para resolver esa inquietud es la reforma judicial, presentada como la condición necesaria para la consolidación de la democracia y el desarrollo sustentable. En el plano penal, esto implica un rediseño institucional integral y multidimensional. Todo eso se traduce en la reforma —aunque no exclusivamente— del Código Procesal Penal.
El movimiento de reforma procesal generó que, a partir de los años noventa, al sur del Río Bravo se adoptaran códigos procesales acusatorios. Nuestro país permaneció ajeno a ese influjo —a nivel federal, no así en las provincias— porque en 1991 se estableció el Código Procesal Penal de la Nación (CPPN), que responde al modelo mixto y aunque entonces se dijo que nacía viejo, debido a sus fuentes de principios de aquel siglo, significó un avance porque introdujo el juzgamiento oral y público. El CPPN se aplica para enjuiciar los delitos federales (narcotráfico, corrupción, evasión tributaria, contaminación ambiental, etc.) que se comentan en 20 de las provincias y en la Capital Federal. En esta última también se aplica para juzgar los delitos comunes más graves (robos, homicidios, abusos sexuales, etc.). Actualmente, el CPPN está en retirada. En diciembre de 2014 se sancionó la ley que estableció el código acusatorio que comenzaría a regir al año siguiente, pero durante el gobierno de Mauricio Macri se suspendió y se modificó su denominación a Código Procesal Penal Federal (CPPF), del que se dispuso que comenzara su implementación en las provincias de Salta y Jujuy (en el resto del país entraría en vigor de manera progresiva, aunque eso no ocurrió). Durante el gobierno de Alberto Fernández sucedió una curiosidad legislativa: algunos pocos artículos del CPPF entraron en vigor para todo el país. Y en mayo de 2024 se retomó la idea de una implementación regional progresiva, por lo que también entró en vigor en Santa Fe. Se espera que próximamente rija para Cuyo. Admito que es un berenjenal, pero sepa el lector que lo simplifiqué al extremo.
Desde el momento mismo en que se supo que ingresaba al Congreso el proyecto de reforma procesal, que incluía el nuevo CPPF junto con otras leyes de organización del sistema judicial, se oyeron voces críticas. Algunas son válidas porque, entre otros motivos, la reforma fue ofrecida como un paquete “llave en mano”. El modelo acusatorio es presentado —por la mayoría de la academia— como el arquetipo del proceso penal porque sus reglas permiten un juicio justo, eficiente y respetuoso de los derechos humanos. Cuando se identifica a un código procesal con ese modelo, prácticamente queda obturado el debate. Pero otras voces críticas, en cambio, no logran disimular que responden a una simple puja de poder entre los sectores del sistema judicial. Es el caso de un encumbrado fiscal al que se escuchó quejarse, en un evento público, porque con el CPPF “los jueces llegan a los juicios sin conocimiento del caso que van a juzgar y de las pruebas que van a producir las partes”. Precisamente, esa falta de contacto con el expediente es lo que garantiza la imparcialidad de los jueces, ya que es lo que en teoría impide “contaminarlos” con un conocimiento previo de las evidencias. Lo ideal es que los jueces no conozcan, antes de la audiencia, las evidencias que las partes les van a presentar. De esa manera, se reducen las chances de que tengan una opinión formada de antemano. ¿Cómo se logra esto? Con la eliminación del expediente en el que están las constancias escritas. También le molestó a este fiscal que lo jueces no puedan interrogar a los testigos. Los testigos son fuentes de información para el juicio, por eso es una carga del fiscal interrogarlos para obtener la información que debe presentar como evidencia contra el acusado. ¿Quizás este fiscal padece una crisis vocacional?
Igual de cauteloso es el dos veces doctorado Roberto Durrieu, quien también nos alerta sobre el excesivo poder que tendrán los fiscales federales gracias al CPPF (“Es la inconsistencia del sistema acusatorio, estúpido”, publicado en La Nación el 23 de mayo de 2024). Para probar su afirmación, el doctor Durrieu toma algunos institutos regulados en el CPPF, los conecta de una manera innovadora, para no decir errónea, y llega a conclusiones originales, para no decir disparatadas. Para esto, comienza por sostener que se encuentra restringido el derecho de las víctimas para ejercer el rol de parte querellante —acusador particular— en los delitos de narcotráfico y lavado de dinero por tratarse de delitos de interés público y no particular. Esto es incorrecto, porque los arts. 84 y 87 del CPPF lo garantizan expresamente: el querellante es una figura que le permite a una víctima intervenir en un proceso criminal para solicitar que se produzcan pruebas y acusar al presunto victimario. Esta figura solo se puede asumir cuando el juez lo autoriza, luego de verificar que se cumplan todos los requisitos. La clave está en si la persona que pretende ser querellante es una víctima, es decir, una persona “ofendida directamente por el delito”, o un familiar o representante de aquella cuando la víctima esté imposibilitada de hacerlo. El juez es el árbitro y, sin su permiso, el jugador no puede entrar a la cancha. La regla es, entonces, que solo será querellante la persona que sea víctima. Las excepciones son varias: en caso de fallecimiento de la víctima pueden querellar sus familiares directos; los socios están facultados a querellar por delitos que afecten a la sociedad de la que son parte; las ONG pueden querellar respecto de graves violaciones a los derechos humanos, siempre que sea el objeto de sus estatutos, y los pueblos originarios podrán querellar respecto de delitos que afecten sus derechos colectivos reconocidos constitucionalmente. Comparado con el régimen vigente, lejos de una restricción, parece una ampliación. Más allá de eso, ¿alguien conoce a algún ciudadano común con ganas, tiempo y dinero para querellar a una banda de narcotraficantes?
De esta premisa —la restricción para querellar—, el autor infiere que se incrementan las posibilidades de “excursiones de pesca”, “cazas de brujas” o de “sobornos o desviaciones inmorales del aparato fiscal acusador”. Cualquiera que lea esas expresiones —muy comunes en la jerga judicial— pensaría que la preocupación del doctor Durrieu es que los fiscales hagan de más. Las dos primeras metáforas están asociadas a actividades estatales persecutorias, no a hacer de menos. Sin embargo, su preocupación pasa por las facultades otorgadas a los fiscales para no avanzar en las investigaciones. Hasta ahora, los fiscales tienen la obligación legal de investigar todos los casos que reciben: desde una persona que intenta tomar un avión con un porro en su bolsillo, hasta una organización criminal que se dedica al lavado de dinero. ¿Es posible atender todos los casos de la misma manera? ¿Acaso no es deseable que los funcionarios hagan un uso eficiente de los recursos escasos que tienen asignados y se enfoquen en los casos más dañinos para la sociedad?
Tres son los ejemplos que menciona como consecuencias lamentables de aquellas facultades. El primero es una referencia a la expresión “si la intervención del imputado se estimara de menor relevancia”, contenida en el art. 31, inc. b, CPPF, que regula uno de los criterios de oportunidad. Hablamos de facultades legales otorgadas a los fiscales para no acusar a una persona que habría cometido un delito. Esta norma regula uno de los criterios de oportunidad y son facultades legales otorgadas a los fiscales para no acusar a un imputado. Lo que el doctor Durrieu sostiene es que el término “estimar” es ambiguo, “dando lugar a abusos de todo tipo y color”, y se pregunta: “¿Cómo hará el fiscal, al principio de una investigación, para concluir seriamente que tal o cual imputado por narcotráfico o contrabando de armas es un participe secundario y menor de la trama judicial denunciada?” Esta sagacidad le impidió ver la frase completa de la norma, que contiene una segunda condición, y que ambas están unidas por la conjunción “y”. Además del requisito de “menor relevancia”, este criterio de oportunidad solo puede aplicarse cuando la pena a imponer fuese de multa, inhabilitación o condena condicional. Esto quiere decir que no hay ambigüedad porque no es posible aplicar un criterio de oportunidad —prescindir de perseguir un delito— cuando se trate de delitos de gravedad, como los que preocupan al doctor Durrieu, ya que sus penas son privativas de la libertad.
El segundo ejemplo que da es que los fiscales “también podrán desestimar la acción penal o archivar, cuando el imputado ‘hubiera sufrido a consecuencia del hecho un daño físico o moral grave que tornara innecesaria y desproporcionada la aplicación de una pena’. Así, a la luz de esta amplia discrecionalidad, un fiscal federal podrá archivar un caso de fraude fiscal o lavado de dinero, a raíz del estado de depresión en el que decayó el empresario imputado. Un despropósito en favor de la impunidad que no merece mayores comentarios.” Esta crítica se dirige contra el art. 31, inc. c, CPPF. Se trata de lo que se denomina penal natural, es decir, la retribución natural que el propio autor sufre a consecuencia del hecho. Debe ser grave y de tal entidad que sea innecesaria y desproporcionada la sanción prevista para el delito cometido, y está pensada para los casos en los que el autor sufre una lesión grave como consecuencia de un delito. Por ejemplo, cuando alguien sufre la amputación de una mano cuando intenta cometer un hurto. Indudablemente, el ejemplo del doctor Durrieu es absurdo porque la depresión del lavador no posee estas características de gravedad.
El último ejemplo en el que incurre el doctor Durrieu es cuando se refiere a que “se habilitan acuerdos conciliatorios entre el fiscal, imputado y víctima (si la hubiera) en casos de ‘delitos de contenido patrimonial cometidos sin grave violencia contra las personas’. La vaguedad de esta frase hace posible que estos pactos judiciales de archivo incluyan delitos graves tales como los de contrabando de droga, lavado de dinero o asociaciones ilícitas expertas en soborno”. Acá la norma atacada es el art. 34, CPPF, que regula la conciliación entre el imputado y la víctima. Uno de los principios políticos que guían a este Código —y que constituye un giro copernicano— es entender al delito como un conflicto. Hasta ahora, el paradigma fue castigar el delito sin excepción alguna porque se lo consideraba una desobediencia al Estado. Pero la reforma impone a los operadores del sistema el deber de procurar resolver el conflicto que emerge del delito, adoptando las soluciones que sean más adecuadas para reestablecer la armonía entre sus protagonistas y la paz social (art. 22, CPPF). Por supuesto que esto no es a toda costa: el narcotráfico a gran escala, los homicidios, los robos violentos, la violencia de género, los delitos contra la integridad sexual, la discriminación y los delitos cometidos por funcionarios públicos, entre otros, no pueden solucionarse a través de la conciliación. Tampoco aquellos delitos que contradigan las obligaciones estatales asumidas en instrumentos internacionales o las instrucciones generales de política criminal que los fiscales están obligados a respetar.
Curiosamente, esto último lo omite el doctor Durrieu cuando nos alerta por el riesgo de los desvíos inmorales que tendrán los fiscales con esta legislación. Los integrantes del Ministerio Público Fiscal actúan de manera coordinada dentro de una estructura jerárquica cuya máxima autoridad es el Procurador General de la Nación, quien fija las metas a realizar en el ejercicio de la persecución penal (art. 120, CN). Para esto, dicta las instrucciones generales de política criminal, es decir, las directivas generales y obligatorias sobre cómo los fiscales deben actuar en los procesos criminales. De esa manera, hay instrucciones generales sobre diversos temas, como, por ejemplo, el acceso a la justicia, los grupos vulnerables, la protección de testigos y las directrices en la persecución de ciertos delitos específicos, como, por ejemplo, el narcotráfico. Claramente, la regulación dada por estas directrices reduce la posibilidad de discrecionalidad y arbitrariedad de los fiscales (se pueden consultar acá).
No quiero extenderme en el análisis normativo porque la crítica esconde otra cuestión, quizás la más fundamental de todas: ¿los fiscales son malos, corruptos y por eso debe haber siempre un querellante que los controle? Esa caracterización deja en evidencia la superficialidad de las ideas del doctor Durrieu. ¿Qué sucede en la actualidad con esas investigaciones que llevan adelante los jueces? ¿Acaso los fiscales son, por sí, más propensos a la corrupción que los jueces? ¿Es compatible con las garantías constitucionales que, además del fiscal, haya otra agencia estatal que actúe como parte acusadora en contra de un imputado? ¿Es compatible con el modelo de juicio por jurados anglosajón que se quiere imponer la figura del querellante? Son interrogantes que el doctor Durrieu deja sin respuestas. Pero es en sus omisiones donde encontramos sus motivaciones. Y la más llamativa es que en el modelo acusatorio los fiscales no toman decisiones definitivas sobre los casos, sino que les hacen propuestas a los jueces. Su tarea es proponer y la de los jueces es decidir. Para ser claro, si un fiscal quiere sobreseer o archivar un caso —por cualquiera de los motivos que permite la ley— una vez superado el control de su superior, se lo tiene que solicitar al juez. El imputado solo va a estar tranquilo cuando el juez dicte la resolución que acepte esa propuesta.
Con todo, el doctor Durrieu no es original en oponerse a un sistema de enjuiciamiento acusatorio. Forma parte de las esperables reacciones de contrarreforma. Como en toda disputa de poder, un movimiento enfrenta resistencias de aquellos sectores que serán afectados. Se espera que los jueces, con la nueva ley procesal, tengan que trabajar en audiencias orales y públicas. Esto eliminará (o reducirá) la delegación de funciones. En consecuencia, los jueces dejarán de tener a disposición ghostwriters que producen resoluciones que ellos solamente firman. También perderán el control cotidiano sobre los casos, pero esto es saludable para la calidad institucional: se evitarán así las mañas de algunos jueces que se acomodan según de dónde provengan los vientos políticos y que aplican cronoterapia a las causas. Los fiscales, a partir de la reforma, tendrán un plazo de 90 días para informar al imputado el hecho que se le atribuye y los elementos de prueba con los que cuenta. Además, la duración total del proceso no puede ser superior a tres años o seis si fuesen casos complejos. Esto es una mejora sensible frente al promedio de duración actual de las causas penales más complejas.
Es legítimo señalar aspectos mejorables del sistema procesal penal, ¿pero no es fundamental hacerlo desde una perspectiva informada? La existencia de un control judicial efectivo, la observancia de las obligaciones internacionales y el respeto a las garantías constitucionales son pilares que aseguran un proceso penal justo y transparente. Y el CPPF cumple con este estándar. Por lo tanto, es necesario rechazar inconsistencias donde no las hay. Lo que sí hay son reacciones de miedo, como las del doctor Durrieu, ante un cambio necesario/////////PACO