La paradoja de la creación a partir del uso de Big Data es que la información no devuelve, como creen las almas puras, eso que deseamos, sino eso que deseamos desear. Lo cual significa que toda la información de Netflix sobre el comportamiento de su audiencia, en un arco que va desde el margen de binge-watchingque supera el 70%‒ hasta la edad predominante entre 80 millones de espectadores en 190 países, no permite jerarquizar nada relevante a menos que las audiencias le otorguen relevancia (y eso es, precisamente, lo que convierte el proceso en uno de los más espectaculares eventos de “remundanización del saber desmundanizado”, dirían los filósofos). Lo importante, en todo caso, es que lo relevante para Netflix es únicamente lo que las audiencias de Netflix son capaces de reconocer como relevante, y la consecuencia lógica de ese proceso es que Netflix, por lo tanto, no puede saber (ni crear) en el futuro lo que le gusta a su público, pero sí puede registrar (y recrear) lo que ya le gustó en el pasado. Es por eso que diseñar series a partir del uso de Big Data implica trabajar sobre un fraccionamiento muy particular de los hábitos de consumo (experimentados a priori como recuerdos), y que la “nostalgia” (que no es más que la tristeza por el recuerdo de una dicha perdida) resulta el principal factor creativo. Aun así, el método que consiste en recopilar y analizar experiencias de consumo pasadas para mejorar su explotación futura es anterior a internet, y no se distingue demasiado, en esencia, de lo que sabe cualquier revendedor de basura en la Feria de Antigüedades de San Isidro o lo que cualquier vendedor de alfombras en Turquía conoce desde hace más de mil años: la clave sigue estando en el hecho de que el consumo nunca es en sí mismo una experiencia sino la versión fetichizada de una experiencia. O, puesto en otros términos, y como cualquier cazador de pokémones con más de quince años sabe: uno no compra (o descarga) una cosa; lo que compra (o descarga) es la sensación, el placer, el recuerdo, la aspiración, la satisfacción, la inclusión, el prestigio, la fantasía que rodea a la cosa (y por eso la cosa en sí no solo es irrelevante sino también inaccesible). En tal caso, es desde la versión algorítmica de ese procedimiento que da origen a Stranger Things ‒como antes se lo dio a House of Cards‒ que tiene sentido pensar en el valor y en el uso de la “nostalgia”, pero no bajo la forma obvia de un collage de alusiones a películas, canciones y peinados de un pasado determinado ‒que para Stranger Things es los años ochenta‒, sino como fuerza creativa dominante. Y ahí es, también, donde surge otra parte del problema. Porque, ¿es esa “nostalgia” un factor realmente creativo?

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El uso de Big Data no indica eso que deseamos, sino eso que deseamos desear. Netflix, por lo tanto, no puede saber (ni crear) lo que le gusta a su público, pero sí puede registrar (y recrear) lo que ya le gustó.

Para los fabricantes de papel higiénico en Kimberly-Clark, por ejemplo, la “suavidad”, el “confort” y el “rendimiento” no solo dan forma narrativa a la experiencia de consumo de su producto ‒ahí están los “recuerdos” que emergen de los focus group, la manera como se codifica una “nostalgia” relacionada a limpiarse el culo‒; también resuelven la cuestión del diseño. Pero el problema es más atractivo cuando lo que se diseña son bienes para la industria cultural bajo los mismos principios con los que se diseña papel higiénico. Si crear a partir de algoritmos que jerarquizan los principales hábitos de consumo de una audiencia significa crear a partir de un recorte drástico de la libertad creativa ‒un recorte que elimina lo espontáneo y que prohíbe la improvisación‒, no es casual que esos productos terminen funcionando exactamente igual que Match.com (y, por supuesto, es innecesario añadir que un amor “científico”, “mensurable”, “sin riesgos”, no es amor sino en su versión más casta y pura, las migajas tristes de la nostalgia del amor, una experiencia sin acontecimiento, diría Alain Badiou). Por su lado, con su mezcla atmosférica de The X-Files y The Goonies, con sus escenografías de Twin Peaks y ET, con los terrores infantiles de IT y Carrie y con la música de The Knick, la nube algorítmica a partir de la cual emerge Stranger Things no solo demuestra que Netflix trabaja hoy de la misma manera que cualquier online dating service, dando a sus clientes lo único que sus clientes ya tuvieron. Lo que Stranger Things realmente demuestra ‒y esto es más atractivo‒ es que Netflix es capaz de colocar sus productos, gracias al éxito calculado del binge-watching, con la misma disposición que Kimberly-Clark coloca el suyo. Por eso cualquiera que no vea dos o tres capítulos seguidos de Stranger Things es incapaz de recordar de qué se trata, igual que cualquiera que los haya visto todos se los va a olvidar apenas unas horas después (para experimentar, a lo sumo, cierta “nostalgia por la nostalgia”). Pero si la “nostalgia” estética de Stranger Things funciona como una máscara de la lógica “nostálgica” del Big Data, ¿dónde están los hilos que unen ambas partes?

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Sería fácil remarcar algunas diferencias entre los ochenta tal como fueron y tal como los representa Stranger Things, y describir cómo y por qué, a través de lo que esa representación omite y enfatiza, lo que vemos es el más puro 2016.

Para esto sería fácil remarcar algunas diferencias entre, por un lado, los ochenta tal como fueron históricamente y, por otro, los ochenta tal como aparecen en Stranger Things, y describir cómo y por qué, a través de lo que esa representación omite y enfatiza, lo que vemos no es más que el más puro universo simbólico de 2016 (eso es lo que, a propósito de ciertas cuestiones vinculadas a lo patriarcal, pasa también en Terminator: Genisys). En ese sentido, la figura de Winona Ryder ‒basta verle la cara‒ condensa bien la inefable dimensión traumática entre el pasado y el presente. De hecho, sobre la demografía de los usuarios de Netflix en todo el mundo se podría recorrer el camino inverso e intuir, a partir de una interpretación rápida de Stranger Things, y sin la ayuda de ningún algoritmo, quiénes son sus principales espectadores. Veamos: hay un universo social plenamente infantilizado e infantil en el que los vectores morales del bien y el mal siempre son equidistantes y relativos. Hay una heroína defraudada por una figura paterna y que renuncia a todo rasgo distintivo de feminidad. Hay una madre divorciada, voluntariosa, trabajadora y retirada de la vida sexual que solo puede expresarse a los gritos y castra a sus hijos mientras acusa, humilla y repele a todos los hombres a su alrededor (y esos hombres se lo merecen, por supuesto). Hay un gobierno anticuado e incapaz de gestionar sus conflictos de manera eficiente y humanitaria. Hay un policía que, además de ser un padre fallido y culposo, e incapaz de experimentar ningún deseo libidinal, solo puede restituir la justicia a partir de una red minúscula de sentimentalismos egoístas (mediante los cuales se aleja, también, de su inerte rol como agente del estado). Por lo demás, Stranger Things no es otra cosa que la versión políticamente correcta de IT, la novela de Stephen King: su asunto es la sexualidad infantil y el trauma del abuso (la figura clave es Mr. Clarke, el profesor que se encierra a solas con los chicos en la escuela y que prefiere hablar por teléfono con ellos antes que acostarse con una mujer, y eso que escupe Will en el baño de su casa, cuando todo parece haber vuelto a la “normalidad”, el signo traumático de un recuerdo sexual reprimido). Pero la cuestión no es el temario de Stranger Things ni los pormenores de su estetización de la sexualidad. Lo interesante, en realidad, es preguntarse una vez más sobre el vínculo profundo entre los años ochenta y Stranger Things. Y ahí es donde, diseñada a partir del rango etario de su audiencia más rentable ‒un volumen que solo en EE.UU. absorbe el 35.2% del caudal total de streaming en internet‒, la nostalgia más evidente de Stranger Things opera exactamente igual que la “realidad aumentada” de Pokémon GO.

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Diseñada a partir del rango etario de la audiencia más rentable de Netflix, ¿la “nostalgia” de Stranger Things no funciona igual que la “realidad aumentada” de Pokémon GO?

Y esto pasa porque, diseminada en cada escena, la música de los años ochenta y las alusiones a Tom Cruise, He-Man y los cassettes, los juegos de rol, los walkie-talkies y el póster de Jaws, e incluso el desierto histriónico de Matthew Modine, por no mencionar los cortes de pelo, las hombreras y todo lo demás, provoca entre los millennials que la consumen esa misma “vida ejercitante” que aparece como contemplativa sin renunciar a rasgos de actividad, y como activa sin perder por ello la perspectiva contemplativa. Una “vida ejercitante” cuya versión religiosa más moderna (o forma de culto de ilusión colectiva) es el narcisismo. ¿Por qué Stranger Things, entonces, se ambienta en los años ochenta? Porque es la década de mayor valor sentimental ‒la más “nostálgica”‒ para el segmento más rentable y dinámico de las audiencias de Netflix. Y ese es apenas uno de los datos recabados a través de Big Data que transformó a Stranger Things, entre el 17 y el 23 de julio de 2016, en “el programa digital de mayor demanda en internet”. Es por eso que Stranger Things no dispone de los años ochenta del siglo XX como se dispone de un elemento creativo cualquiera. Los años ochenta del siglo XX no son una opción, son un parámetro algorítmico definido, un requisito de reconocimiento obligatorio, un escenario sentimental diseñado para la “nostalgia” de una generación concreta, un espejo hecho de signos que representan (y complacen a través de esa representación) el reflejo de los recuerdos de una clientela perfectamente estudiada. Y es por eso, también, que ese collage a medio camino entre los universos de Stephen King y Steven Spielberg, todos esos guiños y homenajes y alusiones de Stranger Things, no constituyan “lo nostálgico” en sí del programa, sino que sean la cáscara práctica de algo más simple y profundo: la necesidad de satisfacer las expectativas de un segmento específico de identidades. De ahí que el Big Data no devuelva lo que deseamos pero sí devuelva lo que deseamos desear. ¿Pero no es esa insistente gratificación narcisista de los treintañeros frente a sus pantallas en Netflix, sumergiéndose con alegría en su propia “nostalgia del pasado” (mientras señalan “haber participado de esa época”, “haber escuchado esa música”, haber visto armarios enteros “con esa misma ropa”) semejante al “entusiasmo” de los púberes que perciben y reconocen a través de sus propias pantallas a los pokémones que le añaden a la aburrida realidad adulta un suplemento de salvación propia a través del ocio? La lección elemental, en tal caso, es que no hay una generación menos dependiente de sus fantasías que otra, y que la negación mutua de esas fantasías no solo es mala para los negocios de Netflix y Niantic, Inc., sino que solo puede provocar escenas muy tristes de pura realidad. Por eso una persona de cuarenta años cazando pokémones entre chicos en una plaza hoy es tan siniestro como el payaso Pennywise en los años ochenta, y por eso Stranger Things sigue diciendo algo cuando anuncia que hasta los algoritmos saben que los adultos no deben jugar con chicos/////PACO