Para escapar de una lectura rígida y agotada al leer una gran obra que tuvo la desgracia de haber sido divulgada escolarmente suele ser necesario cierto esfuerzo, incluso cuando la distancia cultural juega a nuestro favor. El rasgo más evidente de Nathan der Weisse (Nathan o Natán, el sabio, según el traductor) de Gotthold Lessing, y la razón por la cuál figura en la currícula alemana, es la apología de la tolerancia religiosa y étnica.

Me gusta delegarle las sinopsis a Wikipedia, pero digamos al menos que la obra está ambientada en el siglo XII, y las tres grandes religiones monoteístas están representada por el comerciante judío (Natán y su hija), por Saladino y por un templario. Como de costumbre, la belleza de la obra no está en la banalidad formal de la trama (esa obsesión de los televidentes y de los lectores de libros frágiles frente a los spoilers) sino en los detalles que inevitablemente son eliminados al redactar una sinopsis. Cualquier resumen conservaría la alegoría de los tres anillos que Nathan le cuenta a Saladino, pero pocos darían cuenta adecuadamente del contexto; Saladino le pregunta al prestamista cuál considera que es la religión verdadera – una pregunta para la que no hay respuesta correcta – como estratagema para confiscarle sus bienes, y Nathan le responde con una historia alegórica como estratagema para conservar su patrimonio. Por alguna razón, muchos lectores han querido ver en todo esto una cuestión religiosa.
Es precisamente ignorando las asociaciones identitarias, las que vinculan al judío con el comercio y el prestamo y al musulmán con la dilapidación y el ejercicio del poder, que puede descubrirse la estructura profunda del monoteísmo común que le permite a Lessing su happy ending multicultural.  Hay algo en Natán el sabio que no puede resultarle del todo satisfactorio a un lector cuyas motivaciones primarias pasan por la política y la teología. Es lo mismo que llevó a Franz Rosenzweig a afirmar “Natán no es judío”. Desde el momento en el que fijó su atención sobre él vió una especie de infraestructura abstracta, una noción idealizada de hombre fabricada por la Ilustración. La obra de Lessing, afirmaba, carece de sangre. No se equivocaba, pero dado que su interés estaba vinculado a («Sólo para los judíos siguió vigente Lessing. Sólo ante un público judío quiero yo hablar de él»). Aunque Rosenzweig no avanzó en esa dirección otra persona interesada en problemas como la unidad de un pueblo y su identificación con un Estado confesional podría preguntarse qué es lo que Lessing ofrecía en vez de sangre.

Obviamente no es una doctrina o una liturgia lo que une al templario, al musulmán y al judío. Resha, la hija de Nathan, sostiene que “… aprendí a encontrar consuelo en pensar que nuestra devoción al Dios de todos no depende de nuestras nociones de Dios”. Sin noción teológica alguna, ¿qué define a ese Dios de todos? Resha responde poco después a esa pregunta enfatizando la importancia de la creencia, la confianza, la fe. Dios es una promesa sin atributos; algo sospechosamente parecido al dinero.

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Aunque su presencia disminuye hacia el desenlace, el lenguaje de la deuda y de las finanzas se hace sentir mucho a lo largo de los primeros cuatro actos. Lessing parece querer librar a su templario de esas definiciones pecuniarias, para presentarlo preocupado exclusivamente por cuestiones de honor, pero también estas son formuladas en los términos de una deuda moral. El templario acepta en su fuero íntimo que le debe su vida a Saladino, pero cuando Nathan pretende pagarle pecuniariamente por haber salvado la vida de su hija él actúa de la peor forma posible: como un acreedor que no quiere cobrar, alguien que desprecia al mismo tiempo al dinero y a su deudor.

También el carácter de Saladino es presentado a través de su relación con el dinero, cuando se deja derrotar por su hermana al ajedrez en una partida sobre la que él había apostado una gran cantidad de dinero perteneciente a las arruinadas arcas públicas. Al ver el tablero, Al-Hafi, el tesorero, protesta y pretende indicarle al sultán como podría todavía ganar la partida. Saladino se irrita con las instrucciones pedantes de su funcionario, tira el tablero al suelo, y ordena que le paguen a su hermana. Desde la perspectiva de la trama, ¿era necesario mostrar eso? No. Al-Hafi luego le narra escandalizado el episodio a su amigo Nathan. Lessing podría haberlo considerado una redundancia y eliminarlo. Pero no lo hizo. El sentido de las palabras de Saladino es “No quiero ganar, la quiero a ella”. Es un momento de gran belleza, lo que vuelve más decepcionante aún al desenlace.

La decisión de Lessing de colocar al dinero en la infraestructura de la tolerancia puede parecer arbitraria, y hasta corrupta. La objeción se disuelve cuando tomamos en cuenta que el hecho fundamental del dinero nunca fue algún valor intrínseco, sino la confianza en un emisor, en una instancia superior más o menos abstracta dispuesta a servir de garante. Eso explica su relación histórica con la religión; ambas dependen de alguna forma de confianza. Hasta podríamos decir, en la buena compañía de Gabriel Tarde que “(e)s lamentable que por fe generalmente se entienda, de manera equivocada fe religiosa. La fe religiosa es más un violento deseo de estar totalmente convencido que una convicción perfecta, es decir involuntaria y calma, inconsciente y estable en el fondo del espíritu, a la manera de un teorema, o como la creencia en la existencia objetiva de las cosas que nos rodean”.

Junto al dinero, Lessing también incluye en ese sustrato de convivencia al afecto y al parentesco. Pero la forma que toman es débil, anémica, “desangelada” escribía Rosenzweig. Termina eclipsando el desenlace y restándole fuerza a lo que podría haber sido una obra maestra. Lessing no advirtió que el conflicto no nace de la diferencia y la distancia, sino de la cercanía y de la necesidad de diferenciarse. Lacan advirtió muy sabiamente que el conflicto fraterno no es menos cruento que aquel que se mantiene con los padres. Esa ingenuidad por parte de Lessing tuvo el efecto de reforzar la importancia de la abstracción del dinero como sustrato de la convivencia en su obra.

De todos los malentendidos que rodean al dinero, no hay ninguno peor que el de identificarlo con las riquezas y el poder. La caída del sistema Bretton-Woods no cambió lo esencial. El dinero es solo una promesa de sustituibilidad, que puede ser descreída. Rosenzweig descreyó la promesa de convivencia de Lessing y de la Ilustración. Nadie deja de creer sin motivos. Pero cuando ocurre, de nada sirve aferrarse al deseo violento de creer.///PACO