El presidente Javier Milei es el efecto de una tendencia natural a encontrar algo que valga aún menos que uno mismo, en el contexto espiritualmente traumático de una profunda espiral inflacionaria. Pero antes de explicarlo, lo siguiente debe leerse como una especie de semblanza intelectual. Un apunte preliminar, quizás, para colocar en la oreja más presentable de lo que ya es un engendro político en marcha triunfal hacia la Casa Rosada. Antes de la asunción, en tal caso, es momento de pensar por qué llegó hasta donde lo hizo. Pero esto ya no es tarea de periodistas ni politólogos, dado que su ocupación gira alrededor del presente o se inclina ligeramente hacia adelante, sino que invita a participar a los curiosos portadores de alguna idea retrospectiva (por su parte, los historiadores dirán que todo está aún demasiado tibio en la morgue del tiempo para empezar un trabajo desde su perspectiva).
Mientras tuvieron su oportunidad, por otro lado, ni los periodistas ni los politólogos hicieron demasiado uso de las ideas. Después de las PASO, unos y otros ofrecieron sus hipotéticos identikits ideológicos del inesperado votante libertario, aunque de inmediato se convirtieron en un gigantesco espejo deforme, y apenas velado, de los peores miedos de la apacible conciencia progresista. Palabras más, palabras menos, a quien hubiera votado a Milei le esperaba lo que Slavoj Żiżek llama en alguna de sus películas “el tacho de basura de la ideología”. Muchos, por buenos motivos, fuimos a masticar nuestro comprensible desconcierto entre esos detritos.
De acuerdo con aquellos identikits, en tal caso, el súbito votante libertario era un paria, un marginal, un caído del sistema y de cualquier tipo de ilusión por la existencia de un sistema. Se trataba de alguien, más bien próximo a un algo, al que nada de lo humano le era propio ni conocido. Ni siquiera el lenguaje, motivo por el cual varios analistas (o como gusten llamarse a sí mismos quienes comentan la política en los medios) recomendaban a los candidatos a la presidencia desprenderse en el camino retórico hacia las elecciones generales de las precisiones técnicas sobre el funcionamiento del Estado, las cifras económicas reales o cualquier otra apelación enfática a los valores cívicos que, se asumió hasta ese instante, compartían tras cuarenta años todos los participantes de “la gran fiesta de la democracia”.
Enojada por la realidad, resentida con el futuro, ignorante del pasado y trastornada por la insospechada permeabilidad de un discurso “anarcocapitalista” de origen incierto (los puristas hablan de la Escuela de Austria, pero lo que balbucea Milei no son más que experimentos lisérgicos de la CIA), por entonces una fracción del electorado argentino, el 29,86%, pasó a ser vista como una monstruosidad apática con un gusto incalculado por la autodestrucción. En limpio, los muchachos precarizados de Rappi, a los que se estigmatizó como los poster boys del momento, al parecer, habían masticado algo oscuro mientras pedaleaban dieciocho horas al día, algo contra sí mismos y también contra el mundo, y eso era odio. En síntesis, según el coro de diagnósticos del día después de las PASO, el sujeto histórico del peronismo, en la etapa final del albertismo, se había vuelto lovecraftiano.
Esta pregunta, la pregunta sobre quiénes y por qué votaban a Milei, sin embargo, quedó clausurada antes de que tomara forma una idea elaborada (de paso, no será injusto reconocer que, más rápidos que todos sus competidores en la lucha por el sentido, Santiago Cúneo y Jorge Asís fueron muy sagaces al explicar esta nueva dimensión del “voto bronca”). En su lugar, apareció la pregunta acerca de quién era Javier Milei, al que todos conocíamos como un freak de la televisión abierta, una especie de personaje tardío de los programas de Mauro Viale, lo cual probablemente explique, desde un costado inmaterial, el interés material que sostiene en él su hijo Jonatan.
Pero este enfoque político también degeneró intelectualmente hacia lo biográfico, al punto tal que fueron los propios biógrafos de Milei, en versiones autorizadas y no autorizadas, quienes extrajeron a cielo abierto todo el material contaminante que se analizaría sobre su existencia hasta pocas horas antes del balotaje. Dado que este texto también es, en parte, un último eslabón de ese colorido extractivismo, me resulta necesario aclarar que por “degeneración intelectual” no me refiero a que las biografías sean estúpidas (nunca lo son, ni siquiera las más oportunistas, que ahora se van a multiplicar), sino a que ninguna de ellas podría avanzar en el trabajo de pensar qué es Milei, más allá de la excelente recopilación de datos y testimonios sobre su triste vida como hombre y su evidente disfunción mental, que solo nos dice quién es. Lamento el uso liviano del lenguaje heideggeriano, pero lo que pretendo señalar con esta distinción es que la pregunta acerca de quién es Milei, la previsible pregunta “óntica”, anuló la posibilidad de una pregunta acerca de qué es Milei, la auténtica pregunta “ontológica”: digamos, o sea, ¿qué es Milei?
La interrupción que sufrió este principio de pregunta, de todos modos, también fue política. Y ocurrió a partir del momento en que Sergio Massa, a pesar de que su camino hacia la presidencia de la Argentina parecía frustrado desde el primer paso, activó una agenda rápida y efectiva de reformas legislativas, impositivas y económicas que sacudieron la sensibilidad de lo que el general Juan Perón, que supo mucho sobre lealtades y deslealtades populares, identificó como la víscera más sensible del hombre: el bolsillo. Como sea, de repente, y por efecto de una reacción política rápida, una parte de la temible bestia lovecraftiana que rugía sobre las buenas conciencias progresistas fue reinsertada en la sociedad. En última instancia, sabemos hoy, sería insuficiente. Quedará para los historiadores y los hagiógrafos explicar por qué el mismo ministro de Economía que llegó a la instancia definitoria de una elección presidencial con un 143 % de inflación interanual estuvo cerca de la victoria. Y si en tal ocasión surgiera una explicación convincente, es imposible que una parte importante de su argumento escape a la cuestión de qué era (antes que quién era) aquello contra lo cual Massa debió “competir en las urnas”, como insiste el cliché.
Ahora bien, entre las teorías que intentaron iluminar qué es Milei, creo que hay una que desde el inicio orbitó de manera periférica alrededor de las condiciones de posibilidad de su existencia política, aunque nunca pudo ser formulada en su totalidad. No obstante, esta teoría tiene la virtud de reunir a todas las demás bajo un factor determinante, e incluso englobar elementos tan disímiles como la enajenación económica, la agresividad, el miedo a las mujeres que no actúen como su madre, la paranoia histérica, la extravagancia en el aseo, el vínculo con la hermana a la que ungirá como Primera Dama (aunque él mismo haya hecho la singular aclaración de que no se la “coge”), las fantasías pedófilas (si aceptamos que la imagen acerca de un jardín de infantes con “nenes encadenados y bañados con vaselina” suena bastante pedófila) o la comunicación espectral con perros muertos (“mis hijitos de cuatro patas”) para subordinarlos a una única falencia colectiva, que es la devastadora carencia de autoestima a la que un pueblo llega en determinados escenarios de su vida.
Esta teoría está desarrollada en “Inflación y masa”, uno de los capítulos de Masa y poder, el extraordinario ensayo sociológico de Elias Canetti publicado en 1960 acerca de las dinámicas grupales humanas. Y a pesar de que se trata de una teoría que se remite, en su fundamento, a los efectos dañinos desatados por una ominosa espiral inflacionaria en el alma de un pueblo, creo que hasta ahora nadie la citó ni la desplegó sobre nuestra mesa psíquica para explicar de manera simple qué es Milei (después del inesperado 36,7% que Massa consiguió en las elecciones generales previas al balotaje, Fabián Casas le puso como título a una de sus columnas de opinión “Massa y poder”, pero como de costumbre, por pereza o desinterés, no dice nada de valor ni sobre su propio título ni sobre absolutamente nada. En este caso, no lo juzgo. Yo mismo, por casualidad, estuve la noche antes de las elecciones generales cenando con uno de los encuestadores más serios del país, y ninguno de sus charts anticipaba el resultado).
¿Qué es Milei y por qué una sociedad con cuarenta años de democracia ininterrumpida lo aceptó y lo consagró como presidente (con casi doce puntos de diferencia sobre su rival) aunque no pudiera aprobar el test psicotécnico de una dependencia estatal menor como el Banco Central? Para orientarnos hacia una respuesta, Canetti explica que el carácter traumático de la inflación suele provocar “conmociones de naturaleza tan profunda que se prefiere ocultarlas y olvidarlas”. Todo empieza de un modo familiar e irremediable, cuando “la unidad monetaria pierde repentinamente su personalidad y se transforma en una masa creciente de unidades”. El crecimiento inflacionario, señala Canetti, remite así a un crecimiento rápido e ilimitado que se emparenta con la vida anímica de las masas, “pero este crecimiento se vuelve hacia lo negativo: lo que crece se hace más y más débil”. A partir de ese giro ascendente y a la vez degradante en el nivel de volubilidad de la moneda, tiene su inicio un fenómeno paralelo y masivo de abaratamiento, resentimiento y envilecimiento de todo lo demás, incluido el espíritu de la nación.
Al abolirse la identificación del hombre individual con el producto monetario de su trabajo, el objeto del trabajo pierde su solidez y su límite, por lo que el hombre que confiaba en el valor de su trabajo “no puede evitar percibir su rebajamiento como suyo propio”. No es ningún secreto que cuando Canetti describe este proceso está pensando en los orígenes del ascenso de Adolfo Hitler al poder alemán (lo cual no debería trasladar a Milei la caracterización rápida de “nazi”, como suele hacer lo más tonto del arco progresista), pero tampoco es un secreto que más allá de las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios, “el hombre se siente tan mal como el dinero que se pone cada vez más malo, y todos juntos se hallan entregados a este mal dinero y también juntos se sienten igualmente sin valor”. Es este acontecimiento, advierte Canetti, lo que reúne a hombres cuyos intereses materiales, de lo contrario, divergen por completo, como prueba en el caso argentino la reunión electoral final de mileístas, macristas, radicales, procesistas, élites empresarias, trabajadores y lúmpenes.
Para ahorrarme la glosa permanente de Masa y poder, prefiero citar a Canetti en uno de sus fragmentos más líricos y clarividentes: “Ninguna devaluación súbita de la persona es jamás olvidada: es demasiado dolorosa. Uno la lleva a rastras consigo durante toda una vida, a no ser que se la pueda echar encima a otro. Pero tampoco la masa como tal olvida su devaluación. La tendencia natural es entonces a encontrar algo que valga aún menos que uno mismo, que pueda despreciarse de la misma manera en que uno mismo fue despreciado. No basta con recoger este desprecio como se lo encontró, con mantenerlo en el mismo nivel que tuvo antes de que se le alcanzase. Lo que se necesita es un proceso dinámico de rebajamiento: es preciso tratar algo de manera que valga cada vez menos, como la unidad monetaria durante la inflación, y este proceso debe continuarse hasta que el objeto haya llegado a un estado de completa ausencia de valor. Entonces se le puede arrojar como papel o desecharlo como a un pliego de impresión defectuosa”. Si esto no explica con una suficiencia irrebatible, digamos, o sea, qué es el presidente Milei, no sé qué podría hacerlo. Queda para la anécdota el sometimiento de una población pendiente de una larguísima elección presidencial a una voz psiquiátrica ambulante, y la revelación, al menos para quienes no son especialistas en salud mental, de que no hay matices románticos en la locura ni nada que se parezca o se arrime a las inocentes neurosis freudianas que estudian con frescura las psicólogas. A partir de hoy, de cualquier modo, todo esto va a ser peor.
Lo que Hitler encontró durante la inflación que llevó al marco alemán a valer una billonésima parte de su valor y que sirvió como quimera de “lo que vale aún menos que uno mismo” fue a los judíos, escribe Canetti. Lo que Milei encontró durante la inflación que llevó al peso argentino a valer desde los últimos cuatro años quién sabe ya qué parte de su valor fue a la “casta”, podríamos escribir nosotros. O el “comunismo” y el “socialismo”, según el ritmo de sus brotes. El error al abordar esta teoría sobre la devaluación monetaria-espiritual de un pueblo, en tal caso, sería insistir en la trampa de diseñar paralelismos ridículos entorno a lo “nazi” (si por “nazi” cada cual proyecta hoy sus peores fantasías ancladas en la violencia) cuando de lo que se trata, en realidad, es de trazar un paralelismo argumentado entorno a los efectos denigratorios a gran escala de la inflación. Aun así, para quienes no puedan con sus fijaciones, hay una anécdota que confirma que una devaluación catastrófica de la moneda degrada el alma política, también, de manera catastrófica. Según Robert Gerwarth, el biógrafo de Reinhard Heydrich, “uno de los mejores nacionalsocialistas”, como lo llamó nada menos que Hitler en su funeral en 1942, para el hombre que habría de llegar a sangre y fuego a jefe de la Policía Criminal, las SS y la Gestapo del Tercer Reich, todo empezó con la hiperinflación alemana de los años veinte. Por urgentes razones de seguridad económica, Heydrich, que en 1922 era apenas un joven de gran talento como violinista e hijo del dueño de un prestigioso conservatorio, resignó sus aspiraciones estéticas y prefirió emprender una carrera como oficial de la Marina. El resto es historia negra en la inefable memoria de los crímenes contra la Humanidad.
Masa y poder, cumplida su función iluminadora respecto a la pregunta ontológica sobre Milei, continúa siendo una advertencia abierta sobre el rebajamiento que provoca una inflación fuera de control en la autoestima y la dignidad de cualquier masa de hombres y mujeres. Sobre el “anarcocapitalismo”, en cambio, Canetti no nos dirá demasiado, aunque ya sepamos que en Argentina siempre hubo quienes trafican el desprecio a sí mismos y al país bajo teorías antihumanas de la codicia y la usura ensambladas más allá de las variantes macroeconómicas, la idea de Estado y la mera realidad. Hasta hoy, jamás habían sido otra cosa que grupúsculos cercados por su propia alienación, pero desde mañana van a dirigir un buen cauce de nuestro destino. Contra la amenaza general de un rebajamiento inflacionario peor, en cambio, una vez que pasen las etapas ineludibles del triunfalismo, el shock y la marea tibia de la obsecuencia, el presidente Milei (suena irreal escribirlo) deberá actuar sin demoras. Si ganó, es porque el proceso de menosprecio traumático nos hundió en las napas de la infamia. Pero la inflación, detrás de la bruma de la victoria, sigue ahí, por lo que la infamia habrá de propagarse todavía más y más, hasta lo absoluto, si no se la frena pronto. ¿Qué podría ser peor que la presidencia de Javier Milei, si esto no ocurre? Ya lo sabremos, nos diría Canetti.
Un rápido comentario antipático, aprovechando que la corrección política, en medio de tanta confusión, demostró no servir para nada bueno: si la democracia cumplió cuarenta años y pretende vivir, por lo menos, otros cuarenta, llegó el momento de implementar algunos cuidados de sí y dejar de someterse a experimentos peligrosos. Llegados los cuarenta, el ejercicio y una dieta razonable nunca están de más, y los controles de salud no pueden postergarse como cuando uno apenas tiene veinte años y se siente verdaderamente inmortal. En otras palabras, sería razonable aprender a partir de qué es Milei que llega el momento de sumar algunos elementales derechos de admisión y permanencia para participar de la “fiesta de la democracia”.
Por mi parte, la figura de Milei me resulta tan insólita que no podía dedicarle meditación alguna ni consideraba analizar las meditaciones de los demás. Era como si uno de los personajes de Sesiones en el desierto, la novela que yo mismo escribí, corregí y publiqué este año sobre cómo un influencer de las redes toma cierto control del país, hubiera saltado a la vida real, pero de una manera mucho más grotesca e inverosímil, mucho más sensual, mucho más lograda que cualquiera al alcance de mi imaginación. De paso, hablando de literatura, que los escritores más calculadores de la cultura argentina contemporánea se hayan “indignado” frente a la manía calculadora de Milei será otra nota al pie para los atesoradores de extravagancias. En breve los veremos arrodillarse. Mientras tanto, un país al mando del presidente Javier Milei se convierte en realidad. Se escribieron y circularon muchos textos innecesarios (y al mismo tiempo, por supuesto, necesarios) sobre Javier Milei. Necesitaba purgar el mío/////////////PACO