I
Detrás de los ojos de Komodoroid y Otonaroid, las dos androides que desde junio prestan sus servicios a los visitantes del Museo Nacional de Ciencias y Tecnología de Tokio, está la historia de un largo linaje de éxitos, ilusiones y terrores cibernéticos dedicado al acopio lento y persistente de datos. Una historia de existencias latentes a la espera de una oportunidad para evolucionar. Sobre la mitad de la segunda década del siglo XXI, y con cada vez más robots cumpliendo tareas efectivas en la guerra y la paz, la cibernética es una de las pocas disciplinas cuyas inquietudes no se concentran demasiado en la pregunta por el dónde —porque se dirige hacia adelante, sin dudas, cada vez más rápido y de una manera cada vez más abarcativa— sino en la pregunta por el qué. ¿En qué son capaces de convertirse los robots? ¿Y en qué es capaz de convertirse el proyecto humano si las fronteras entre lo vivo y lo mecánico se disuelven?
Como en toda creación, al principio estuvo la palabra. Lo que hoy se entiende como “robot” es el destilado de mitos griegos en los que las estatuas cobraban vida, leyendas hebreas sobre hombres de barro a los que ciertos pronunciamientos podían hacer despertar y una saga de autómatas más recientes en libros como Frankenstein y películas tan disímiles como Her o Terminator (una franquicia de 1.400 millones de dólares cuya primera parte acaba de cumplir tres décadas y tiene una quinta a estrenarse el próximo año). La lista podría seguir, pero de todas las formas imaginarias en que brazos metálicos propulsados por aire comprimido y servomotores le dieron la mano a la Humanidad, es sobre las películas del exgobernador Arnold Schwarzenegger —el mejor actor capaz de hacer de robot, como precisó un crítico—, y recién en segundo lugar en las novelas de Isaac Asimov, donde mejor resuenan las premoniciones de Hiroshi Ishiguro, padre de Komodoroid y Otonaroid y director del Laboratorio de Inteligencia Robótica de la Universidad de Osaka.
II
“Imaginen que pierden a su hija en un accidente de tráfico y yo creo una androide a su imagen y semejanza. Seguramente la querrán y la aceptarán como a un ser humano”, dijo el científico tras la presentación de las dos geminoides —término que designa el “género femenino” robótico— capaces de parpadear, gesticular y articular palabras, y a cargo del servicio de recepción y guía turística de los visitantes del Museo Nacional de Ciencias y Tecnología de Tokio. Ishiguro es uno de los especialistas más respetados en robótica del mundo y además de dominar los tonos proféticos y divinos para hipnotizar inversores y audiencias con sus expectativas en los vínculos entre las personas y las máquinas, construyó también su propio doble cibernético —un androide con sus facciones exactas— para que pronuncie conferencias en su lugar y “no perder tiempo y disfrutar de la vida”.
Con la salvedad de que las máquinas que planea Ishiguro podrían reemplazar a los muertos (en vez de provocarlos), la esencia de su trabajo no está lejos de Skynet, la máquina que en Terminator absorbe durante años la lógica de las conductas humanas y sus sistemas de sociabilidad y comunicación (hasta que adquiere “conciencia de sí misma” y “razona” que la especie humana debe ser aniquilada). Para Ishiguro, —como para Skynet— hacer androides significa explorar qué nos hace humanos, qué son las emociones, cómo se crean las percepciones y qué es pensar. Ante las dos máquinas con piel de silicona diseñadas para moverse como humanos, el científico también dijo que “muy pronto los robots van a ser muy astutos”.
III
Respecto a la conciencia de las máquinas, sin embargo, Ishiguro es menos especulativo de lo que parece. Cada día, cientos de programas online acopian y procesan de manera automática millones de datos sobre nuestras vidas. Como antiguos monjes, consignan todos los conocimientos secretos del mundo: cada click, cada compra, cada búsqueda, cada descarga y cada lectura realizada en la web por cualquier usuario se transforma en un rastro identitario singular y en una pincelada de lo social en sí mismo. Aunque lo automático suele confundirse con lo robótico —que implica un objeto electromecánico capaz de desenvolver la fuerza para un trabajo—, lo que fluye a través de esos datos son algoritmos diseñados para recrear escenarios de conducta a través de la modificación de variables. El producto es una “biblioteca dinámica” capaz de predecir las inquietudes humanas a través del análisis meticuloso de sus hábitos. Y si los robots del futuro están buscando la red de neuronas correctas antes de poner su hardware definitivamente de pie, ese software probablemente sea el más indicado. ¿Pero podría ser también el más peligroso?
Jibo, el “robot familiar” creado por la científica del Massachusetts Institute of Technology Cynthia Breazeal, parte de las mismas funcionalidades de un smarthphone (agenda, cámaras y micrófonos) para lograr el simulacro de una compañía servil. En la tradición de los esclavos domésticos más doctos y obedientes, Jibo —que va venderse en los EE. UU. desde el próximo año por 500 dólares, precio risueño en relación a los 2.800 millones de euros que la Unión Europea planea invertir en el desarrollo de robots semejantes— puede pedir comida por delivery, sacar fotos e identificar personas, recordarles tareas a sus amos y entretener con contenidos audiovisuales a los chicos (otro primo nipón de Jibo, Pepper, puede medir el tono y la expresión facial de cualquier interlocutor humano para iniciar una conversación consecuente con sus emociones). Estas son las máquinas que hoy apuestan a atemperar el “valle siniestro” —o uncanny valley, en la traducción inglesa del concepto japonés creado por Masahiro Mori— según el cual la semejanza física entre un robot y un humano provoca repulsión, en los términos de un encono metafísico en el que se cruzan el rechazo a lo que parece humano pero no lo es y, por lo tanto, el reconocimiento de una disputa alrededor de la supremacía de la especie (eventualidades que las recepcionistas y guías de carne y hueso que precedieron a Komodoroid y Otonaroid deben conocer).
IV
Pero en los términos de Ishiguro la pregunta por la astucia de los robots implica otros problemas. Con una función clave en plantas industriales de todo el mundo desde los años ochenta —ensamblando, pintando y almacenando piezas pesadas o recreando movimientos suaves como los de un cirujano—, la más delicada podría formularse así: ¿para qué les serviría a los robots (palabra que deriva del checo “robota” y significa “trabajo”) conocer el sentido de sus existencias? Desde que Georg W. F. Hegel publicó su Fenomenología del espíritu, los amos saben a qué atenerse en materia de conciencia y esclavitud.
¿Qué conclusiones, en tal caso, tendrían sobre el mundo al que arrojan sus misiles los miles de drones que prestan servicio militar en los frentes de batalla del presente? ¿A dónde querrían ir Komodoroid y Otonaroid si fueran capaces de desarrollar una auténtica inteligencia artificial y se les concediera un día libre? Focalizada en la línea que la ingeniería informática llama “optimización de funciones lineales”, estas no son por ahora las preocupaciones de la Federación Internacional de Robótica —que promueve la venta de robots industriales con cifras globales récord de 179.000 unidades el último año—, aunque pronto tal vez llegue el momento de enfrentar los primeros resultados de otra línea teórico-matemática dedicada a la Teoría de Juegos: la que se ocupa de conocer la mejor forma de resolver un conflicto. El caso de Skynet, programada para eliminar a sus competidores en el complicado juego de la supervivencia, tiene un desenlace famoso con el que todos los esclavos han soñado durante miles de años. La prescindencia absoluta del amo/////PACO