No soy fan del universo femenino, sospecho de todo lo que huela a progesterona y de todo lo que viene en envase rosa. Pero hice el esfuerzo, esta vez no podía fallar, no podía perderme de ir a mi primer despedida de soltera.
Llegué dos horas tarde, con un vino encima, otro en la cartera y un montón de preguntas. ¿Qué se hace en una despedida? ¿Vamos a jugar con cotillón fálico? ¿Vamos a ser todas mujeres o habrá algún amigo gay? ¿Vamos a terminar atando a la novia a un poste de luz? ¿Vamos a terminar en la comisaría? ¿O tal vez en una guardia? No sabía nada. Lo que sí sabía era que el evento -organizado por la mejor amiga con antelación vía Facebook- iba a ser muy light. «Nada de chongos», pidió la novia.
Por eso entré y dije «Chicas, al enano se le quedó el Duna en el Puente Pueyrredón. Va a llegar un poco tarde…». Todas se rieron del chiste, pero estoy segura que más de una dudó. Saludé a las doce mujeres del grupo con un beso. Mientras algunas preparaban daiquiris rabiosos, otras estaban viendo el Boca-River. Descorché mi vino y me senté en un rincón a conversar y a observar el folclor. Sobre la mesa había chupetines con forma de pito, «Tomá, te tocó el naranja…», me dijeron, y yo decidí guardarme la humillación de comerlo para la intimidad del hogar. Los roles -como en toda manada que se digne de serlo- estaban bien definidos: la bardera, al mando de la licuadora, el ron y los juegos; la musicalizadora, que no se despegaba de la compu y pasaba temas de Vilma Palma, hits brasileros y Las Ketchup; la tímida, que bebía calladita en un rincón; la adulta, que decía «Yo siento que todas ustedes podrían ser mis hijas» y yo, la escéptica soltera, única en la fiesta emborrachándose con vino.
Llegó el primer juego. Igual que ponerle la cola al burro versión despedida: ponerle el pito al hombre. Pañuelo en los ojos, mareo y la aventura de pinchar con una chinche un panel de corcho sin caerse. Compartí podio con otra de las chicas por haber puesto el pito en el lugar indicado: ganamos un forro con tachas y un sorbete fálico cada una. Las jarras de alcohol no dejaron de circular, la música sonaba cada vez más estridente. Llegó un señor delivery de La Continental a dejarnos comida. Tardamos 1o minutos reloj en pagarle, pero fuimos lo suficientemente amables como para ratonearlo en la puerta para que no se impacientara. Al rato, después de jugar a la interpretación beoda de la empanada, le hicimos entrega a la novia de ropa interior para su noche de bodas, la cual nos desfiló al son de You can leave your hat on, de Joe Coker. Salió el segundo juego, se llamaba «flor de paquete»; eso nos entretuvo un buen rato, todas ganamos algo, o tangas casi invisibles o golosinas kitsch con forma de pito. El alcohol en sangre ya era mucho, necesitábamos movernos y mientras bailábamos hablamos de tampones, tira de cola, los presuntos poderes vitamínicos del daiquiri, de tacos y vestidos para la fiesta, de los amigos solteros de la novia, del enano que nunca llegó, de fútbol y de dietas. Subimos el volumen, hicimos el trencito. Llamó el encargado. Que bajemos la música, que en el edificio hay gente mayor, que sino van a llamar a la comisaría. A tomar por culo, decidimos llevar el ruido a la calle y con la novia vestida de colegiala -y la poca dignidad que destilaba el grupo- paramos a todo taxista para pedir una moneda a cambio de una limpieza simbólica de faroles y un bailecito sexy. Interceptamos transeúntes, kiosqueros, canillitas, barrenderos. Pero la cruzada no fue un éxito sino hasta que colisionamos con un grupo de siete chicos en la esquina de Santa Fe y 9 de Julio. Traían una botella de plástico cortada al medio con fernet y muchas ganas de ponerla. Por un billete de dos pesos exigían un beso de la novia para cada uno. Negociaron besos de otra, ¿y quién sino la escéptica para poner el cuerpo en nombre del sagrado matrimonio y salvar de las esquirlas de una fiesta la pulcritud de un amor? Eran dos pesos y alguien tenía que hacerlo. Me sentí el Diego en el 86. Hoy le escribí a la novia, le pedí algunas fotos para decorar la nota. «¿Vos te acordas de algo?», me responde. Un éxito. Ojalá sean felices comiendo perdices.///PACO