“Una novela, actualmente, es cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa”, escribió Mario Levrero en La novela luminosa, intentando dirimir esa recurrente discusión acerca de los límites del género. La referencia a la cita surge de la lectura de la novela más actual de Amélie Nothomb: La nostalgia feliz (2013) traducida por Sergi Pàmies y publicada recientemente en la Argentina. Prolífica, Nothomb, no ha dejado de publicar nunca desde hace más de una década. Cada año aparece uno de sus títulos, que a la vez recorre el mundo en todas sus variantes idiomáticas. No está mal, claro, ¿quién podría pedir menos de una escritora profesional? La prosa de Nothomb es fluida y accesible, sus historias la tienen como protagonista en la mayoría de los casos y ese efecto Facebook, sabemos, se propaga con éxito en la literatura de consumo masivo. La pregunta es si, frente a las exigencias del mercado editorial, las novelas mantienen la calidad literaria. O en todo caso, si son mejores sus novelas actuales que las precedentes. ¿Puede observarse una evolución en la novelística de Nothomb? Cierta vez, Juan Diego Incardona dijo que “todo escritor tiene baches en su producción literaria”. No importa a quién tomemos como ejemplo. Exceptuando a César Aira, en general, si uno revisa al azar la agenda de publicaciones de cualquier autor es posible ver años desérticos, momentos de receso, movimientos en sus biografías que muchas veces coinciden con la producción o el desaceleramiento de sus creaciones literarias. No es interesante discutir si un best seller es más o menos escritor que un autor de producción acotada. La dualidad de ese planteo sólo reproduce posiciones cristalizadas que se cierran sobre sí mismas. Sin embargo, hay que decir, existe una distancia tan grande entre Estupor y temblores y la sumamente elogiada nueva novela de Nothomb, La nostalgia feliz, que vale la pena analizar de qué se trata ese salto de calidad que se observa a grandes rasgos.
No es interesante discutir si un best seller es más o menos escritor que un autor de producción acotada.
Si bien se ha informado en otros medios que en este último título Nothomb no trabaja sobre su biografía, uno puede encontrar la producción de fotos que se relata en la historia —ilustrando la tapa del libro— además de ciertas referencias espacio-temporales que pueden cotejarse en lo real. La contratapa y los personajes que aparecen en otras novelas autobiográficas —Rinri Nakano, el novio de los 20 años de Amélie y Nishio-san, su adorada niñera— también refuerzan esta idea. Una vez más, entonces, la autora toma su propia vida como materia prima sobre la que trabajar lo que hace pensar que este no sería el punto en cuestión para marcar las grandes diferencias. Analicemos entonces la trama. Un equipo de la televisión francesa viaja con la narradora a Japón a buscar los orígenes orientales de la autora belga para filmar un documental. Estamos en febrero de 2012 y hace dieciséis años que Nothomb no pisa Japón. En ese viaje al pasado y los recuerdos, Amélie elige reencontrarse con aquel novio al que dejó sin más motivos que la curiosidad y la búsqueda de algo nuevo, “…ese chico maravilloso, sin duda el ser más equilibrado con el que he estado emparejada. Pues, como no podía ser de otro modo, tuve que huir”. Todo parece armarse en una tensión que genera interés y llegará, si avanzamos confiados, a un intenso desenlace. La mujer occidental que es presa del amor de un prolijo y exitoso hombre oriental y vuelve una tarde para verlo. Ya lo escribió Marguerite Duras. Algo hace que pensemos, entonces, en una reescritura de aquella conocida historia del amante de Saigón. Sin embargo la levedad de esta prosa despojada, que se agradece y desacelera con destreza, no desemboca en el río embravecido de Duras, ni desata las propias tensiones que la autora supo plantear en Estupor y temblores. Aquí todo flota en una laguna mansa y los conflictos se diluyen sin ofrecer resistencia como libra de chocolate en vaso de leche caliente.
Rinri devuelve la llamada de Amélie. Tras una reunión editorial, y una detallada y elogiosa descripción de la llegada a Japón, por momentos demasiado extensa —al punto de detener completamente las líneas centrales de la trama— el encuentro por fin se produce. Se destaca Nothomb cuando imagina y vuela en delirios neuróticos de excesivo miedo a la llegada tarde, momentos que recuerdan la calidad de Estupor y temblores. Son muy buenas, también, las descripciones del novio pulcro y obsesivo, convertido en adulto. Sin embargo, cuando todo debiera eclosionar, en el momento en que uno espera la aparición del revés, o la contradicción, la narradora deja a ese hombre en paz, retrocede, supera el trance, teoriza acerca de la nostalgia feliz y vuelve a su casa con las cuentas saldadas. “No debo ceder a mi demonio del duelo, la vida se lo ha llevado”, escribe. Ahora bien. ¿Qué conflicto tramitamos los lectores al recorrer esta historia? Ninguno. ¿Qué situaciones cuestionan nuestro estado de cosas actual? Ninguna. Por el contrario, lo que parecía plantearse como un conflicto, se desvanece sin choque. ¿Existirá una relación directa entre la liviandad del conflicto y la masividad de la novela? Probablemente. Licuadas las asperezas, acomodada y en marcha, la vida autobiografiada de Nothomb no representa grandes sobresaltos. Ni para la narradora ni para los lectores. “La cena termina, Rinri está a punto de regresar a su vida. La mía es una sucesión de adioses que nunca sé si son definitivos”.
Estamos en febrero de 2012 y hace dieciséis años que Nothomb no pisa Japón.
La escritora no se arrepiente de su pasado ni de su decisión presente. Vuelve a huir. No sufre. No lucha. Tampoco queda muy claro si sabe bien lo que quiere. Tal vez sólo regresa agradecida al Japón que traduce y compra sus libros. A describirlo. A pintarlo con palabras. Cerca del final, sobre el momento del regreso a casa, reflexiona sobre la nostalgia. “Un recuerdo regresa a mí. Cuando Rinri se encontraba conmigo en el parque Shirogane, a la sincera alegría de volver a verlo se le sumaba una secreta angustia: ¨Ahora voy a tener que ser feliz¨. Sonrío ante esa ansiedad ya superada y susurro para mí misma: ¨Desde entonces no ha sido necesario ser feliz.¨” Nothomb abona de una construcción mansa y plana de la subjetividad femenina que ya podría ir quedando atrás. Como contracara de ese arribo pacífico a la vida cicatrizada, la mujer se presenta histérica de nervios ante el encuentro con el varón. Leer sucesivas veces el trazo grueso de ese dibujo del perfil femenino no solo produce distanciamiento sino que reduce la empatía con el personaje. ¿Quién quiere verse en ese espejo? ¿Quién se reconoce en esa desesperación?
Por último, cerca del final, Nothomb se pelea con una periodista que le pregunta por su regreso a Francia. Llena de odio, presa de un impulso irreprimible, Amélie asegura que nunca volverá, que desea quedarse hasta el fin de los días en Tokio, en esa esquina de Shibuya y que espera no volver al país donde se pretende que tome posición sobre temas incomprensibles. Vale decir, existe un deseo oculto en Amélie. Quedarse en Japón, donde está. Pero, o bien el deseo no es tan fuerte, o bien no es tan deseo sino más bien demagogia o compromiso laboral, de modo que el 6 de abril, como estaba previsto, todo el equipo regresa en avión a París. Funcionó aquel “soy una aspirina efervescente diluyéndose dentro de Tokio”. Tan es así, que una vez diluida, desaparece de la vida del hombre que fue a ver, de la vida de la niñera que desea reencontrar, y del lugar que añora y que decía desear/////PACO