Por Isabel Alves Penna
Esta historia es muy sencilla. Me despidieron y me cagaron la vida. Hace un mes que estoy estancada en esa escena: me dan el cheque, profeso un discurso en mi defensa (diplomática pero irónica, muy francesa), y me voy. Lo veo desde abajo, desde arriba, en cámara lenta, en blanco y negro… Y así, con ojos abiertos o ensoñación siniestra, repaso una y mil veces la misma situación.
Como sigo sin empleo, el hechizo de mierda que me lanzó esa mujer sigue activo. A la manera de una herida oxigenada por las burbujas de agua santa, aún duele. Veo cómo las hormigas entran y salen de mi cuerpo. Son simpáticas las pequeñitas… Me acostumbré a la atmósfera funeraria que impregna mis fosas nasales, al color de madera sucia que tiñe la tierra y el fango. A veces me despierto y pienso que estoy dentro de un gran basurero. ¡Qué imaginación la mía! No estoy muerta, pero me deleito con las largas charlas que mantengo con cada calavera que encuentro.
Ya intenté llorar, terapias comunes y alternativas, apelé a la violencia… Nada. Sigo fijada en ese absurdo punto de mi existencia. Ni culpa ni conmiseración: rabia, furia y rubia; espumosa y verde, contagiosa y tetánica. Convulsiones por la pesadilla de estar y no estar ahí, en ese lugar, cuando me despedían, cuando me echaban a la calle con los perros. Ni un tuétano de cortesía.
Entonces vuelvo. La miro. Mientras habla, su voz se diluye en el espacio. No sé por qué repite tanto la palabra “desafío”; también lo había hecho en el momento de mi contratación. Hasta eso me quitó la gitana: ya no puedo decir ese vocablo. Sigue con su balbuceo. La agarro con mis manos y la degüello como una gallina. Pluma a pluma, la despojo de su dignidad. Aunque le cueste respirar, sigue despidiéndome. Cada centavo de mi cheque se lo meto por la garganta, como si estuviera dándole un antiparasitario. Para cerciorarme de que lo engulla como indica el prospecto, con el dedo indicador le hago torbellinos detrás de la lengua. Menos mal que tengo sucias trenzas en las uñas.
Me acordé: alegó que no tenía yo dominio sobre la lengua. ¿No? Quizás con un supositorio cambie de opinión, pero no quiero rebajarme a la venganza cliché. Creo que su sueño es ser una dominatrix, estilo mucamita clandestina: con uniforme y plumero en la mano. O se masturba con la técnica de asfixia, no sé. Es una pervertida. Ya no encuentra placer en su trabajo. Firma los cheques sin mirar la cuantía. Pena que su marido huyó con una mujer más joven. Pena que no nos agarró en la cama mientras yo le azotaba con su “desafío” favorito. Vaya uno saber qué entiende esta señora: realmente estamos ante una mente muy enferma y criminal.
-En mi defensa, quisiera decir algo.
-Cómo no. Por favor.
-Usted me cagó la vida, ¿se da cuenta?
-Sí. Pero no hay mierda que por bien no venga.
-Sí… su marido mencionó algo relacionado con la coprofagia.
-¿Cropro qué?
-LENGUA, SEÑORA, DOMINIO Y DESAFÍO.
-Spank me.
-No lloro sobre leche derramada.
-Spank me, please.
-Ya que insiste, no le voy a complacer.
-¡Pero fui una niña mala!
-Lo sé. Seque sus mocos y vaya a su cuarto a pensar.
-¿Tendré postre, entonces?
-Consomé de cheque a la cebolla.
-¿Dignidad?
-Si veo que se arrepiente, la mato.
-¿Redención?
(…)
Vuelvo una vez más –creo que nunca me fui de allá, de hecho. Veo que hay algo de miedo en su cara: manifiesta un tembleque en la comisura superior del labio. Es discreta, pero se dio cuenta de que estoy mirando fijamente cómo cada fibra de su cuerpo me quiere pedir algo de perdón. Me teme. Así me hago un gigante, no, no, una hidra. Con cada ojo de mis cabezas la intimido. Para no causar un escándalo, sólo dejo que agonice ante mi metamorfosis. De manera inexplicable, sigo sentada y poseída por la discreción de un anacoreta. Por un momento creo que se sujetó de la silla en búsqueda de alguna esperanza; rezó un amén cualquiera y no quiso demostrar cobardía. Con mucho protocolo, me arrastro hacia la salida. No miro hacia atrás: total, sé que la estaré visitando pronto. En el terreno de la literatura, todos nos morimos de hambre y matamos por sed. ////PACO