Delfines, jugáis en el mar.
Pero las olas son amargas.
¿A veces brota mi alegría?
La vida es siempre despiadada.
Guillaume Apollinaire

I
¿Por qué los humanos persistimos en mantener con vida cosas que la naturaleza elimina?, escribió un comentarista al leer en un diario digital el hallazgo extravagante: en el golfo de Esmirna, en Turquía, los lugareños encontraron un delfín con dos cabezas. Lo que se ve en las fotos es un cuerpo extraño, desagradable, perturbador tirado en la playa. Como si viniera de otro mundo, de un lugar donde abundan criaturas tan deformes que ni siquiera podemos imaginarlas.

Su aspecto monstruoso borra casi por completo la representación típica de este animal. ¿Cómo es posible que una de las imágenes más tatuadas en las sensuales espaldas femeninas, la del bonito delfín que salta de felicidad sobre un horizonte soleado para luego introducirse con gracia en el mar, se transforme en tan horrorosa criatura?

La ternura, la gracia y la belleza características del delfín mutan hacia un objeto misteriosamente excepcional que nos interpela, que nos penetra con la trágica finitud de la muerte. Como si la verdadera sorpresa no fuese la existencia de un monstruo sino, más bien, su muerte; la idea de que un ser tan imponente no pueda escapar de ese verbo universal: morir.

II
Todos vamos a morir. Algún día todos vamos a morir. Más allá del latiguillo que suele hacer Sebastián Wainraich cuando dice que hasta que a él no le pase no va a perder la esperanza de vivir para siempre; ni la respuesta de Woody Allen en la presentación de Conocerás al hombre de tus sueños en Francia cuando le preguntaron sobre su relación con la muerte: “la verdad es que no ha cambiado demasiado, es la de siempre, estoy en contra de ella”. Sí, todos vamos a morir. Y cuando digo morir no me refiero al vacío existencial que se genera en la conciencia de un individuo cuando se pregunta qué sucede después de la muerte sino, más bien, a que la humanidad, como cualquier especie, va a dejar de existir.

Un bonito ejemplo son los delfines. En algún momento van a desaparecer o, lo que es lo mismo, van a mutar tanto que ya no serán delfines. Porque en su origen no lo fueron. Los delfines pertenecen al orden de los cetáceos -en griego significa gran animal marino– que hoy lo conforman unas 80 especies. Pero antes los cetáceos evolucionaron a partir de mamíferos terrestres de hábitos anfibios hace más de 34 millones de años.

Wikipedia dice que durante muchos tiempo se creyó que los cetáceos eran descendientes de los mesoniquios pero en el 2001 se encontraron en Pakistán restos fósiles que confirman una vieja hipótesis que propone a los cetáceos como la evolución de los artiodáctilos -mamíferos que tienen un número par en los dedos de las patas, como las jirafas- la cual sugiere que, simplificando un poco la cuestión, el descendiente terrestre directo del delfín es el hipopótamo. Pero esta teoría queda descartada si asumimos que la filogenia de los hipopótamos actuales se remonta a tan solo unos 15 millones de años.

Hay otra teoría que publicó la revista Nature en 2007 y fue escrita por el investigador Hans Thewissen. A partir del estudio de esqueletos, el eslabón perdido entre los artiodáctilos y los cetáceos es una suerte de rata de patas largas llamada indohyus. Como argumento, este profesor de anatomía menciona al actual tragúlido africano, conocido como el ciervo-ratón, que puede permanecer mucho tiempo bajo el agua.

El estudio de las especies resulta ríspido. Es un árbol genealógico totalizador donde una gran cantidad de estas aparecen dibujadas porque, claro, hoy están extintas. Quizás no exista nada más fascinante que un niño que mira detenidamente una revista de divulgación científica con animales extraordinarios. ¿Alguna vez vieron un Elaphodus Cephalophus? Googléenlo, tiene la expresión tierna y cruel de la naturaleza. Quizás esté ahí el origen del asombro humano por la finitud de la vida en el universo. Porque todos, definitivamente, vamos a morir.

Delfin Cerebro

III
La mitología chilota es un lugar de la narración popular donde todo el poder de su significación está relacionado al mar. Dentro de este gigantesco relato, el Cahuelche es un delfín que puede comunicarse con los humanos. La historia comienza cuando Trenten-Vilu, que es una especie de dios que controla el mar, para salvar a un hombre que se estaba ahogando en una inundación lo transforma en delfín. Luego aparece Millalobo que le devuelve la inteligencia pero a cambio de que oficie de secretario de Huenchur, la diosa que controla el clima. El Cahuelche es el encargado de comunicar las visiones de Huenchur. Si se acerca una tormenta o algún barco fantasma, el Cahuelche da una serie de saltos interpretables por los humanos que entenderán la presencia del peligro. Pero Huenchur también sabe cuándo se aproxima la muerte de algún lugareño. En ese caso, el delfín Cahuelche nada hasta cerca de la orilla y emite un mágico sonido. Pero no es un sonido, es un llanto. El delfín llorando la muerte de un humano. Debe ir y comunicar el advenimiento de un deceso. Como si anhelara volver a la sociedad, a formar parte de la especie humana, como si añorara los años en que vivía en comunidad. El Cahuelche llora porque sabe que fue humano pero hoy tiene otra tarea, otra misión, la de emitir un alerta. Ese alerta es el sonido de la muerte.

IV
La razón humana implica discriminar, ordenar, clasificar ideas en pos de obtener una hipótesis medianamente satisfactoria. Ese orden es necesario para poder significar. Incluso el desorden es una forma del orden. Cornelius Castoriadis decía que lo que existe es un caos ordenado porque ex nihilo nihil (de la nada, nada proviene). El orden actúa como una balsa en medio del océano. El mundo no es incognoscible pero sí inabarcable. Esa balsa es una construcción metódica que nos permite sostenernos para no hundirnos y navegar en una búsqueda de conocimiento.

Con la fuerza de una moda o tendencia extremista del orden aparecen los rankings hiperconsumidos que proponen los medios en sus volátiles notas. Las 10 mujeres más hermosas del mundo; las 5 apps para las madres; las 7 sociedades más secretistas del siglo XX; los 10 imperios más poderosos de la historia; las 10 famosas con los pies más feos del mundo. Hay cierta información apetecible en ese contenido que ya no es noticioso. Hay una idea de verdad -no una verdad- y es de esa idea de verdad de la que nos aferramos bien fuerte para no hundirnos en el océano.

Así aparece con una mezcla fornida de vehemencia y pedantería los 10 animales más inteligentes del mundo. El primero es el chimpancé, claro. El animal que contiene una estructura ósea y muscular tan símil a la nuestra merece respeto. Pero el segundo molesta: el delfín. ¿De dónde surge la idea de que los delfines son inteligentes? ¿Se puede confiar en la veracidad de estos rankings? ¿Acaso los periodistas que confeccionan estos contenidos no ordenan con cierto rigor el sentido común? ¿Se puede obviar los manuales de fauna, los diccionarios enciclopédicos y los papers científicos? Después del titubeo, la respuesta es un no muy culposo. Porque en esa clasificación tan aliviadora para nuestra inocente ignorancia hay una verdad a medias. Pero como la verdad no es análoga a un gol -la pelota entra o no entra, y punto- podemos decir que hay algo de verdad. Y con eso suficiente.

Delfin Cetaceos

V
Diana Reiss es una reconocida experta en cognición de delfines. Ella dice que ven acústicamente lo que los rodea. En una entrevista televisiva que le hizo el divulgador español Eduardo Punset, dijo: “Los delfines obtienen fotografías sonoras de su entorno. Se cree que de este modo se pueden detectare entre sí y también a los seres humanos y pueden ver los órganos internos, incluso ver si alguna hembra está embarazada”.

Hay sobradas historias de delfines que salvan humanos en el mar, los arrastran empujándolos hasta la orilla, como si entendieran perfectamente que se están ahogando. Y también a otras especies, como el caso de Moko, el célebre delfín de Nueva Zelanda que ayudó a dos cachalotes encallados en un banco de arena a salir justo cuando los expertos estaban barajando la posibilidad de sacrificarlos.

En la entrevista en la televisión española Diana Reiss tiene un brillo en los ojos y sonríe de forma satisfactoria.  “Son seres complejos, socialmente hablando. Pueden reconocerse frente al espejo. Hice un estudio sobre ello con uno de mis colegas hace muchos años y vimos que se reconocen cuando se miran en un espejo; descubren que ése soy yo. Los grandes simios, especialmente los chimpancés, también comparten esa capacidad de reconocerse frente al espejo. Pero solo algunos simios la tienen; el resto de los monos no.” Luego cuenta sobre una investigación pretenciosa: colocaron varias teclas que cuando los delfines las presionaban emitían un sonido y expulsaban un objeto, por ejemplo una pelota. Al parecer los delfines no sólo lo aprendieron de forma muy rápida sino que además comenzaron a imitar los sonidos con sus propias vocalizaciones. Reiss dice que este sistema de aprendizaje es muy elevado y que además es autoorganizado. Ella no puede dejar de fascinarse al hablar de su objeto de estudio. Luego pone sus dos manos en el pecho y, con una mirada certera, dice que la ciencia se hace también con el corazón.

VI
Lo que encontraron en el golfo de Esmirna es un monstruo. Y digo monstruo porque cumple con las dos acepciones que el diccionario toma como excluyentes. Su aspecto es temible y presenta una anormalidad. El monstruo tiene dos cabezas. Las mandíbulas abiertas potencian la expresión del terror. En términos científicos son dos delfines siameses. ¿Cómo un delfín, una criatura tan bella, tan estereotípicamente bella, puede transformarse en un monstruo?

Cuando aparece por fin el mutante en El vampiro argentino, la novela de Juan Terranova, el narrador dice: “Estaba lejos de ser imponente, más bien parecía un niño, un adolescente sucio en una mazmorra medieval”. Si en el título de una nota figuran las palabras delfín mutante o delfín siamés o delfín con dos cabezas, el click en el link tiene el asombro mórbido del terror. Pero al ingresar, en la foto se ve con claridad que el monstruo está muerto. Y ya no es un monstruo, ya no es un mutante que daña nuestra sensibilidad sino que la potencia con el chip de la lástima. Y cuando digo lástima no me refiero a las estrategias que despliegan los programas televisivos -como el que conduce Gerardo Rozín, por ejemplo- para capturar espectadores sino, más bien, a la complicidad que se genera cuando se percibe el halo oscuro del sufrimiento ajeno, la mueca seria de la muerte; la sensación de encontrarse con una criatura que, por más extraña que parezca, sufrió una muerte, esa muerte que puede tocarnos a cualquier de nosotros, los humanos, los normales.

Pero la muerte está predestinada. No importa si hay un dios esperándonos en el más allá, no importa si el más allá consiste en un fundido a negro, tampoco importa si existe ese tan mencionado más allá. Si cada uno de nosotros es la hoja del árbol de la especie caeremos al llegar el otoño y el árbol, con mucha suerte, lo hará luego de un siglo, si es que el clima se lo permite. Somos demasiado inofensivos y la muerte de un monstruo nos lo confirma/////PACO