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Para empezar, un aguafuerte porteña de Roberto Arlt publicada el 31 de diciembre de 1929 en El Mundo. La fecha no debe pasarse por arriba tan rápido. 31 de diciembre de 1929. Hay que imaginar esa Buenos Aires, el calor final de un año que no había sido bueno, un año que le había demostrado al mundo el poder destructivo del capitalismo en crisis. Jueves negro, Crack del 29, Gran Depresión, y la Argentina con una muy puntual memoria reciente de ser el granero del mundo. También cabe recordar que Arlt en octubre de ese año había dado a conocer Los siete locos. ¿Quién había leído ya ese libro? ¿Cómo lo había leído? Así que el último día de 1929, se publica una columna muy breve titulada “Para ser periodista.” Cito una parte: “Usted no quiere ser periodista; lo que pretende es un empleo en un diario, y tiene razón en poseer esas ambiciones, porque en la mayoría de los diarios abundan como las moscas negras los empleados, y escasean como las moscas blancas, los periodistas. Dedicarse al periodismo por vocación y porque, en realidad, se poseen cualidades para ellos, está bien, pero muy bien. Mas es el caso que el gran porcentaje de la gente empleada en los diarios está en ellos por la necesidad de ganarse unos pesos; nada más. Así llegan al periodismo infinidad de individuos que no tienen cabida en otra parte ni sirven para nada.”
Entiendo que el veredicto sigue vigente. Si lo que ustedes quieren es un empleo, no debería estudiar periodismo, ni dedicarse al periodismo. Ya no existen las grandes redacciones. Internet se comió y se sigue comiendo las ventajas estructurales del periodismo mainstream. Entrar a una redacción y salvarse por el solo hecho de estar ahí puede ocurrir. Leemos este problema coyuntural todos los días en el Clarín que cada vez está más ilegible. La Nación, creo, que se preserva un poco más. Pero los sueldos son malos, casi miserables, los jefes son cada vez más brutos y el trabajo se vuelve tedioso. Yo les diría que si están pensando en estudiar periodismo, lo piensen mejor y estudien otra cosa.
Otro momento, otra cita. El 24 de noviembre de 1975 en Yale un grupo de estudiantes le hizo una entrevista pública a Jacques Lacan. Luego, muy rápido, la transcripción se publicó en la revista Scilicet Nº 6/7, ese mismo año. “¿La importancia de la literatura en mis escritos?” se pregunta Lacan a sí mismo. Y se responde: “Yo diría más bien de la letra. La literatura no sé todavía muy bien lo que es; a fin de cuentas, es lo que está en los manuales, de literatura entre otros. He tratado de acercarme un poco; es una producción pero dudosa y de la cual Freud estaba ávido porque le ha servido para abrir el camino de las vías del inconsciente. (…) Todo es literatura. Yo mismo la hago porque vende: mis Escritos, son literatura a la cual he tratado de dar un pequeño estatuto, que no es el que Freud imaginaba.”
Periodismo. Literatura. Manuales de literatura. Empleo. Mercado. Escribir. Vender. Una producción pero dudosa, dice Lacan. Y agrega: todo es literatura. En el seminario 24, Lacan inventa una palabra, un neologismo que nos sirve. La “poubelle”, la basura, se publica y se transforma en “poubellication.” Se lo tradujo como “publicagación.” Nuestras “publicagaciones.” La traducción al castellano, me parece, mejora el original. Lo hace más escatológico, más biológico. Eso que escribimos sale de nuestro cuerpo pero como residuo, como deyección. Lo que nos nutre es transformado. ¿Y no es lo que escribimos eso mismo? ¿No responde la lecto-escritura a ese proceso? El periodismo no puede desentenderse de esa función excretora. Internet tampoco. Ahora bien, todo esto no es en sí algo malo, en el sentido de que hay que dejar de hacerlo, en el sentido de una perversión sadiana, autodestructiva. Más bien al contrario. Además, después de todo, Baudelaire ya señaló que el amor lo hacemos con los órganos excrementicios. Por otra parte, la mierda da vida, fertiliza tierras puras, las llena de bacterias, las hace efervescentes, las dota de historia, las hace productivas. Sin deyecciones, sin animales que rumien, sin árboles que generen oxígeno, sin lombrices, sin estiércol, sin esos metabolismos dialécticos, no hay vida. Por eso, de hecho, esta caca que escribimos, pese a que muy rápido se enfría, se seca y se transforma en otra cosa, este periodismo, esta literatura, puede ser vendida en el mercado. Pero cuidado porque hasta el más tonto se da cuenta de que morder una ciruela no es lo mismo que pisar mierda descalzo.
Y ya que hablamos del origen me gustaría comentar ese momento en que decidimos empezar a leer y escribir. Entiendo que hay una pedagogía de la escritura, del periodismo, de la lectura, de la comunicación y que hoy ese mecanismo de transmisión falla. Aprender a narrar. Aprender a argumentar. ¿Dónde se aprende eso? Por ejemplo, la crónica a la colombiana que ha sido fuertemente instituida, pregonada y enseñada como un nuevo realismo. La Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez, las altas esferas de la rosca internacional del crimen organizado de la crónica, la revista Anfibia… Textualidades que deberían ser argumentales y son narrativas, que deberían trabajar con hechos y trabajan con impresiones, un ética propuesta desde un aprendizaje. ¿Qué leo ahí? Esos detritus salen infértiles. A la crónica que se enseña la veo como una plancha rota, una silla a la que le falta una pata, una bolsa de consorcio llena de trapos sucios. ¿Lo más infértil de todo? Lo que debería ser híbrido, compuesto, mutante, se transforma en monótono, en chupamedias del poder, en fóbico, estático. ¿Podemos decir que hoy los periodistas escribe crónicas para ser aceptados en el chiquero del prestigio literario? Vanas aspiraciones. ¿Perdonables? Desde luego, pero el paisaje ofrece hoy malos periodistas, haciendo mala literatura, formándose de manera deficiente. ¿Es un espectáculo divertido o triste? ¿Se puede ser ambas cosas? Queda claro que la mierda es aquello que, al mismo tiempo, ya no sirve y sirve para otra cosa, así que supongo que es posible la tristeza del payaso divertido. Pero solamente por un rato.
¿Hablamos de periodismo digital? ¿Qué pedagogía podemos admitir en el muladar, entre los desperdicios? El profeta habla en el mercado tanto como el vendedor de baratijas. Pero aunque se parezcan no dicen lo mismo. Ahora bien, en el basurero, cuando se revuelve lo que sobra, lo roto, no se habla mucho. Más bien se mira, se está atento a aquello que puede servir, que puede ser reciclado, extraído, recuperado de su destino entrópico. Es una labor delicada la del ciruja. No deberíamos subestimarla. Que sea ingrata, como ya dije, es otro tema y algo que está asegurado casi desde el principio. Y si digo casi es porque se conocen casos de cartoneros que encontraron dinero, joyas u obras de arte entre los restos nocturnos de la vida contemporánea. Y también porque sacar un poco de oro del barro, aunque más no sea una moneda, es posible y puede comportar intensas alegrías. Así, este aprendizaje al que nos somete Internet -hoy todos revolvemos Internet de forma profesional o por gusto- puede tener personeros, cantantes, directores de orquesta, empresarios y dueños, pero uno no debería seguir a la primera vedette que se le cruza en su vida cuando comienza a ir al teatro de revista. ¿No es la gran enseñanza de novela decimonónica francesa? Noten que de la basura pasamos al teatro, de los desperdicios al espectáculo. No es un cruce ingenuo, desde luego.
Hay que elegir bien a los maestros, a los oradores, a los profesores, tanto en la porqueriza como en el prostíbulo. Se trata de una cuestión de reflejos, supongo. Y el periodismo digital, en ese sentido, nos permite una libertad que a veces se puede volver asfixiante. Así, intoxicarse en algún punto parece inevitable. ¿De dónde me agarro para avanzar? Ahora bien, en su libro El autor y la escritura, Ernest Jünger escribió que se podía vivir entre ruinas, y uno que viene desde el opaco y cruel siglo XX lo sabe. Se puede vivir entre ruinas, decía Jünger, pero no se puede vivir de las ruinas. El cambio de preposición significa mucho, hace la diferencia. Parafraseando a Jünger, entonces, se puede vivir entre las toxinas, pero no se puede vivir de las toxinas.
Voy terminando. Aprender a escribir es muy fácil. Aprender a leer, muy difícil. Pero enseñar a escribir y a leer es imposible. Me explico: se puede aprender pero no se puede enseñar. El peso recae siempre sobre el alumno. Y su primer desafío consiste en acertar con el maestro. El docente se dedica a cumplir con la decepción, porque ya sabemos muy bien que se aprende en la decepción, nunca en el entusiasmo. Repito entonces, hay que elegir bien al maestro. Muchos de los que enseñan hoy a leer y a escribir en relación al periodismo me hacen acordar a la carta que le escribe el Quijote a Dulcinea. El Quijote está con Sancho y decide escribir. Me interesa la invocación inicial: “Soberana y alta señora: El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene.” Doble ironía amorosa la de Cervantes. Primero, enviar salud por carta. Y luego, enviar la salud que no tiene. Desde luego es un deseo, una galantería. Sin embargo, nos sirve para pensar si hoy no existen muchos educadores del periodismo que envían fórmulas por correo a sus alumnos, mandándoles esa vitalidad de lo que justamente carecen. El Quijote, al menos, avisaba.////PACO