En el momento histórico en el que las bandas que inauguraron el heavy metal como género evolutivo del rock alcanzaron los cincuenta años de existencia, el metal extremo se ve revitalizado, revisitado, vampirizado y -como no- fagocitado por la industria del entretenimiento y la moda que encuentra en cualquier gesto de rebeldía un alimento para su deseo de devorar cualquier crítica. Metal Lords, la película que estrenó Netflix con cameos a los grandes del género, el auge de la estética metalera en la moda y las giras mundiales de bandas icónicas como Metallica y Judas Priest, cuyos integrantes ya atravesaron la barrera de los setenta años y se encuentran padeciendo las consecuencias físicas de décadas de headbanging, ponen sobre la mesa la necesidad de recuperar cierto espíritu de rebelión para fortalecer el sentido de pertenencia en una época que presenta una aguda crisis de la dimensión colectiva.
Algunos interrogantes aparecen ante estas inesperadas coincidencias: ¿Qué ocurre cuándo los adolescentes contemporáneos no necesitan rebelarse contra el principio de autoridad? ¿Dónde ponen todo su hastío cuando la religión, las buenas costumbres o la moral familiar ya no existen como encauzadores del comportamiento y gran parte de lo que les ocurre es comprendido y considerado por las instituciones actuales? La angustia existencial tiene en el presente anclajes distintos a los que existían cincuenta años atrás, siendo el factor económico y la falta de visión de futuro los más poderosos. ¿Hay argumentos suficientes para aconsejar a un joven que estudie para ser alguien cuando hoy existen millones de trabajadores en blanco cuyos salarios están por debajo de la línea de pobreza? La música adolescente por excelencia de la escena argentina contemporánea es el trap, un género nacido bajo el abrazo de la industria mainstream. Entonces, en una etapa tan conflictiva subjetivamente como es la adolescencia ¿dónde se canaliza la bronca propia de la existencia humana si los espacios por fuera del sistema son cada vez más acotados?
En Metal Lords, una película liviana donde un trío de adolescentes -un fan del heavy metal, su mejor amigo nerd y una violonchelista con problemas de ira- se une para competir en un concurso de bandas y en el camino hace frente a las burlas y reproches estereotípicos de lo que significa apasionarse por la música pesada, se recorre la discografía de Metallica, Judas Priest, Anthrax y Slayer; y también hace cameos -como ángeles de la guarda- a Tom Morello, Rob Halford, Kirk Hammett y Scott Ian.
El protagonista de la película, un adolescente fan del heavy que se lleva mal con su padre, termina internado en una institución y cuando el psiquiatra le pregunta por el consumo de drogas y alcohol, problemas de violencia, escolares, de sueño o, incluso, cuestiones sexuales, el chico le responde “nada de eso, solo está el heavy metal”. La estereotipación que los fanáticos del género han venido padeciendo desde que Ozzy Osbourne y Tony Iommi se juntaron en Birmingham a fines de los sesenta, es desacralizado con simpatía en la respuesta de un inocente joven de pelo largo.
The Memory Remains
En 2016 la Asociación de Psicología Estadounidense publicó un paper llamado “The Memory Remains: cómo el heavy metal ayuda a combatir el miedo a la muerte” (el título hace referencia a la canción de Metallica donde James Hetfield ladra las vocales con un talento superior). El trabajo consistió en armar dos grupos, el primero debía escuchar “Angel of Death” de Slayer y el otro un audiolibro para posteriormente responder preguntas. Los investigadores llegaron a la conclusión de que quienes escucharon metal fortalecieron su autoestima, y que quienes son capaces de disfrutar de este género musical tenían más desarrollada la resistencia a la autoridad y una mayor apertura mental.
La música tiene efectos medibles y predecibles en el cerebro. Los ritmos fuertes generan patrones sincronizados en la actividad cerebral. La ciencia más convencional sugiere que la música puede ayudar a recuperar la memoria, a restaurar daños cerebrales y a superar adicciones. Los prejuicios instalados hacen suponer que escuchar metal, más que calmarnos, nos da ganas de romper cosas o de pelearnos con el primero que se nos cruce, pero los estudios no se cansan de afirmar lo contrario: determinaron que “la música heavy metal regula la tristeza y potencia las emociones positivas”. Además, descubrieron que “cuando experimentan ira, los fans de la música extrema buscan escuchar música que la canalice”. Tal vez la reflexión que brinda Andrew O´Neill, periodista, comediante y autor de La historia del heavy metal refuerce esta idea: El heavy metal está definitivamente conectado con la oscuridad y los aspectos negativos de la vida humana. Se centra en la agresión, la violencia y el poder. Aceptar que estos aspectos son centrales y atinentes a la condición humana, en vez de sepultarlos como lo malo de lo que no se quiere saber ni oír, parece ser la clave para expandir la capacidad de recepción de este estilo musical y una explicación que se acerca a comprender por qué los fans de este género aparecen en los estudios psicológicos como personas con mayor tolerancia a la frustración y una mejor canalización de la furia que los fanáticos de otros estilos musicales.
En relación a esa idea, O´Neill agrega que un concierto heavy es una experiencia física. Si vas a ver a Coldplay, suenan exactamente igual que en el disco, probablemente se muevan un poquito por el escenario. Pero si vas a ver a Converge, ves como el cantante se deja la piel en el escenario, sacando la emoción fuera, y el público responde a eso. Es una actividad importante porque el heavy está ahí cumpliendo una función, le permite a la gente escapar de la negatividad: los metaleros son más felices que la mayoría de las personas. Tenemos un sentimiento de pertenencia, y es por eso que no suele haber peleas en los conciertos de heavy.
En el estudio que desarrollaron en conjunto sobre el control de la ira en el heavy metal, los investigadores Christian Hoffstadt y Michael Nagenborg enumeran algunas formas posmodernas propias de los conciertos de heavy metal a partir de la década de 1990: el stage diving (los fans suben al escenario y se arrojan al público), wall of death (pared de la muerte: los fans de agrupan en dos líneas enfrentadas y corren hacia la línea contraria llevándose puesto a todos los jóvenes a su paso) y crowd surfing (algunos fans son trasladados en manos de otros sobre las cabezas del público, como si estuvieran surfeando sobre un mar de personas). Estos autores explican que estas prácticas se relacionan con la retórica propia del heavy metal, la cual tiene que ver con expresiones de ira y enojo. Estos tipos de bailes son “formas de interacción con el propósito de representar la ira de una manera controlada”. La expresión de enojo de una forma pautada, codificada y colectivamente reglamentada permite que ese sentimiento propio de cualquier ser humano no se canalice en otros espacios que podrían ser más problemáticos socialmente.
La industria de la moda se come la rebeldía
A primera vista las bandas pesadas se encuentran alejadas de los consumos culturales de las ‘it girls’ que se fotografían a las puertas de los desfiles, pero cada vez más vemos figuras como las Kardashian, Justin Bieber o incluso influencers locales adoptando la estética metalera en sus elecciones estilísticas. A las bandas no les hace ninguna gracia que personas que no escuchan su música y que se encuentran en las antípodas ideológicas de sus propuestas devoren la dimensión estética del metal para beneficio personal. El guitarrista de Slayer, Gary Holt, apareció en los conciertos del 2015 con una camiseta en la que se leía «Kill the Kardashians» después de que Kendall Jenner se mostrara con una remera de la banda en los premios musicales de Toronto, y otra de Megadeth en el festival Coachella. Cuando Kourtney Kardashian apareció el año pasado en un desfile de Dolce & Gabbana con una remera de Cannibal Corpse, el antiguo cantante de la banda, Chris Barnes, la llamó “poser”. La camiseta muestra la imagen de un ser formado por medio esqueleto, medio hombre, masticando los intestinos que salen de su abdomen. Llevaba esta camiseta junto con un bolso negro Hermès Birkin que cuesta miles de dólares.
La industria del entretenimiento tiene un talento asombroso para capturar cualquier gesto de rebeldía y transformarlo en parte constitutiva de su ser. A lo largo de la historia ha ocurrido con el rock, el punk, la ecología o el feminismo, entre otros. En esa astuta apropiación lo despoja de su carácter outsider y lo convierte en mainstream, por lo que su intención de cuestionar pierde por completo su efecto y pasa a ser un acto despotenciado.
O´Neill agrega en La historia del heavy metal: Los adolescentes no existían antes de los años cincuenta, el término todavía no se había acuñado. Los niños se convertían en adultos sin pasar por una etapa intermedia. En los años cincuenta cambiaron las circunstancias económicas: los adolescentes tenían dinero para gastarlo en ocio y ropa, y que mejor que hacerlo en un sencillo de vinilo de siete pulgadas, un artículo que resumía a la perfección su nuevo poder adquisitivo (…). Por desgracia, en vez de derrocar los sistemas existentes y levantar una utopía de sus ruinas, los adolescentes de los años cincuenta se lo fundieron todo en ropa y se convirtieron en los primeros (y voraces) consumidores de la historia. El capitalismo, con su clásica velocidad de relámpago, se adueñó de su rebelión y después se las vendió.
En relación a la estética, los fanáticos del heavy metal suelen vestir de una manera descuidada y poco afecta a la producción puntillosa. El cabello largo y la ropa negra parecen ser las únicas condiciones de su histórico uniforme, que añadió las tachas como un elemento representativo de cierta hostilidad. A diferencia de este gesto rebelde, los jóvenes actuales que siguen al trap lucen una cantidad de artificios infinitos que van desde los tatuajes y piercings hasta la decoloración capilar, la ropa pensada, el culto a las zapatillas y los accesorios enormes que emulan a los que usaban los artistas del hip hop de los ochenta y noventa. Esos pantalones embolsados y de tiro bajo, con infinitos bolsillos, que comenzaron a ser usados por los adeptos al hip hop para pasar cosas prohibidas cuando visitaban a sus amigos en la cárcel. Hoy de aquel gesto delictivo no queda más que una elección fashionista. Pero el trap, que surge en la década de los 90 como un subgénero del hip hop pero con un sonido más agresivo, pareciera cada vez más coquetear con el reggaeton, un género que no requiere demasiado procesamiento porque está diseñado para estimular al cerebro de manera directa.
Ningún estilo musical ha sido tan criticado, ninguneado, ridiculizado, incomprendido y parodiado como el heavy metal. Y ninguno ha sido tan resistente y duradero. Le ha brindado a los jóvenes de unas cuantas generaciones un lugar de pertenencia y una forma de diferenciarse del deber ser propuesto por el mundo adulto y burgués. Hoy es sorprendente ver a los adolescentes con sus padres en las presentaciones de los cantantes de trap. Si antes de los años cincuenta se pasaba de ser un niño a un adulto sin escala, hoy pareciera que con pasar de ser un niño a un adolescente alcanza y hay un espacio socialmente permitido para permanecer ahí durante mucho más tiempo.
Cierta apatía política generalizada, la falta de futuro anclada en la inestabilidad económica y la caída de los antiguos principios de autoridad parecen haber erosionado las intenciones de transformar el presente. La música es un buen lugar donde observar esos comportamientos y, quizás, lo ocurrido en Cromañón también haya contribuido a terminar con ciertas prácticas relacionadas al aguante en la música. No parece casual que este término, que hace referencia a las acciones de resistir y soportar (‘hacer el aguante’ como resistir al otro o acompañar a alguien en una circunstancia adversa) se haya devaluado tanto. Ya no surgen nuevas bandas de heavy metal porque los jóvenes parecieran no necesitarlas, y la creatividad está más volcada en la tecnología que en el arte. Tal vez ser rebelde hoy es apoyar a un líder político como Javier Milei y vestir de camisa celeste y pantalón pinzado.
No hay certezas de cuánto tiempo durará la comunidad metalera, una de las tribus urbanas más antiguas. Los jóvenes conectan mejor con otros estilos musicales y las bandas icónicas del género no podrán seguir tocando a perpetuidad, a pesar de que Judas Priest está llevado adelante su gira 50 Heavy Metal Years y Metallica está en este momento dando conciertos por América Latina.
Pero hay un elemento que no se modifica con el paso del tiempo: quienes se adhieren a la comunidad metalera, aunque sean cada vez menos, suelen adquirir con orgullo la condición de outsider. Quizá sea más por un ejercicio de rebeldía individual que colectiva, pero sigue siendo importante que cualquiera que desee llevar esa etiqueta encuentre un espacio que lo reciba. Spotify publica estudios con periodicidad y en una métrica específica llamada “lealtad” (no cuenta el número de reproducciones sino cuánto regresan las personas a las bandas más destacadas del género) concluyó que los metaleros son los fans más leales de todo el mundo. Los nuevos rebeldes del mundo sean bienvenidos./////PACO
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