Educación


De la marcha a la alfabetización: leer y escribir

Y acá estamos: conservando a duras penas lo que nos quedó de la marcha universitaria de abril, hace ya un mes. Conservamos quizás lo que la marcha tuvo de episódico emergente, al modo de una potencia o una muestra. No un golpe al plan económico de Milei, tampoco a su itinerario de reforma laboral o a la transferencia económica burda al alias del capital financiero internacional. De la marcha universitaria apenas nos queda la algarabía colectiva de volvernos a encontrar (los que participamos más o menos activamente en la vida política o sindical y apocamos la regularidad, pero también los que habíamos votado por opciones diferentes en la gran disyuntiva nacional y preferíamos, evitando las aberraciones de la indignación mutua, silenciar el placer belicoso de la conversación política). La movilización “en defensa de la universidad pública” no articuló un esbozo de programa, tampoco una orientación o una perspectiva política. Quienes quisieron, un poco torpes, llevar agua para su molino –“capitalizarla”- estuvieron cercanos al papelón sino los hubiese salvado la indiferencia. Un poco dejó pedaleando en el aire a los de preguntas esperanzadas: ¿cómo sigue, cuál es el próximo paso? La marcha nacional por la educación universitaria ni siquiera se enmarañó (porque las trascendió) en las disputas corporativas de la demanda sectorial (las federaciones universitarias y sus centros estudiantiles, los sindicatos docentes, los bloques de rectores y autoridades), siempre de aires más domésticos. Y por todo esto no hay nada para conservar de la gran marcha universitaria, o no tanto más que la expectativa solidaria de recrear la participación cívica en tiempos de oscuro individualismo. Trasladada a la preocupación masiva alrededor de un debate educativo, una cita de Martín Rodríguez en su Panamá podría evitarnos algunas vueltas: “El viejo país de la movilidad ascendente hace años vincula su ideal de progreso con la capacidad de privatizar su vida. Del hospital público a la obra social, de la obra social a la prepaga. La movilidad social ascendente por mano propia”. La universidad, con todo lo excluyente que pueda suponer su gramática institucional, es la carrera solitaria que los más abnegados encaran (y claro que, además, esa abnegación es una variable socio-económica) para canonizar en su horizonte profesional la cicatriz orgullosa del esfuerzo. Y el esfuerzo personal, aún en las modalidades ya no tan meritocráticas como “por mano propia” que hoy lo asaltan, es algo que siempre merece ser valorado y estimulado.

Imagino a un joven votante de Milei, satisfecho de su participación en defensa de la carrera que le está costando la vida, encendiendo el fuego y poniendo a calentar la pava de noche, llegado a su departamento, alistando sus resaltadores y apuntes, dispuesto a una larga noche de estudio, dispuesto en fin a cuidar responsablemente de los recursos escasos. Imagino, por qué no, a un militante de izquierda de la universidad que esa misma noche, todavía con el entusiasmo de los cantos que tararea y el olor a muchedumbre en la ropa, se cuelga hasta la madrugada repasando el Manifiesto Liminar o scrolleando fotos y videos del Cordobazo, alguna grabación inédita de la FUBA del 2001. Los dos saben, en el antagonismo de sus posiciones, que la universidad pública –en el #orgullo de su adjetivación democrática- todavía retiene lo que el resto del sistema educativo estatal está perdiendo: la validez en la correlación entre el título y el conocimiento adquirido. Quien se graduó en las Universidades de Buenos Aires, La Plata, San Martín, Córdoba, Rosario, del Litoral o Cuyo, conserva, con su escaso y valioso título en mano, el prestigio que verifica un trayecto arduo y riguroso alrededor de la disciplina en cuestión. Con los profesorados docentes pasa algo paradójico: los de gestión estatal son los más elegidos y mejor calificados, pero sobre ellos también recaen las demandas múltiples (válidas o extorsivas, según el caso) que se le hacen a la escuela media, que distraen sus objetivos prioritarios y desordenan la dinámica de su funcionamiento.

En cambio, con la primaria y la secundaria sucede lo contrario. Como con la salud (la lógica privatizadora: de la obra social a la prepaga), en la educación media se extiende hace ya mucho, mucho tiempo la opción paga de garantizar un ingreso, un trayecto continuo y finalmente una graduación que goce de una distinción. Hay una duda, agresiva y cada vez menos silenciada, sobre las garantías que, por su lado, ofrece el título estatal. Las familias no terminan de entender si la calificación TEA es 7 (siete) o 10 (diez), o si cuando el pibe o la piba saca TEP significa que “se llevó la materia”. Pero casi todas sospechan que algo de estos novedosos mecanismos de evaluación pretende silenciar el fracaso escolar. La bibliografía pedagógica más renombrada ya se refirió largamente a estos temas. Conectando con ese espíritu de época, el gobierno de Milei instaló en gestiones provinciales los vouchers, contra toda verosimilitud. Claro que el sistema universitario y el sistema de educación básica habitan jurisdicciones diferentes, nacional y provincial respectivamente, es decir, los órganos responsables sobre los que se dirigió el reproche multitudinario no son todos.

El gobierno de Milei, ya se dijo demasiado, se comió una curva peligrosa con la marcha del 23 de abril. Alistado desde muy temprano para beber “lágrimas de zurdos”, el Ejecutivo nacional no previó el acontecimiento masivo y sin abandonar la retórica cansadora del pataleo se dispuso a recomenzar la negociación con las universidades, fundamentalmente la UBA. Fueron relevados de estas mesas los funcionarios más flamígeros y asumió la conducción del intercambio el secretario de educación Carlos Torrendell, poseedor de buenos modales aristocráticos, pausados, reflexivos y algo tímidos, quizás la sintaxis fónica perfecta para alguien que sabe mucho de educación y, avergonzado, gestiona y administra una agenda de desfinanciamiento desorganizado y vacío conceptual. Torrendell, en sus acotadas intervenciones públicas desde que es funcionario de un área tan sensible, parece esforzarse por discutir “temas importantes”, de esos que merecen escucha comprensiva e intercambio ordenado, como la lectura y la escritura o la cooperación curricular del privado, pero no logra salir de la justificación constante que con urgencia enloquecedora le impone su agenda oficial. Con todo, sus buenas formas no alcanzan.

No hay en la política educativa ninguna cruzada menemista; entonces el estado no se retiró: instituyó un esquema reformista, propulsó el lento goteo de la federalización y ordenó el sistema educativo en función de los intereses del mercado. Ahora, no hay más que el bochinche embrutecedor del adoctrinamiento, el comunismo y la quita de la obligatoriedad. Claro: la eliminación del Incentivo Docente (FONID) o el recorte de becas y programas socioeducativos se conjugan con los parloteos sin agenda, sin sustentos ni bibliografía, que inclinan la pendiente jabonosa sobre la que tratan de hacer pie la escuela primaria y secundaria. Si la cruzada menemista construyó el imaginario de su resistencia educativa, la entropía mileísta no está dejando aire para pensar críticamente las prácticas pedagógicas en la educación básica, sustento cultural y material de cualquier trayecto favorable en la universidad que defendemos. Por su parte, la cristalización curricular y discursiva, en los últimos 30 años, de ciertas pedagogías críticas y de orientación progresista mostró serios límites en la puesta a prueba de sus premisas inclusivas y ése también es un tópico que merece un debate tan enérgico como el del ascenso de la ultraderecha al poder político.

Entre sus muchas consecuencias, la marcha educativa produjo un freno en otras áreas de la administración educativa. Las reuniones del Consejo Federal de Educación, cuentan las crónicas periodísticas, se sembraron de desconfianzas presupuestarias, en medio de reasignaciones y grandilocuentes promesas televisivas. Se vio paralizada, entonces y en especial, la que parecía ser la principal propuesta educativa del mileísmo: el Plan Nacional de Alfabetización. No constituye a priori ninguna novedad programática; el PNA fue un compromiso que firmaron todos los candidatos presidenciales en las últimas elecciones, con excepción de Myriam Bregman del FIT. La iniciativa lleva la firma de la ONG Argentinos por la Educación, que fotografió desde Schiaretti a Grabois poniéndole el gancho al compromiso. Milei y Massa, lo mismo. La ONG modeló con su información ordenada y su retórica sencilla el tópico educativo en los debates de candidatos, allá lejos y hace tiempo.

El trabajo que viene realizando Argentinos por la Educación en el último período –signado por la pandemia- es de lo más relevante. Y su potencia y capacidad para instalar en la arena pública el debate sobre las escuelas –con notas semanales en todos los grandes medios, informes técnicos regulares, newsletter, etcétera- merece una atención especial por parte de los docentes. Es, a su vez, un índice llamativo del proceso de privatización educativa en el país, que se extiende hace ya más de medio siglo; en este caso, sobre la evaluación y el monitoreo de los resultados educativos. Producen, bajo parámetros por momentos positivistas, información de calidad relevada en el extenso territorio nacional. Son prolijos y sistemáticos, construyen equipos de trabajo sólidos en lo técnico y en contacto con colegios; quizá les quepa el reproche, tan típico a este tipo de organizaciones, de su asepsia política y su neutralidad metodológica, que no: están implicados en una trama de debates políticos y pedagógicos que debieran asumir en su naturaleza polémica. Su aporte es muy valioso, pero mejor sería no cerrar una caracterización totalizante de lo que pasa en las escuelas “basándose en la evidencia” y sí entrar en contacto con otras tramas de lenguaje escolar, como la de los sindicatos o los centros de estudiantes, o incluso el habla estatalista que resuena entre salones. Entre miradas que se sospechan, lo mejor pareciera relajar los antagonismos.

El estado, que cuenta con la información de la que con rigor se valen las ONG –pero también, y desde hace muchísimo más tiempo, los sindicatos o las organizaciones sociales de trabajo territorial-, pecando de cierto negacionismo, no advirtió a la sociedad con suficiente estruendo el momento de tensión que recorre la escuela frente a los desafíos dispersos e híper-especializados del siglo XXI en los campos del trabajo y el conocimiento y el proceso de su expansión democrática desde la muy reciente (2006) obligatoriedad de la secundaria.

La pandemia –y sobre todo el revés de su trama, el aislamiento- extendió la sombra de este proceso democratizador: trayectorias escolares muy blandas, muy dispersas, de bajo rendimiento académico y actitudinal, de muy poca sistematicidad. El caso típico de un pibe de 12, 13 o 14 años que va tres veces por semana a la escuela, y capaz que no va por dos semanas, y la mamá que jura “¡no lo puedo hacer levantar!” o es a ella misma la que le cuesta levantarse, y la carpeta que no avanza y los conocimientos previos van ejercitándose cada vez menos, y el texto que no se entiende nada y la prolijidad que se hunde en sintomáticos garabateos… No sería cierto decir que este proceso es exclusivo de las escuelas estatales; en la extensísima red de escuelas privadas, subvencionadas, parroquiales o cooperativas se observan estos pibes y pibas, masa bulliciosa que se queda callada a la hora de leer en voz alta. Con todo, la matriz clasista del conflicto es inapelable: a mayor pobreza y exclusión social, peores resultados educativos. Tampoco es un fenómeno estrictamente nacional.

Sobre las fibras de esta herida posó la lupa Argentinos por la Educación y restituyó el concepto de Alfabetización en la trama de debates nacionales. Apenas tres días después de la marcha universitaria, la ONG lanzó un video de famosos argentinos sumándose a la campaña sobre el desierto iletrado, libro en mano; ahí los vemos, a Ricardo Darín,  “Peque” Schwartzman, Manu Ginóbili, Diego Torres, Mariana Fabbiani, Lizi Tagliani, Adrián Suar, Julio Bocca, Georgina Barbarrosa o Verónica Lozano, entre otros, esbozando la consigna que los reagrupa: #NoEntiendenLoQueLeen. Es una expresión fuerte (escrita en la lengua digital), que puede ser observada desde muchos puntos de vista. Su veracidad se sostiene en lo extendido de la rumia: los que laburamos en escuelas, ¿cuántas veces salimos del aula pensando o escuchamos a nuestra compañera, en el recreo, decirlo? Y es verdad que estiramos hasta puntos inimaginables nuestro optimismo pedagógico pero la desesperanza azota cuando repartimos la fotocopia con el artículo o el cuento y hay dos o tres, pero a veces cuatro o cinco pibes y pibas que, hasta en cursos muy avanzados de la secundaria, ¡maldición!, les cuesta entender lo que leen.

¿Decir que no entienden lo que leen es hablar de alfabetización? ¿Hay una crisis de analfabetismo en Argentina para que todos los candidatos aceptaran unánimemente, como en ningún otro tema, el compromiso alfabetizador? ¿Es el analfabetismo de los ochenta; es la crisis de las instituciones del 2001? ¿Qué rol cumplen las nuevas tecnologías, y especialmente el celular, en el proceso de adquisición de la lectura y la escritura de los chicos? ¿Cómo se vincula con este problema de las lecturas y las escrituras escolares con la proliferación masiva de diagnósticos cognitivos entre niños y adolescentes? ¿A quiénes cabrían las responsabilidades sobre el punto: ministros, técnicos, formadores, maestros? Preguntas como mosaicos de un muro descascarado, hecho de palabras: la Argentina de los chicos.

Nadie se lo exige, pero Ricardo Darín –que expresa en su short, una vez más poniéndole rostro al sentir popular, la disconformidad generalizada respecto de los resultados escolares- probablemente no sepa que está participando de lo que la pedagoga Berta Braslavsky llamó en 1962 la “querella de los métodos de la enseñanza de la lectura”, polémica que sigue abierta. Fundamentalmente en el campo de la escuela primaria, base estructurante de todo el sistema educativo, se produce una verdadera guerra de guerrillas entre métodos que, ideologizados, por momentos hace la mímica de la vieja grieta entre kirchneristas y macristas. Excesos de campo. Es una guerra silenciosa, de la que nadie más que los educadores sabe: una directora en Capital que aclara frente a las familias su desacuerdo con la evaluación de la “fluidez lectora” que se propuso desde el ministerio local; o una docente en un profesorado de la provincia de Buenos Aires que se autocensura frente a los futuros maestros a la hora de darles el método, que ella misma usó cuando estuvo frente al grado, de la “conciencia fonológica”. La querella actual, como entonces, incluye artículos en Infobae, La Nación o Clarín, libros de Siglo XXI y Fondo de Cultura Económica, papers, artículos académicos, revistas, desvelos de cátedras, capacitaciones, reformas curriculares, proyectos, trayectos formativos… y Planes Nacionales de Alfabetización.

La historia de la alfabetización en Argentina es apasionante, de una riqueza extraordinaria. Además: somos y hemos sido un faro productor de teoría alfabetizadora, con experiencias pedagógicas radicales y de usos imperecederos. Nombres como los de la citada Berta Braslavsky o la exigente, Emilia Ferreiro, eminencia de la alfabetización latinoamericana y eximia discípula de Jean Piaget que falleció el año pasado en México (donde desarrolló una tarea de investigación y producción pedagógica monumental), ponen la talla de la avanzada teórica y práctica que Argentina -nuestras universidades, al fin- lega a la cultura universal.

Emilia Ferreiro

¿Cuándo comenzamos a leer y escribir? ¿Hay que enseñar las letras una por una? ¿Cómo se enseñan si es que hay que hacerlo? ¿En qué orden, alfabéticamente o en cuanto vayan apareciendo, o las vocales, o el abecedario, o como existen en verdad en las palabras? ¿Lee un chico cuando su maestra lee en voz alta? ¿Hay que seguir enseñando la cursiva? ¿Hasta cuándo debe dejarse usar sólo la imprenta mayúscula? ¿Debe dejar de usarse? ¿Tendrá efectos más adelante? ¿Qué textos proponer para favorecer la lectura? ¿Volcarnos sobre lecturas “reales” o hacia los “MIMAMÁMEMIMA”? ¿Volver a los clásicos, abordar los contemporáneos? Un cuestionario mínimo, apenas como muestra, de los problemas teóricos tremendos implicados en el ejercicio alfabetizador. Y efectivamente hay respuestas contradictorias para cada pregunta.

Hay corrientes teóricas que, en un núcleo problemático común –hacer que cada chico escriba y lea de manera progresivamente autónoma para integrarse a la cultura de lo escrito-, colisionan –habrá que ver si de frente- al responder la intriga esencial por los modos del conocimiento: ¿cómo es, en definitiva, que nos armamos de lenguaje desde que nacemos, en el más allá de nuestra capacidad innata para pensar y hablar? Entonces, se oponen fundamentalmente dos campos (que se reparten los enfoques curriculares y los lineamientos de política educativa, por lo menos en este aspecto, de cada provincia): el de los métodos globales (que en nuestro país se extiende en la “psicogénesis de la escritura” –con la participación destacadísimas investigadoras como Ana María Kaufman, Delia Lerner, Mirta Castedo o Mirta Torres), de presencia preponderante en la Provincia de Buenos Aires, y los métodos más ligados a la conciencia fonológica (de adscripción a la psicología cognitivo-conductual, y con referentes de impacto mediático como Ana Borzone o Vanesa De Mier) con arraigo en Capital Federal o Mendoza. A grandes rasgos, la idea central de los primeros sostiene que el trabajo debe realizarse en la frecuentación de textos de circulación social (“desescolarizar los textos”) y, en ese proceso, con la intermediación del docente, ir desarrollando reflexión y conocimientos sobre las prácticas del lenguaje y la normativa del sistema de escritura y la lengua. El segundo, en genealogía del método de la “palabra generadora” de tipo sintético-analítico, propone comenzar el trayecto alfabetizador desde cada palabra para ir progresivamente descomponiéndola en sus partículas mínimas, las letras, para asociarlas a sus sonidos –los fonemas-, e ir articulando unidades mayores –sílabas, palabras, pequeñas oraciones, etcétera-.

Es una polémica epistemológica inocultable del campo de la didáctica y de la educación, fundamentalmente de la escuela primaria. Sin embargo, el impacto de la pandemia, la virtualización de nuestro contacto permanente con textos, las dificultades de la escuela para asimilar su crecimiento orgánico (el cambio de su sustancia como institución) luego de la extensión de la obligatoriedad en un contexto social y económico crecientemente apremiante para los pibes y sus familias, estos territorios en torno a qué expectativas repone la escuela cuando se habla de leer y escribir se extienden sobre las escrituras y lecturas de los jóvenes y adolescentes del secundario, de relación crecientemente enrarecida con nuestra “cultura de lo escrito». Entre una asimilación inconducente a los lenguajes digitales y populares que nos quedan cada vez más lejos (¿en qué anda pensando nuestra pendejada, qué le gusta, hacia dónde se proyectan?, ¿debemos renunciar a nuestros objetivos didácticos si entran en fricción con sus intereses?, ¿la escuela debe incluir o excluir los tics de una sociedad ansiosa y crispada?) y el ceño fruncido de una escuela disciplinar que no puede limitarse a negar histéricamente la transformación de las subjetividades infantiles y juveniles (con libertades sorprendentes, pero llenos de consumos tóxicos –apuestas online, redes sociales hiperkinéticas, videojuegos adictivos), el debate entre corrientes alfabetizadoras desplazó su frontera desde las niñeces hacia las nuevas juventudes. Y se extendió conceptualmente: los candidatos a presidente firman, sin mediar su posicionamiento, el mismo Plan Nacional; el gobierno de Milei le da vueltas al asunto; no hay política educativa más allá de recortes, disputas que generan malestar institucional.

El problema no es la polémica. Cualquier disciplina las tiene; en su desenvolvimiento avanza el conocimiento (la educación no es ni ciencia ni poesía: ni un Excel ni un espasmo de ternura). Es más: ojalá que el creciente interés por el estado actual de la lectura y la escritura promueva una discusión social prioritaria sobre el rol de la cultura escolar en el proceso de aprendizaje de lo escrito que ni empieza ni termina en el aula –mucho más si es deseable una continuidad en estudios superiores. Como en cualquier disciplina también proliferan algunos lugares comunes, frases como slogans publicitarios que, sin la pertinente reposición, no dicen mucho. El problema –quizás arrojo con un ánimo excesivamente centrista– es que el debate adquirió, en su exposición productiva del último tiempo –notas en medios masivos, pero también en portales de izquierda, o declaraciones sindicales-, una tonalidad agresiva, que por momentos pone “los derechos del niño” intermediando como estrategia comercial para vender el último libro.

Hay, en la actualidad del debate, cierta intoxicación ideológica. Hay, sí, diferentes miradas sobre el rol del niño y su concepción, lo mismo que sobre el rol docente, pero otra cosa es cristalizar estas polémicas en un retardatario debate entre un 678 progresista y un TN conservador. Así planteado el debate será inconducente; las conductas políticas del gobierno nacional, que debe articular el Plan con todos estos debates a cuesta, ya hace suficiente trabajo de entorpecimiento intelectual.

¿De qué sirve que Ana Borzone pida la escupidera de la psicogénesis, en plena Feria del libro y frente a un presentador que con expectativa chimentera espera el título de impacto, para achacar en una falsa responsabilidad sobre el fracaso escolar? ¿De qué sirve asociar los métodos de asiento cognitivo a los poderes financieros internacionales, empantanando con temas ajenos? ¿Qué posicionamientos asume Argentinos por la Educación, por caso, para el análisis de su extraordinaria masa de datos sobre rendimientos escolares y en la elaboración de su plan de acción? Sin destensar la cuerda de los posicionamientos teóricos, las necesidades un poco vanidosas de la autoafirmación debieran dejar lugar a una mayor circulación de la polémica en sí, sin restricciones de uno y otro lado. Como en cualquier disciplina, los docentes tomarán de los constructos teóricos, moldeando una masa hecha de muchos materiales pero agrupados en los objetivos trazados –enseñar a leer y escribir, con todas las cosas que eso implica, hasta cuando ya terminamos la escuela-, y pondrán en juego las mejores estrategias frente a los chicos particulares, con sus quilombos y sus gracias, con sus comunidades y sus familias.

Justo cuando la luz pública comenzaba a iluminar esta polémica fundamental en la que el país conjuga un pedazo de su futuro, la otra punta de la educación, la única que depende de Nación, la universitaria, removió el único trayecto que, sin herramientas, como desnuda, había encarado la flamante Secretaría de Educación. La realidad por momentos es menos intrigante: el compromiso alfabetizador que firmó Milei e incluía una mayor distribución de libros a las escuelas (insumo imprescindible) no puede ocultar la decisión de cancelar, sin más, la compra y distribución de libros para las bibliotecas, y eso a expensas de la movilización de los universitarios. Siendo tan nuestro, son momentos difíciles para el optimismo. Pero bienvenida sea la interrupción universitaria. La irrupción es un estado que, si nuestra concentración se dispone, puede dejar de ser un emergente angustiante (aquel pibe que quedó rezagado en sus estudios y ya en secundaria le da vergüenza escribir su producción, o la piba que se choca con sí misma cuando no encuentra, frente a la propuesta de escribir un poema, el mecanismo para hacer el pasaje sensible del pensamiento a la escritura, o incluso más, el profesor que no logra que tal alumno encare un párrafo chocándose con la pared del “no entendí nada”) y convertirse en disposición pedagógica con más valor intelectual, disponiendo críticamente de los modelos que la universidad tanto como la experiencia docente cotidiana producen. ¿Un pastiche? No sé. Prefiero: un frentismo heterodoxo, en el más acá de la calle, para interponer la paciencia del pensamiento escolar a la velocidad embrutecedora que nos agrede.////PACO