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Beatriz Sarlo fue la primera en sugerir en sus Siete ensayos sobre Walter Benjamin, publicados hace ya diez años, que había llegado el momento de “olvidar a Benjamin”. Por lo menos, hasta que la devaluación de sus ideas en el mercado simbólico especializado (la frase contra la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires es de Sarlo) resultara menos agraviante. Los motivos para el uso intensificado hasta el desgaste del pensamiento de Benjamin están explicados en ese mismo libro (que es, por supuesto, parte de una rapiña que no tuvo pausa), aunque para los más desorientados o curiosos podrían sintetizarse así: Benjamin “puede ser puesto a trabajar en otros contextos filosóficos e históricos”, admite Sarlo, pero después de una furibunda catarata de décadas de seminarios, cursos, clases teóricas, posgrados, monografías, exámenes, libros, libelos y libritos, “no se puede hacer cualquier cosa”[1]. Sin duda, esta catarata está dispuesta a envolver entre las elásticas categorías benjaminianas cualquier tema sobre casi cualquier disciplina, en especial desde que los derechos de propiedad intelectual sobre Benjamin están liberados a cualquiera dispuesto a pagarle a un traductor.

Ahora bien, el modo en que el mercado simbólico especializado (que es, desde ya, internacional) encontró en Walter Benjamin un producto fructífero para las conciencias de las damas y los caballeros en casi todas las aulas y el modo en que, a partir de ahí, su figura intelectual fue atrapada por lo que Sarlo llama una “operación de canonización simplificadora a la cual se lo somete en sede académica”, no ha sido contado por nadie mejor que Hannah Arendt. Circunstancialmente, Arendt conoció a Benjamin durante sus años en París, y tal vez por eso, sin la necesidad de enseñárselo hasta el hartazgo a nadie, lo entendió con claridad, aún si de a ratos la narración de su vida parece escrita contra Benjamin. “Póstuma, anticomercial e inútil”, como describió alguna vez su extraña “fama”, a los ojos de Arendt no podría decirse que Benjamin fuera, como suele presentárselo entre estudiantes comprensiblemente crédulos, una luminaria crucial para cuestionar la Modernidad del siglo XX, sino el nombre de un equívoco trágico que, por su vida casi parasitaria, su desapercibimiento intelectual y su triste suicidio, ilustraba la extinción del siglo XIX en la forma de un escritor judío-alemán “conocido como colaborador en revistas y en la sección literaria de periódicos durante algo menos de diez años, antes de que Adolf Hitler tomara el poder y antes de su propia emigración”.

Aunque entre nosotros su figura resulta tan esclerosada como bibliografía obligatoria que casi no podemos notarlo (ni podemos notar, a veces, lo absurdo de mortificarse en pleno siglo XXI por “la reproductibilidad técnica del arte” en los términos en que fue pensada en 1936, como señala Boris Groys), la hipótesis de Arendt es que Walter Benjamin habría encontrado en esta “fama póstuma” un último equívoco tras una vida minada por tantísimos otros, muchos de los cuales fueron recopilados, narrados y editados (es decir, vendidos) años después por amigos de su infancia como Gershom Gerhard Scholem y por Theodor Adorno, “su primer y único discípulo”. El más fundamental de estos equívocos, dice Arendt, fue que Benjamin, literalmente, escribía “textos incomparables” con todo lo demás, lo cual, a pesar de una sorprendente capacidad para huir de lo clasificado y lo clasificable, nunca significó para Benjamin otra cosa que mayores desaciertos y equívocos. En este sentido, sugiere Arendt, conviene pensar en Benjamin como alguien cuya “erudición era grande, pero no era un especialista; el motivo de sus temas comprendía textos y su interpretación, pero no era un filólogo; se sentía poderosamente atraído no hacia la religión sino hacia la teología y al tipo teológico de interpretación por el cual el texto mismo es sagrado, pero no era ningún teólogo y no estaba interesado por la Biblia; era un escritor nato, pero su máxima ambición era producir un trabajo que se compusiera enteramente de citas; fue el primer alemán en traducir a Marcel Proust, pero no era traductor; hizo reseñas de libros y escribió varios ensayos sobre escritores muertos y vivos, pero no era crítico literario; escribió un libro sobre el barroco alemán y legó un voluminoso estudio inacabado sobre el siglo XIX francés, pero no fue historiador literario ni de ningún otro tipo”.

En consecuencia, lo primero que Arendt nos invita a pensar es que quienes desde una “sede académica” hace décadas que repiten, comentan, venden y prologan cuanto papel lleva impreso el nombre Benjamin, son los mismos que, si las circunstancias fueran ligeramente distintas, como lo fueron para Benjamin mientras estaba vivo, ni siquiera lo considerarían un par, e incluso lo despreciarían por tratarse de un astuto diletante y usurpador. Desde ya, él tampoco quería convertirse en lo que Arendt llama un “miembro útil de la sociedad” (o en un miembro útil de cualquier tipo, como muestra su frustrado viaje amoroso a Moscú); sin embargo, hay algo extrañamente inerme y aletargado en la descripción que Benjamin hace del crítico como aquel que inquiere por una verdad cuya llama viviente, dice, “sigue ardiendo en los considerables troncos del pasado y en las ligeras cenizas de la vida que transcurre”. En este punto, escribe Arendt, y teñida de mucha de esta ceniza, la “mala suerte” (una fórmula elegante para hablar de indolencia o estupidez) se convierte en el factor clave para iluminar la existencia de alguien que, como sus amigos reconocerían con mayor o menor escándalo, no sabía cambiar las condiciones que lo rodeaban “aun cuando estas estaban por aplastarlo”. Un ejemplo rápido es lo que le pasó en 1940, cuando, iniciada ya la Segunda Guerra Mundial, Benjamin abandonó París por miedo a un bombardeo que jamás ocurrió y llegó hasta Meaux, uno de los puntos de concentración de tropas francesas más grandes y peligrosos del momento (fue como “huir al frente”, dice con sorna Arendt). A su manera, esta anécdota tragicómica ayuda a entender, aunque sea en parte, ese típico regodeo catártico de muchos “académicos benjaminianos” alrededor del “aura” de Benjamin, un personaje sobre el que, al fin y al cabo, es fácil proyectar en público ciertas fragilidades neuróticas y políticas que, a la vez, esconden entre los interesados el amplio radio de prerrogativas y salvaguardas privadas e institucionales que Benjamin nunca tuvo.

Pero más allá de esto, era su labor intelectual la que arrastraba un auténtico sinfín de equívocos. Por citar algunos, Las afinidades electivas de Goethe, “obra maestra de la prosa alemana”, escribe Arendt, había sido rechazada tantas veces por distintos editores que Benjamin estaba casi desesperado cuando Hugo von Hofmannsthal, al fin, lo publicó en una de sus revistas en 1924. Sin embargo, Benjamin no supo capitalizar lo que Las afinidades electivas de Goethe habría podido colocar en marcha en favor de lo que, sin duda, era el único destino posible en su vida: convertirse en profesor. “Si los caballeros implicados en el asunto declararon más tarde que no entendían una sola palabra del estudio que Benjamin les sometió, El origen de la tragedia alemana, se les puede creer”, escribe Arendt sobre su fallido intento por ganar una posición en la academia alemana. “¿Cómo habrían de entender a un escritor cuyo máximo orgullo radicaba en creer que escribir se basa principalmente en citas? En verdad, ni el antisemitismo ni la mala voluntad hacia un forastero —Benjamin se había graduado en Suiza y no era el discípulo de nadie— ni la tradicional desconfianza académica respecto de algo cuya mediocridad no esté garantizada necesitaban estar involucrados”.

Alrededor de esto, que pudo cambiarlo todo, Arendt remarca que el error no debe atribuirse a ninguna rebeldía, sino a algo más parecido a la simple estupidez. Con su texto magistral sobre Goethe, en realidad, Benjamin atacó al único catedrático capaz de abrirle las puertas del sistema universitario (Friedrich Gundolf) antes de que tales puertas le fueran abiertas. El equívoco se vuelve más penoso cuando Benjamin, ciego a sus verdaderos errores, y absolutamente aislado y en soledad ante la perentoria lógica de las políticas académicas, se preocupa “de manera ociosa” por lo que Hofmannsthal pudiera pensar sobre una de sus observaciones críticas en contra de uno de sus colaboradores, Rudolf Borchardt. En síntesis, en cualquier lugar donde intentara adaptarse y cooperar para obtener alguna base firme bajo sus pies, para Benjamin las cosas acababan por salir mal, y es por eso por lo que ni siquiera sus mejores textos fueron publicados mientras vivía. Ni siquiera, dice Arendt, por quienes se los encargaban. Sin ir más lejos, por apenas una diferencia de 100 francos franceses que no le pagaron, su reseña sobre La novela de tres centavos, de su amigo Bertolt Brecht, quedó en el olvido, mientras que otros de sus más usufructuados textos, los mismos que ahora se recitan como parte del catecismo bibliográfico de cualquier aprendiz de humanista, aparecieron tras su muerte dispersos en distintos sótanos europeos, entre libros y revistas que jamás llegaron a ver la luz por cuestiones de lo más insignificantes. (Algunos de estos textos estaban firmados con pseudónimo, ya que Benjamin insistía en esconderse de un nazismo que, en realidad, jamás lo registró).

La fase de aceleramiento de esta “mala suerte” llegó cuando la Escuela de Frankfurt, de la que Benjamin dependía financieramente a través del Instituto para la Investigación Social, migró a los Estados Unidos con la aparición del nazismo. Para Theodor Adorno y Max Horkheimer, sin embargo, esto bien pudo ser un momento de liberación. No era un secreto que ambos, a pesar del buen trato personal, consideraban a Benjamin como alguien que “no se manejaba en absoluto” con el marxismo teórico real y cuyo pensamiento resultaba “adialéctico”, es decir, opuesto al materialismo dialéctico que la Escuela de Frankfurt defendía como emblema (y es por esto que el texto sobre Baudelaire tampoco fue impreso en vida, ya que sus errores alrededor de la teoría marxista eran insalvables: sobre eso Adorno le escribiría una de sus cartas en abril de 1939, casi un año y medio antes del suicidio con una sobredosis de morfina). En síntesis, cuenta Arendt, Benjamin era un intelectual improvisado y ajeno a cualquier marco estable de trabajo, un aficionado talentoso y caprichoso que no se interesaba tanto en las ideas como en los fenómenos, y cuanto más diminutos y marginales fueran, mejor. Ni siquiera el ensayo, si puede afirmarse que era un escritor independiente de ensayo, le parecía tan valioso como género. De ahí que la famosa imagen del Angelus Novus represente un tipo de pensamiento que “no se proponía ni podía llegar a articular generalmente afirmaciones válidas, sino a reemplazarlas por otras metafóricas”. Es esto lo que le permite a Arendt hablar sobre el “pensamiento poético” de Benjamin y su “unidad del mundo” a través de la metáfora como “don máximo del lenguaje”, todo lo cual lo convierte en un pensador poético, si bien no fue ni un poeta ni un filósofo.

Pero, ¿explica esto la inutilidad o la incapacidad de Walter Benjamin a la hora de integrarse de manera sensata y adulta al mundo del trabajo y la responsabilidad intelectual? ¿Demuestran estos equívocos por qué su familia tuvo que mantenerlo cuando ya tenía treinta años y una esposa (si bien duró poco) y un hijo? ¿Y dice todo esto algo acerca del perezoso mecanismo académico que insiste en parasitar a Benjamin? Respecto al parasitar, en sus cartas consta que el único trabajo que Walter Benjamin alguna vez consideró llevar adelante con relativa seriedad fue el de desarrollar su “bibliomanía” bajo la forma de una librería (financiada por su padre), y esto tampoco ocurrió. Arendt, sin embargo, atempera un poco el tono de su semblanza y aclara que lo que le pasaba a Benjamin no se explica en términos de estricta irresponsabilidad sino de desorientación. Hasta el final, Benjamin vivió dentro de una especie de nebulosa anacrónica e infantil sobre lo que significaba ser un hombre de letras, una figura por entonces ya insustancial pero que, de todas formas, le servía para rebelarse ante eso inevitable que Stefan Zweig, en las mismas condiciones y afectado por las mismas taras, describiría con notable angustia como “el mundo de ayer” (y este es un mundo, explica Arendt, en el que no se puede soslayar el efecto psicopolítico que la burguesía judía-alemana de la época tenía sobre sus mejores hijos, a los que “extraviaba de la realidad” mediante las cortinas ideológicas de una riqueza que, si por un lado debía servir para progresar desde la mera condición burguesa, también impedía conocer lo que había realmente alrededor). En tal caso, en 1926, cuando su padre murió y “el estipendio” familiar llegó a su fin, Benjamin creyó que podría aprender hebreo por 300 marcos al mes “si los sionistas consideraban que les podría ser de algún provecho” o “pensar dialécticamente por mil marcos franceses”. Por supuesto, no hizo ninguna de estas cosas, y por eso su existencia material se basaba en el ingreso sin trabajo, mientras que su actitud intelectual se afirmaba en el rechazo absoluto de ser integrado política o socialmente.

Este equívoco “político o social”, que al experimentarse bajo ilusiones de libertad e incluso de desobediencia resulta indudablemente afín a lo que se simula respirar en muchos ámbitos académicos de ayer y de hoy, se vuelve evidente en los confusos caminos ideológicos de Benjamin, que cuando intentó primero un “sionismo discrecional” y luego un comunismo “básicamente no menos discrecional”, escribe Arendt, descubrió que “las dos ideologías se enfrentaban con la máxima hostilidad: los comunistas difamaban a los sionistas como judíos fascistas y los sionistas llamaban a los jóvenes comunistas judíos asimilacionistas rojos”. En consecuencia, unos y otros, tanto en Moscú como en Jerusalén, lo mirarían con sospechas. El largo cataclismo de equívocos se arrastra hasta su amistad con Brecht, que tanto Scholem como Adorno, aún si estaban celosos, coincidieron en describir como una “desastrosa influencia” a pesar de que Benjamin murió convencido de que el “pensamiento crudo” de Brecht era el mejor rumbo para “convertir el pensamiento en acción”. Una “acción”, aclara Arendt, que no significaba otra cosa que “realidad”, lo cual a su vez no significaba otra cosa que “los proverbios y los modismos del lenguaje cotidiano”…

Para terminar, es significativo que durante su autoexilio en París, la ciudad que más lo inspiró y que conocía desde mucho antes de la guerra, un lugar que consideraba su verdadera cuna como europeo (y que sería la incubadora de una de sus figuras más explotadas, el flâneur, con la que todavía se concierta incluso a quienes scrollean sus pantallas en Instagram), Benjamin tampoco fue capaz de establecer los pocos contactos que le hubieran resultado necesarios para subsistir. Arendt, que respecto a esto no era inocente, subraya que, a pesar de ser amigo de André Gide, Benjamin ni siquiera supo aprovechar la cercanía con Werner Kraft, que en París tenía las “mejores conexiones”. Todo lo cual concluye en el máximo equívoco, ocurrido el 26 de septiembre de 1940, cuando Benjamin se suicidó por miedo en la frontera entre Francia y España, desde donde esperaba llegar a Portugal para embarcarse hacia los Estados Unidos. Poco antes, la Gestapo, como a otros miles de judíos, le había confiscado su departamento en París, donde guardaba la mitad de lo que había sido su exótica biblioteca alemana, una masa de volúmenes que pretendía llevar consigo a pesar de que buena parte de su valor residiera, según Benjamin, en que muchos de sus tesoros habían sido bien recolectados pero nunca leídos (resta imaginar el desconcierto de los hombres de la Gestapo ante la pila inútil de papel, si es que le dirigieron algo más que una mirada para constatar que solo eran eso, libros).

La sucesión definitiva de “mala suerte” que llevó a Benjamin a una sobredosis de morfina es conocida. Aunque había sido uno de los primeros en recibir por intermedio de sus amigos frankfurtianos en América un visado estadounidense para salir de Francia expedido en Marsella, y aunque también tenía un visado español de tránsito, lo que le faltaba era un visado francés de salida, un documento que se les negaba a todos los refugiados alemanes. Ahora bien, vale la pena citar otra vez a Arendt: “Esto no presentaba mayores dificultades, dado que un camino hasta Portbou a través de las montañas, corto y en absoluto difícil, era bien conocido y no estaba custodiado por la gendarmería francesa de la frontera. Con todo, para Benjamin, que sufría manifiestamente de una dolencia cardíaca, hasta el más corto de los caminos suponía un esfuerzo. El reducido grupo de refugiados al que se había unido llegó a la población fronteriza española sólo para enterarse de que España había cerrado la frontera el mismo día y de que los oficiales de frontera no aceptaban visados expedidos en Marsella. Benjamin se quitó la vida por la noche y, debido a la impresión que este suicidio produjo en los oficiales fronterizos, éstos permitieron que los compañeros de Benjamin siguieran hasta Portugal”. Al leer a Arendt, la sensación es que Walter Benjamin, tal vez, se mató para evitar escapar de Europa y tener que trabajar sin escapatoria en los Estados Unidos o Jerusalén, donde lo esperaba Adorno o Scholem. De cualquier manera, lo cierto es que “murió porque no sabía abrir una ventana”, como decía su amigo Jacques Rivière sobre Proust. Que un buen número de los académicos y editores que lo parasitan hasta hoy tampoco sepa abrir una ventana para liberarse de Benjamin tiene su ironía////PACO


[1] Aunque a veces “olvida” la nacionalidad de las Islas Malvinas, Sarlo no “olvidó” a Walter Benjamin, y por eso escribió el milésimo epílogo para una millonésima impresión de su correspondencia con Adorno, editada en 2021 por Eterna Cadencia.

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