Praga


¿Conoces a Franz Kafka?

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Por Mariano Terdjman

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Viajé a Praga a fines de marzo para conocer la ciudad donde nació y vivió Franz Kafka. Hace rato que tengo una especie de cruzada literaria: intentar quitarle a Kafka ese mote de ‘atormentado’, ‘torturado’, lo de la ‘enigmática personalidad del genial escritor praguense’. No hay contratapa en la que no figure alguna de estas descripciones.   

Porque para mí Kafka es sinónimo de humor. América es una comedia chaplinesca: todo lo que allí sucede, toda la aventura, es un gag tras otro. En El proceso, el juicio tiene lugar en un granero: ¡y sin embargo tomamos todo tan en serio! Max Brod habló de las bromas y de la risa de Kafka, de sus ojos chispeantes, de su alegría: todo sin sentido. Kafka será siempre ese hijo atormentado por ese padre tiránico.

Dirán: «Kafka escribió “Carta al padre”». Es cierto. Pero incluso en esa carta, que Kafka escribe como abogado en pleno juicio (y en los juicios importa menos la verdad que persuadir), hasta en esa carta podría encontrarse un costado humorístico.  Basta leer la discusión de Hermann (Kafka) y su hijo Franz (Kafka) sobre una mujer:

“Probablemente se puso alguna blusa rebuscada como saben hacerlo las judías de Praga y, acto seguido, logicamente decidiste casarte con ella. Y dentro de lo posible, pronto; en una semana, mañana, hoy. No te comprendo, si eres un hombre adulto, vives en la ciudad, y no sabes hacer otra cosa que casarte enseguida con una cualquiera. ¿Es que no existen otras posibilidades? Si tú tienes miedo de ir, yo mismo te acompañaría”

Un padre que le dice a su hijo: si te vas a casar por un escote, por una calentura, lo mejor es ir a a un prostíbulo y pensarlo mejor. Y si hace falta, vamos juntos. No es un diálogo muy lejano a una película de Woody Allen.

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Si me pongo serio, diría que Kafka es una imagen necesaria para el siglo XX: toda su familia muere en la segunda guerra, sus hermanas, sus novias, la mayoría de sus amigos y conocidos: ¿Qué otro destino podría quedarle al pobre de Franz que anticipar el gran horror del siglo XX a pesar de haber muerto, prematuramente, en 1924?

Por eso es imposible reírnos con Franz, porque es un símbolo.

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Fui a Praga, decía, para conocer las casas donde vivió, las oficinas donde trabajó, para hacer un recorrido por la Praga de Kafka. Llegué un martes de un frío inhóspito. No había campera ni guantes ni medias donde refugiarse. En el hotel me recibieron como un turista más porque Praga, en los últimos años, se convirtió en una especie de nueva París.

Dos días me bastaron para hartarme de tanta epopeya kafkiana. Al fin y al cabo, no veía más que edificios, monumentos, piedras, ventanas: allí ‘había nacido’; allí ‘había escrito La condena’; ese es el ‘homenaje de la ciudad’; aquella es ‘su casa natal’. No sé qué cosa quería encontrar, pero no era eso. Iba a cambiar el pasaje del tren cuando el conserje del hotel me vio entrar y dijo:
-¿Conoces a Franz Kafka?

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La pregunta me sacó del embotellamiento de destinos cercanos a Praga. Repitió:
-¿Conoces a Franz Kafka?
El conserje era un español que vivía en Praga. Me señaló una taza que yo había comprado y donde la sombra de Kafka camina sobre una Praga amarilla. Le sonreí.
-Aquí hay una leyenda –dijo. Franz Kafka sale a caminar todas las noches y les habla a los visitantes: les cuenta una broma.
Me emocioné: no por esa posible aparición fantasmal, sino por el hecho de que Kafka, en esa leyenda, contara una broma. Volví a sonreír como si fuera un turista inocente y él continuó:
-Sólo hay que tener preparada una pregunta y entonces él aparece y responde con una broma.
Praga tiene larga tradición de apariciones y leyendas: el Golem es su mayor éxito. Imaginé a burócratas o publicistas creando nuevas para atraer más visitantes.
Entró gente y el conserje se ocupó. Era todo tan ridículo que no iba a darle crédito. Iba a dormir y conocer Viena dos días antes de lo previsto. Subí a mi habitación, abrí la puerta, me acosté, cerré los ojos, pero como un autómata, me levanté, me vestí, volví al ascensor, me puse los guantes y salí a la calle.

Bordée el río Moldava, muerto de frío. Crucé el puente Carlos. Fui hasta el Castillo. Iba a resfriarme y creo que ya volaba de fiebre. Volví sobre mis pasos. Crucé, de nuevo, el puente Carlos. Llegué al Hotel Intercontinental: allí antes estaba la casa de los Kafka y, una madrugada, Franz había descubierto su íntimo destino como escritor. Pero, acaso, ¿yo creía en fantasmas? ¿Creía, en serio, en esa leyenda? ¿Dónde había quedado mi ser racional? ¿Dónde mi escepticismo? No tuve tiempo de nada cuando apareció un sobretodo negro, una bufanda, un gorro de lana: unos ojos chispeantes y conocidos. Me miraron. No esperé para decir:
-¿Te molesta que el mundo crea que tu vida fue miserable?
Se bajó apenas la bufanda, y dijo, en su susurro:
-¿Sabés qué hace un elefante en París?
No lo sabía, no.
-Se caga de risa –dijo, me sonrió y se fue.