Para pensar esta pregunta podemos organizarnos alrededor de dos cuestiones. Primero, la fantasía de que la tecnología digital y la “segunda vida” que la tecnología digital nos permite en la web es, o debería ser, mejor. Y por mejor quiero decir más positiva y más igualitaria, más participativa y democrática que la vida que llevamos cuando no estamos frente a una pantalla. Segundo, la fantasía de que, a través de esa “segunda vida”, más igualitaria, más participativa, más positiva y más democrática, nuestros deseos tienen más posibilidades de (e incluso más derechos para) ser cumplidos. Pero antes de seguir adelante es importante subrayar que cualquier sospecha sobre las ventajas o las desventajas de la existencia en la web, por ligeras o insignificantes que parezcan esas sospechas, no son más que el síntoma, probablemente romántico, si no directamente conservador, de una brecha generacional, una brecha histórica, una brecha simbólica y cultural de la que, por otro lado, solo sabemos que tiene fecha de vencimiento. Esto quiere decir que para un nativo digital, es decir, para alguien nacido después de la aparición de internet, oír sospechas de este estilo es tan extraño, por no decir ridículo, como para alguien de la generación anterior es escuchar todavía sospechas sobre una vida frente al televisor, o como lo fue para la generación previa a esa escuchar sospechas sobre una vida frente a la radio, o como lo fue para la generación previa escuchar sospechas sobre una vida frente a la imprenta (siempre hubo una voz imbécil diciendo que los copistas eran más genuinos que la imprenta, que la interacción humana era mejor que la radio, que la televisión alienaba de la realidad o que internet nos despoja de nuestra intimidad). Estas sospechas cíclicas ante las fusiones de la vida y la tecnología implican, también, reconocer que de lo que se trata es de cómo tratamos con estas fusiones cuando las enfrentamos demasiado pronto o demasiado tarde, y de cómo intentamos, ya que estamos excluidos de la vida del nativo digital, una especie de “emigración sublime”, una huída a un supramundo que presentamos como “la verdadera patria de la parte mejor de nuestra alma”, como dice el filósofo Peter Sloterdijk. En cualquier caso, el desajuste se traduce en una incomodidad crónica, en una fusión, digamos, de menor categoría. Puesto en los términos de alguna película que hayamos visto todos, Titanic, por ejemplo, muestra muy bien que, ya sea en Primera Clase o en Tercera Clase, todos podemos embarcarnos y disfrutar del mismo viaje, aunque quienes viajamos en Tercera Clase estemos, al final, un poco más condenados que el resto a hundirnos.

Cualquier sospecha sobre las ventajas o las desventajas de la existencia en la web, por ligeras o insignificantes que parezcan, no son más que el síntoma, probablemente romántico, si no directamente conservador, de una brecha generacional, una brecha histórica, una brecha simbólica y cultural.

Para volver a la diferencia entre lo virtual y lo real y a la fantasía de que nuestra vida online debería ser, por algún motivo, “mejor” que nuestra vida offline, pensemos, por ejemplo, en el ciberbullying, que es una de las versiones digitales del viejo y conocido acoso escolar, o en los trolls, que son la versión digital de los viejos y conocidos provocadores. Por supuesto, antes vamos a tener que pasar por alto dos cuestiones inmediatas pero que no son insignificantes. Primero, la fantasía sobre la “bondad” (o, si se prefiere, sobre la “obediencia”) intrínseca de los chicos y, después, la fantasía sobre la “bondad” (o la “obediencia”) intrínseca de los adultos. Sobre esta indisposición general a ser como nos gustaría ser ‒y peor: la indisposición general de los otros a ser como nos gustaría que fueran‒ nunca está de más recordar que incluso Sigmund Freud tuvo problemas al plantear no solo que hay algo erróneo en el animal humano, sino que ese malestar es parte de lo que significa ser humano. Como sea, la historia de cómo estas confusiones se complejizan al fusionarse con la tecnología es larga. Y, según el pensador inglés John Gray, es una historia que desnuda la clave misma del “mito del progreso”. El progreso, y en especial el progreso moderno, explica Gray, gira alrededor de un problema: “la esperanza de una vida sin conflicto”. Y ahí aparece la principal paradoja del mito de un “progreso humano”. En su versión humanista, dice Gray, el mito del progreso siempre arrastró sus fantasías. La más delicada es la que sostiene que los seres humanos son, o podrían llegar a ser, libres para elegir sus propias vidas. Pero la mala noticia ‒para volver por un segundo a Freud‒ es que ni el Yo propio ni el Yo ajeno se elige. Se padece, se soporta, se acepta, pero no se elige. Por lo tanto, nadie es libre para elegir su propia vida. Tenemos la libertad para conocer y de manera activa elaborar en qué condiciones y de qué manera tuvieron lugar los hechos que le dieron forma y sentido a nuestra existencia, e incluso la libertad para conocer y de manera activa elaborar cómo nuestra existencia se relaciona con la existencia de los otros. Pero de lo que se trata, al final, es de la aceptación del destino personal. El asunto, entonces, es que mientras nuestros impulsos (es decir: nuestros deseos, nuestras pulsiones) están en guerra entre sí y también en guerra con las exigencias de nuestra conciencia, la fuerza del Yo no se manifiesta cuando trata de armonizar los conflictos sino cuando aprende a vivir con ellos. La sugerencia de Gray es que habitar “el mito del progreso”, el mito de que uno puede “llegar a ser la persona que realmente se desea ser”, también es una forma de habitar la existencia desde un territorio virtual, es decir, desde un territorio que no existe. Otra paradoja es que esa idea de la realización personal ‒o, llevado al escenario de los bullys y los trolls en internet: la idea de que quienes se portan mal deberían llegar a portarse bien‒ le debe mucho más al movimiento romántico y a los relatos religiosos de redención y salvación que al racionalismo. En tal caso, si internet es una de las máximas demostraciones del progreso tecnológico y del conocimiento humano, ¿por qué motivo no somos testigos del correlato directo entre una acumulación virtuosa del conocimiento y una vida íntima y pública sin conflictos? Pero, ¿y si lo que ese correlato ausente tiene para decirnos es que nuestras fantasías sobre una convivencia armónica garantizada por una “sociedad de la información” está equivocada? ¿Y si el conocimiento y la brutalidad, la información y la ignorancia, el amor y el odio, la felicidad y el terror no son, ni fueron, ni van a ser nunca irreconciliables? En este punto, dice Gray, el Génesis en la Biblia ya decía algunos años antes de la existencia de Facebook y Twitter que “el conocimiento no puede salvarnos de nosotros mismos”.

Si internet es una de las máximas demostraciones del progreso tecnológico y del conocimiento humano, ¿por qué motivo no somos testigos del correlato directo entre una acumulación virtuosa del conocimiento y una vida sin conflictos?

Entonces, ¿qué podría salvarnos de nosotros mismos? En principio, nada que haga pasar sus intereses por nuestros intereses. Sin embargo la fantasía de que internet es la plataforma definitiva para una sociedad de individuos plenamente realizados y, por eso mismo, de individuos ajenos a cualquier forma de conflictividad, se ajusta más a las Reglas y condiciones de Facebook que a cualquier universo social conocido. Por lo tanto cuando Facebook afirma desear “que la gente se sienta segura al usar Facebook”, como dicen sus Normas comunitarias, lo que deberíamos animarnos a sospechar es que lo Facebook realmente desea es que el propio Facebook se sienta “seguro” para que la gente use Facebook. ¿Y por qué no? Facebook es una empresa multinacional con activos por 50.000 millones de dólares y 1650 millones de usuarios activos mensuales. Con números por el estilo sería extraordinariamente necio de parte de los dueños de internet dejar la “seguridad” de su negocio y de nuestro entretenimiento en manos del azar. O, peor, dejarla en manos de la fantasía de una sociedad dispuesta a alcanzar en las pantallas esas bellas y nobles virtudes humanas que no se cumplen en otro lado. Aún así, de lo que se trata es de hasta qué punto somos permeables a asumir como propias las proyecciones de fantasías ajenas. El filósofo Slavoj Žižek se ocupa de esto cuando menciona que una de las características más fascinantes del capital contemporáneo es que “coloniza los últimos recursos hasta ahora excluidos de su circuito”, de manera tal que se da origen a un nuevo tipo de proletario, un “proletario absoluto, despojado de los últimos focos de resistencia privada”. Lo que resta entonces, dice Žižek, es “una subjetividad pura sin contenido”, es decir, alguien cuyos recuerdos y deseos ya ni siquiera le pertenecen. A propósito de esta figura del “proletario absoluto”, podríamos preguntarnos cuál es su trabajo en la web. Pensemos en cuántas veces miraron o sintieron el deseo de mirar sus teléfonos desde que empecé a hablar (y no solo por aburrimiento, también por una legítima y más o menos incontrolable necesidad de mirar el teléfono, e incluso por una necesidad del teléfono de ser mirado). Llevado al terreno de las redes sociales, por ejemplo, ¿quiénes son los encargados de poner en marcha la maquinaria? ¿Quiénes, digamos, suben las fotos de Instagram a Instagram y los comentarios de Facebook a Facebook y los gifs animados de Twitter a Twitter? ¿Quiénes editan y suben los videos de YouTube a YouTube y escriben todas esas palabras en Medium? Exactamente, nosotros somos los “proletarios absolutos” de internet. Pero el error sería creer que lo hacemos gratis. Y, en este punto, podríamos volvernos más hegelianos y señalar que nuestra “segunda vida” en la web y nuestra relación con la web en sí misma se alinea con la famosa “astucia de la razón” que, según Hegel, rige el orden de la historia, donde cada cual persigue sus objetivos particulares ignorando que son instrumentos de la realización de un plan Divino. Sin embargo, como señala Žižek, “es imposible que un sujeto determinado ocupe el lugar de ‘la astucia de la razón‘ y explote las pasiones de otro sin involucrarse en su tarea”, o más simple: el propio manipulador es siempre ya manipulado. Sobre los términos en los que la parte más manipuladora de la web paga su libra de carne al proponernos una vida “mejor”, con más libertad e igualdad, cuando lo que realmente ofrece es una vida cada vez “peor”, más neurótica y represiva, trata esta primera parte. Así que, para terminar, les propongo pensar un poco en aquel que manipula al manipulador siempre ya manipulado o, mejor, en por qué como “proletarios absolutos” de la web nos conformamos con recibir distintas escalas salariales de narcisismo.

Como señala Žižek, “es imposible que un sujeto determinado ocupe el lugar de ‘la astucia de la razón‘ y explote las pasiones de otro sin involucrarse en su tarea”. El propio manipulador es siempre ya manipulado.

La exitosa redistribución de un capital narcisista en las redes sociales es una de las cuestiones más interesantes de esa segunda fantasía mencionada al principio, según la cual nuestra “segunda vida” en la web debería, además, acercarnos más que nunca a cumplir (y, sobre todo, a hacer cumplir) nuestros deseos. Y con esto no me refiero solo a las cruzadas sociales, ecológicas, culturales y sanitarias organizadas cada cinco minutos en Change.org, que es, después del Muro de los Lamentos y la Casa de Julieta en Verona, “la mayor plataforma de peticiones del mundo”, sino a la idea de que el mundo virtual debería amoldarse a nuestros deseos nada más que porque se trata de nuestros deseos. En ese sentido, así como internet proyecta sus deseos sobre los usuarios, los usuarios también proyectan sus deseos sobre internet. Y esto podría traducirse de esta manera: así como los dueños de internet desean una internet más “segura y controlada” para el desarrollo de sus negocios, los usuarios también desean una internet más “segura y controlada” para el desarrollo de sus narcisismos. Alrededor de esta “seguridad”, una de las confusiones más extendidas es la que “asegura” que lo que no podía (ni se puede) garantizar en el mundo real, sí puede ser garantizado en el mundo virtual. El asunto es que, a partir de ahí, se transgrede lo que Zenón de Elea en el siglo V antes de Cristo y Jacques Lacan en el siglo XX después de Cristo coincidieron en señalar como el problema de alcanzar nuestro objeto de deseo. Pero, ¿cuál es el problema de alcanzar nuestros deseos? El problema es que, como cualquiera sabe, el objeto de deseo representa siempre un cierto límite inalcanzable. Algo a lo que se accede demasiado temprano o demasiado tarde. Si no fuera así, y si entonces lo alcanzáramos tal como lo deseamos, ocurriría que la búsqueda, el deseo, la pulsión, todo quedaría extinguido. Es más: se extinguiría también la contradicción misma del deseo, es decir, la constitución de la cosa deseable en sí misma, porque, ¿no es un objeto de deseo algo que, precisamente, se construye alrededor de la falta? Para pensar en lo que deseamos pero no alcanzamos podríamos, en términos clásicos, ir a la paradoja de Aquiles persiguiendo inútilmente a la tortuga, siempre un paso más atrás en la carrera. Pero en términos digitales podríamos pensar en algo mucho más obvio: los feos que de repente y sin escalas pasan a ser “lindos”, los gordos que de repente y sin escalas pasan a ser “normales”, los estúpidos que de repente y sin escalas pasan a ser “inteligentes”, y, por supuesto, los viejos que de repente y sin escalas pasan a ser “jóvenes”. Desde ya, en internet estas proyecciones narcisistas suelen organizarse (y enmascararse) dentro de alguna demanda colectiva más filantrópica que el mero provecho individual, y nunca, por eso mismo, como una demanda genuina de la satisfacción de un deseo narcisista. Y por pudor, por reflejo o por practicidad, estas demandas también suelen presentarse como ataques (más bien vagos) contra los famosos “parámetros establecidos” (y por supuesto, excluyentes) de lo que significa la belleza, el conocimiento o la juventud. Sobre las consecuencias verdaderas de lo que, más allá del lado que ocupemos de la pantalla, significa creerse que “todos los cuerpos son bellos”, o que “todo conocimiento es siempre relativo”, o que “todos tenemos la edad que sentimos”, no tiene sentido plantear una discusión. La realidad sigue conservando un peso más trágico y más resolutivo que las más sofisticadas fantasías de reparación narcisista. O, dicho de otra manera: los feos, los tontos y los viejos sabemos muy bien cuándo nos mienten, y sabemos mejor cuándo nos mentimos a nosotros mismos. Pero de lo que se trata ‒y es con esto con lo quisiera terminar‒ es del éxito y de la aceptación de cierta psicopolítica digital, como diría el filósofo Byung-Chul Han, a partir de la cual nos basta conformarnos con nuestras fantasías narcisistas virtuales para desentendernos de nuestras fantasías narcisistas reales. Entonces, si me permiten, para terminar, voy a tratar de desarrollar rápido esta idea.

La realidad sigue conservando un peso más trágico y más resolutivo que las más sofisticadas fantasías de reparación narcisista. O, dicho de otra manera: los feos, los tontos y los viejos sabemos muy bien cuándo nos mienten, y sabemos mejor cuándo nos mentimos a nosotros mismos.

Hay una película de 2013, Her, en la que Joaquin Phoenix se enamora de un sistema operativo que está en su teléfono y que organiza toda su información y que, además, tiene la voz de Scarlett Johansson. El efecto de la película sobre su audiencia más inmediata, los heavy users de internet, fue instantáneo: la opinión general ubicaba al personaje de Joaquin Phoenix en el papel del romántico incurable, el hombre cuyos sentimientos genuinos son capaces de trascender las barreras de su existencia real y también las barreras de la existencia virtual de Scarlett para crear y creer en un amor genuino donde antes no había nada. Her no se ahorra ninguna delicadeza, y en el punto más alto de su enamoramiento Joaquin Phoenix y Scarlett pasan un fin de semana “a solas” en una cabaña donde juegan, cocinan, cantan y tienen relaciones sexuales. Por supuesto, para que estas actividades puedan considerarse como tales ‒es decir, como actividades de enamorados‒ uno podría objetar que deberían, al menos, ocurrir efectivamente de a dos. Pero, otra vez, limitarse a señalar que lo que Joaquin Phoenix hace en esa cabaña es jugar, cocinar, cantar y masturbarse a solas delante de un teléfono, significaría negar el componente de fantasía que, más allá de los “hechos reales”, da sentido a las actividades de cualquier pareja (¿o acaso no sabemos muy bien quienes vivimos con alguien del sexo opuesto que, muchas veces, uno no está ahí aunque de hecho sí esté ahí, y que otras tantas veces uno sí está ahí aunque de hecho no esté ahí?). Más interesante, en cambio, es señalar que el verdadero personaje romántico de Her es otro. Una proyección virtual humanoide y azul que, llena de ira, aparece al principio de la película, precisamente cuando Joaquín Phoenix y Scarlett se están “conociendo”, y que irrumpe en la atmósfera del idilio acaramelado para decirle a Phoenix, en su propio living de decoración sensible y tonitos pasteles, que “es un maricón” y que, porque es un maricón, “va a fornicar a su novia” y Phoenix “va a llorar” (a Scarlett, de paso, le dice que “es una gorda”). ¿Por qué este humanoide feo e irascible es el auténtico romántico de Her? Porque es el único personaje que manifiesta un desacuerdo radical con la psicopolítica digital de Her, que es en buena medida un retrato preciso de la psicopolítica digital en la que vivimos. Byung-Chul Han define esta “psicopolítica digital” como el paso de una biopolítica que disciplinaba los cuerpos según un sistema específico de normas a una psicopolítica que disciplina las mentes según un sistema específico de información. Y ese “sistema específico de información” es lo que suele llamarse Big Data: la suma de los datos de todo lo que leemos, escribimos, consumimos, miramos, descargamos y deseamos en la web. Dice Han: “un conocimiento de dominación que permite intervenir en la psiquis y condicionarla a un nivel prerreflexivo”. La conclusión evidente es que el problema que plantea Her no es que Joaquin Phoenix se masturbe físicamente a solas, enamorado de la voz de Scarlett en su teléfono, sino que se masturbe psíquicamente a solas con su teléfono enamorado de alguien que solo puede decirle (con la voz dulce de Scarlett) todo lo que la información del propio Joaquin Phoenix indica que le gusta. Her, entonces, no es una película sobre lo absurdo de enamorarse de un otro sino una película sobre lo absurdo, pero tranquilizador, de enamorarnos de nosotros mismos. Y este sí es un problema esencial de cómo creamos nuestra “segunda vida” en la web. Porque se trata de una vida que facilita, como nunca antes, las herramientas tecnológicas y las normas de convivencia más adecuadas para proyectar y demandar, bajo la apariencia de actos interpersonales de tolerancia y amor, lo que no es más que narcisismo masturbatorio, pereza crónica y autoindulgencia moral. Por supuesto, Peter Sloterdijk no se equivoca cuando dice que “si hay el hombre, es solo porque una técnica lo produjo a partir de la prehumanidad”, y tampoco se equivoca cuando dice que “hay que convertirse en cibernético para poder seguir siendo humanista”. Pero, precisamente porque nos encaminamos hacia ese destino, a la larga siempre va a irrumpir en nuestras pantallas algún monstruito azul y enojado dispuesto a decir la verdad. Y creo que nos conviene escucharlo bien antes de “denunciarlo” y “bloquearlo” por sus malos modales////////PACO

¿Cómo nos creamos en la web? fue leído como parte de la exposición El futuro llegó (hace rato), curada por Rodrigo Alonso, el último 10 de diciembre de 2016 en el marco de las actividades de 200 años. Pasado, presente y futuro en el Centro Cultural Kirchner.