El 7 de marzo del año pasado llegué por primera vez a Buenos Aires. En el aeropuerto de Ecuador, antes de abordar, no miré atrás ni lloré. Aunque estaba ansiosa y bastante desorientada cuando llegué, la emoción era mayor. ¿A qué vine? Pues, a buscar algo que aún no sé qué es exactamente, y a estudiar también.
2012 fue el año en el que tuve la mayor cantidad de primeras veces, que debido a la divulgación no puedo mencionar si deseo recibir mi herencia familiar. El punto es que una chica de 22 años que jamás salió de la casa de sus padres, criada en una ciudad pequeña, se subió a un avión «sin saber leer ni escribir», como diría mi mamá (ella prefería que me casara a que me fuera a quien sabe dónde a hacer quien sabe qué; por suerte ya cambió de opinión) y llegó a la ciudad de la furia.
Todo era nuevo y me encantaba la ciudad y su gente, pasaba por los mismos sitios una y otra vez y algo me sorprendía siempre, me causaban gracia las originales puteadas que escuchaba a cada momento en las aceras y los colectivos, quería casarme cada quince minutos con un hombre diferente y admiraba la hospitalidad porteña cada vez que veía un cartelito que decía Albergue transitorio.
Pero sucede que empecé a aburrirme, y se preguntarán cómo es que esta «boluda atómica« se aburre en Buenos Aires. Bueno, a continuación detallo un par de cosas:
Superficialidades
Creo que el problema de casi todos los que viven en Buenos Aires es que están acostumbrados a fijarse solo en los hechos grandes, y sobre todo los malos, que lógicamente llaman la atención, pero no es todo lo que hay. En consecuencia, esa facilidad de sorprenderse de las pequeñas banalidades de la vida que pierden las personas de las grandes ciudades, las hace sumirse en lo más recóndito de su individualidad, donde lo más cercano a una amistad es su terapeuta… y pagarle a un desconocido para contarle lo que hiciste en el día me parece una soberana estupidez.
Y justo ahí termino de entender por qué nos dicen «latinos» cuando vivimos en la misma parte del mapamundi, ¿es porque somos más alegres? ¿Más despreocupados? Cúlpennos por ser los que mantenemos a la América tercermundista, pero si lo analizan de la manera más equilibrada posible, cuando estén en un ataúd lo que único que verán los demás de ustedes será un ceño fruncido en un rostro cansado por la obstinada necesidad de vivir en un estrés absoluto solo para obtener «algo».
¿Dónde quedó el romance?
En cada visita a un boliche, after office o cualquier lugar donde suelo ir a tomarme una cerveza se repite la misma regla: se me acerca un chico casi siempre lindo o, en su defecto, vacilable. Luego de diez o quince minutos de conversación y el correspondiente «sos hermosa morocha«, lo que sigue es la cara de aquel desconocido acercándose a la mía y ahí empieza el dilema. Besar o no besar. Si opto por la segunda opción se queda a conversar dos minutos más y luego se va. En el caso de que lo bese, en los siguientes veinte minutos ya ha posado sus manos en mi derriere. Desearía preguntarle: ¿están cómodas tus manos ahí atrás? Pero prefiero, sutilmente, emprender la huida. Estas «latinas» son fogosas…
Claro que hay excepciones, chicos más «laburantes«, pero en mi continua investigación de campo llegué a la conclusión de que si me quedo a vivir acá me compraré un gato y unos lirios, y que lo peor que una «latina» como yo puede hacer es empezar a ver en cada argentino a un potencial algo. Lo fácil y pasajero aburre, chicos. Quizás no he conocido esas excepciones, pero debo admitir que las reglas suelen ser preciosamente aburridas. Y a mí, a veces, me encanta aburrirme.
Cercanías
La cercanía, la familiaridad de la gente con la que conviví por 22 años es entrañable. Vivir en un edificio con 5 departamentos en cada uno de los 27 pisos y solo conocer al tipo del edificio de en frente que se pasea desnudo de vez en cuando, mostrándome sus miserias, y al unísono gemido del vecino de arriba, es aburrido. Al principio me sorprendía la innumerable cantidad de veces que veía gente tan neurótica como hermosa en la calle, pero la neurosis les quita la hermosura. O sea, convengamos que, si a lo cotidiano le quitamos un porcentaje de agresividad, los días en esta gran ciudad, resultarían un poco más civilizados, ¿no?
No creo que la mitad de las personas se aburran como yo, aun teniendo mucho por hacer en Buenos Aires, pero están tan ocupados que nunca se detuvieron a pensar en lo tedioso que es caminar seis veces al día por la misma calle sin notar que siempre hay algo distinto, algo para sorprenderse. Razón tenía Madame de Staël al decir que cuando uno se halla habituado a una dulce monotonía, ya no apetece ningún género de distracciones, con el fin de no llegar a descubrir que se aburre todos los días. Bueno, yo me hice un poco chica de la gran ciudad, un poco neurótica y un poco… neurótica. Ah, y también estoy pensando en visitar a un terapeuta.
El 13 de marzo de este año, luego de los tres meses mejor aprovechados de mi vida en Ecuador, volví. Esta vez mire atrás todas las veces necesarias para no olvidar lo que estaba dejando y lloré unos minutos entre escala y escala. Cuando llegué a Ezeiza ya no era una extraña, mientras volvía a casa no miraba por la ventana. Todo me era familiar, y lo familiar aburre por su permanente presencia. Empecé un nuevo año puanero, deseando que acabe pronto, buscando que algo me sorprenda. A veces la búsqueda provoca aburrimiento, pero paradójicamente es mi única fuente de satisfacción, así que yo sigo buscando////PACO