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En el año 2000, yo era un muy joven investigador y docente de la Facultad de Filosofía y Letras. Todavía estaba terminando mi educación formal y subsistían con bastante trabajo dando clases en la universidad pero también donde podía. La Argentina vivía una transición incómoda que pronto iba a terminar muy mal. Pero yo escribía, estudiaba y leía con convicción y me hacía tiempo para revisar los archivos de la Biblioteca Nacional. Una viernes de fines de noviembre estuve hasta bastante tarde fichando las notas de Juan José de Soiza Reilly aparecidas en la Caras y Caretas. A las siete, di por terminada la jornada y después de dejar la Biblioteca caminé un poco por Avenida Las Heras. A las ocho, mi familia me esperaba en el barrio de Flores, calle Terrada, para celebrar el cumpleaños de mi padrino. Yo estaba cansado y aunque me iba a salir caro decidí tomar un taxi en vez de un colectivo. Esperé en una esquina y al final paré uno. No recuerdo nada del viaje. Ni la cara del chofer, ni por qué calles y avenidas fuimos. Tampoco sé qué había pasado con Maradona en ese momento. Si estaba en Argentina o en otro lado, si había protagonizado algún escándalo reciente. Pero algo detonó la conversación con el taxista. En realidad, no fue una conversación sino un largo monólogo. El taxista, supongo, había tenido una semana larga en un país al borde del colapso por las peores políticas económicas de su historia. Los años 90 todavía seguían vigentes.

Así que durante ese viaje el tipo decidió desquitarse con el Diego. ¿Qué era? Un traidor. ¿Qué era? Un negro de mierda. ¿Qué era Maradona? Un falopero. ¿Qué hacía? Tomaba falopa todo el día, vivía sin trabajar, era amigo de la mafia porque en Italia había encontrado eso, lo peor, la porquería. Había estado con todos, con los milicos, con Menem, se cogía a Cris Miró, que era un trava, eso le daba asco, un hombre vestido de mujer, decía, una asquerosidad. Seguro tenía sida, agregaba, y manejaba por un tráfico que no recuerdo muy cargado pero debería de serlo.

Íbamos por Angel Gallardo y cruzamos el Parque Centenario cuando, agotado por la verborragia de mi chofer, intenté cortar la descarga señalando, con timidez, que en el 86 el Diego nos había hecho muy felices y había jugado muy bien. Hizo un gol con la mano, dijo el taxista y siguió insistiendo en la adicción del diez, y citó la frase de me cortaron las piernas con sorna. Me cortaron las piernas, me cortaron las piernas, repetía. El taxi seguía adelante. Yo estaba cansado y encima entumecido por el discurso incontenible del otro. Muchos años después de ese viaje llegaríamos a planear un libro con Patricio Erb. Un libro con un capítulo por cada vez que Maradona se había salvado de la muerte. Internaciones por problemas de salud, encuentros con la policía en el mundo árabe, tirándole a los periodistas con un aire comprimido en una quinta, las posibles sobredosis, una en Punta del Este, bastante grave, un choque frontal en Cuba… Nunca escribimos nada y tampoco era la idea. Lo que nos gustaba era imaginar ese índice barroco que generaba en Patricio una reacción siempre igual, una reacción que iba de la admiración a la alegría y que lo llevaba a repetir: “Nadie lo para, pedirle que se controle a Diego es como pedirle que se controle a Zeus.” Para mí el Diego siempre había sido el mundial 86, el mundial 90, mi familia festejando, Boca, lo popular, el Napoli, la picaresca y la épica siempre llena, colmada del orgullo de ser argentino.

Pero en el taxi ese viernes de noviembre el taxista seguía por toda la eternidad del viaje machacando contra el Diego. Es un negro, nació en una villa, es un falopero, es millonario, nos cagó en todos los mundiales, en el 82, en el 90, en el 94. A esa altura, yo ya no hablaba. Miraba por la ventanilla y tampoco escuchaba mucho. El sonido de la queja mascullada incluso me arrobó por algunos minutos. Me podría haber dormido y el taxista hubiese seguido porque no me hablaba a mí, tampoco se hablaba a él mismo, simplemente hablaba. Llegamos. El viaje había durado una hora. El taxista estaba tan exhausto como yo. Con un gesto porteño, estiró la mano derecha y paró el reloj del taxímetro. Me dijo el número. Yo saqué un billete y se lo alcancé. El taxista lo recibió, lo puso en su billetera y sacó el cambio. Cuando me estaba dando ese vuelto pasó algo extraño. El tipo no soltó los billetes. Lo entendí cuando hice una leve fuerza. Entonces me miró a los ojos. Y yo lo miré. Qué hijo de puta Maradona, ¿eh?, me dijo. Y yo asentí, porque ya me quería bajar. Y entonces el taxista me dijo, serio, sin dejar de mirarme a los ojos: un verdadero hijo de puta, pero cuando se muera, pibe, cuando se muera, cómo lo vamos a llorar////PACO