BAFICI


¿Cómo adorar a la tecnología?


La comunicación del Bafici probó ser tan eficiente que para avisar que las acreditaciones periodísticas para el festival no se habían hecho en tiempo y forma, antes del festival me enviaron un mail con una nueva fecha de entrega, que a su vez fue corregida con otro mail donde se anunciaba una nueva postergación, que al final fue rectificada por las amables palabras del escote de una promotora del Bafici que, ya en carne y hueso, y con una sonrisa, dijo que las acreditaciones, sobre el tercer día del festival, tampoco se habían terminado de hacer (aunque pude ver, por supuesto, otras credenciales que sí se habían hecho; por ejemplo, las de varios publicistas y animadores de dos o tres medios públicos sin audiencia pero financiados con silenciosa alegría por los contribuyentes, hombres cuya necesidad de expresión es casi siempre más necesaria para ellos que para nadie más). Como fuera, ¿qué mejor estímulo que ese ‒dejando, por ahora, las muchas diferencias ideológicas y doctrinarias entre el macrismo y el larretismo‒ para comenzar a pensar en el potencial de longevidad de las tecnocracias con aspiraciones serias al poder? Después de un largo y ligeramente ridículo recorrido burocrático online en el que había tenido que completar formularios, contestar preguntas y hasta mandar fotos, lo único que el moderno sistema de admisión estatal había logrado devolver de manera concreta era una sonrisa y una excusa para su inoperancia. ¿Cómo no pensar, desde ahí, en las rutilantes posibilidades que la tecnología podría tener incluso en el terreno casi baldío de la metafísica?

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Que la tecnología abra nuevas puertas a la reflexión escatológica es tan interesante como las puertas que abre a la reflexión política.

Que la tecnología abra nuevas puertas a la reflexión escatológica es tan interesante como las puertas que abre a la reflexión política. Fue leyendo cómo se piensa política e intelectualmente a sí mismo el PRO que, entre la fascinación por el pragmatismo peripatético de Jaime Durán Barba y el maravilloso mundo de oportunidades únicamente positivas de Mark Zuckeberg y Facebook, se mencionaba también, casi al pasar, y entre muchos otros valiosos aportes al pensamiento político contemporáneo, el libro de un periodista norteamericano, Lawrence Wright, sobre L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción que usaba sombreros de cowboy y que, hacia los años cincuenta del siglo pasado, creó, también, la cienciología (el libro de Wright, según Wikipedia, es Going Clear: Scientology, Hollywood, and the Prison of Belief). ¿Qué interés podría tener para el más exitoso, vivo y exigente pensamiento político contemporáneo la cienciología? ¿Qué sustrato ideológico útil a las modernas gestiones de la res publica podría detectarse en la vida y en la obra de L. Ron Hubbard, inventor de un credo que propone que “cada persona es un ser espiritual inmortal llamado thetan”, y cuyo método de feligresía esencial es un proceso de conversaciones particulares que llama auditorías y que tiene una vanguardia teológica organizada bajo el nombre de Iglesia de Tecnología Espiritual?

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Si nada de lo político ni lo económico, desde los últimos veintisiete años, ha sido pensable, entonces solo quedan versiones placebo del famoso Hier Ist Kein Warum que escuchó Primo Levi.

Si Tom Cruise, que es uno de los mejores actores de Hollywood ‒y protagonista de la mejor película de acción filmada en lo que va del siglo XXI, Jack Reacher‒, se unió a la cienciología, es probable que haya en su doctrina algún tipo de entendimiento de las masas modernas que supere sin comparación a los vetustos Karl Marx y Antonio Gramsci; algo que arrastre hacia el ridículo a improvisados con olor a naftalina como Max Weber o Karl Popper. Este es un tema político interesante, y en la última revista Crisis, de hecho, hay un artículo de Tomás Borovinsky y Alejandro Galliano donde se define de manera sintética la raíz del asunto. Bajo el argumento central de que nada de lo político ni lo económico, al menos desde los últimos veintisiete años, ha sido realmente pensable, entonces solo queda decir que las propuestas teóricas de Francis Fukuyama, Samuel Huntington, Jeremy Rifkin, Toni Negri, Naomi Klein, Slavoj Žižek, Ernesto Laclau y Thomas Piketty han sido algo así como versiones placebo, aunque también festivas, coyunturales (y a veces llanamente fraudulentas), del famoso Hier Ist Kein Warum que escuchó Primo Levi. En conclusión, ya basta de reflexión inconducente: ha llegado el tiempo de entregar el sentido de lo real sin resistencias a la voz del cándido pragmatismo liberal (que no cuesta imaginarse en un alegre tono ecuatoriano, “volador de chapas a conciencia”).

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Veneración de la tecnología, capital concentrado, medios masivos, celebridades, raquitismo intelectual severo, fantasías de salvación, liberalismo: la materia prima de la cienciología.

Veneración de la tecnología, capital concentrado, medios masivos, celebridades, raquitismo intelectual severo, fantasías de salvación, liberalismo ‒“la alegría feroz de nuestros amos actuales”, escribe sobre el liberalismo actual el que probablemente sea otro alucinado estafador marxista, Alain Badiou‒, todo eso es la materia prima de la cienciología, y es lo que el director inglés Louis Theroux presenta en My Scientology Movie, un documental producido por la BBC que podía verse en el Bafici este viernes mientras la lluvia literalmente levantaba la pintura blanca de las sendas peatonales del Metrobus sobre la avenida Cabildo. Si el cine aspiró a ser durante el siglo XX un arte político, y si lo único que quedó de aquello fueron las películas documentales, sin dudas esta película de Theroux exige de su proyección en Buenos Aires, una capital donde todo lo hollywoodense es ajeno ‒y donde los cultos y las sectas importadas de otros rincones latinoamericanos no aspiran a más que fagocitar la desesperación de una población pauperizada que nada tiene que ver con las aristocracias mediáticas de Beverly Hills‒, una lectura política. ¿Y por qué no reunir algunas de las fantasías de la tecnofilia política local con algunos de los principios de una Iglesia de Tecnología Espiritual?

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Es en las dependencias públicas donde se lee el libro de Lawrence Wright sobre el hombre que descubrió el potencial del thetan para vivir en distintos cuerpos durante billones de años.

Al fin y al cabo, es en las dependencias públicas que diseñan políticas públicas donde se lee aquel libro de Lawrence Wright sobre el hombre que descubrió el potencial del thetan que nos habilita a vivir en distintos cuerpos durante billones de años (si invertimos aproximadamente los dos millones de dólares en los cursos de perfeccionamiento necesarios para lograrlo, como hizo Tom Cruise y su amigo David Miscavige). Pero para concluir la pregunta en sus verdaderos términos uno debería seguir a Evgeny Morozov y, en lugar de ridiculizar la eficacia de los medios que emplean los innovadores, “preguntarnos si sus fines son apropiados”. ¿En qué términos, en tal caso, podrían los argentinos con las mejores intenciones adorar a la tecnología? ¿Y qué es lo que esa adoración les ha devuelto hasta ahora? Las acreditaciones no están, las sendas peatonales se diluyen y las oficinas de Uber en Buenos Aires tal vez no sean el lugar menos ingenuo donde hacer la misma pregunta. Theroux, por su lado, hace en su documental lo que suelen hacer los británicos desde que Samuel Johnson definió a Canadá como aquel lugar donde quienes no podían hacer ningún bien al menos tampoco podían hacer ningún mal: reírse de las patologías de una sociedad que, como la estadounidense, y en especial la que habita en Los Ángeles, se muestra devorada hasta el ridículo por el consumismo. Con menos que Theroux, Michel Houellebecq hizo algo mucho mejor: La posibilidad de una isla, y David Runciman el ensayo Política. Por mi lado, la próxima película que espero ver en el Bafici es un documental sobre Richard Nixon, un presidente elegido en democracia que tuvo que renunciar por acusaciones de espionaje… ///////PACO