I
La historia de los mundiales, esa rama de la ciencia historiográfica tan potente como puede ser la historia de las especies o la del conocimiento, está surcada por baches. Como gigantescos borrones o ausencias en los cuales nadie se pregunta qué sucede. “En lo que se hace desaparecer está la clave de la humanidad”, dice Moisés, el arqueólogo cibernético de la novela Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet. En lo que estuvo, perteneció y fugazmente se fue, allí hay algo preciso, concreto, muy nuestro. Esto parece ser Bulgaria, un país que en la historia de los mundiales tiene el tamaño y el brillo de una tachuela punk en una manifestación antisistema.

Bulgaria ingresó por primera vez a un mundial en Chile 62 y en sus primeras cuatro participaciones no ganó ningún partido por lo que siempre se fue en primera ronda. En los dos siguientes -Argentina 78 y España 82- no logró clasificarse, algo esperable en países donde su rol siempre resulta ser el festejo de la hinchada de los equipos que comparten grupo con él. Así vino México 86 y Bulgaria logró pasar a octavos por un sistema añejo que le daba la oportunidad a los mejores terceros de seguir compitiendo y no volverse temprano a sus inmundos países. Su rendimiento era el mismo, seguía sin ganar un partido mundialista pero la diferencia de goles le resultó generosa. En Italia 90 no clasificó pero fue en USA 94 donde mostró un potencial asombroso siendo la revelación: dejó afuera en cuartos a la Alemania de Lothar Matthäus y quedó en cuarto lugar tras perder la semi con los tanos por un ajustado 2 a 1 y el tercer puesto -el cual ya no importa- 4 a 0 con Suecia.

Bulgaria es eso que desaparecimos porque luego de su hazaña en USA 94 volvió a su lugar de origen: perder en primera ronda sin ganar ningún partido en Francia 98 y no clasificando en todos los mundiales siguientes. Jamás se podría comenzar una nota diciendo que Bulgaria es el gran ausente. Jamás, porque quienes vieron su escaso esplendor fue por youtube o por las anécdotas que aún cuentan los hombres mayores que se juntan una vez por semana a jugar fútbol 5 con canilleras.

La historia de Bulgaria es fascinante. Primero porque está situada en Europa del Este, ese rincón espantoso del viejo continente que suelen tapar con alguna cortina colorida para que las visitas no reparen allí. Y segundo porque resulta intrascendente para toda la parafernalia que promueve la industria del marketing deportivo ocultándola y volviéndola misteriosa.

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II
Hristo Stoichkov es la gloria del fútbol búlgaro. Y cuando digo gloria no me refiero al cántico metódico de un conjunto de feligreses sino, más bien, al lugar donde una mayoría amplia de ciudadanos depositan todas sus ganas de salir de la intrascendencia y comenzar a pertenecer a la globalización. Stoichkov fue Bota de Oro en 1990, Balón de Oro en 1994 y goleador del Mundial USA 94. También consiguió unos cuantos títulos con el Barcelona formando parte del Dream Team.

Hace unos días estuvo en De zurda, el programa que emite TeleSur con fondos del Estado de Venezuela, junto a Diego Armando Maradona a quien consideró “uno de los amigos verdaderos que le dejó el fútbol”. Allí, el búlgaro, que es un hombre recordado no solo por su juego, sino también por la vehemencia y las puteadas que tiraba en la cancha, fue claro. Dijo que los tiempos cambiaron y le pegó muy duro al fútbol actual, al sistema y a sus jugadores. En un español poco claro pero no menos preciso dijo: “no piensan hoy con cabeza para jugar fútbol; dinero, dinero, dinero”. A lo que Hristo Stoichkov se refiere es a la falta de valores. Es probable que la globalización y el avance de un sistema de consumo universal hayan borrado las tradiciones originales. Pero los búlgaros no olvidan. Saben lo que es la muerte, la guerra, la intrascendencia y pertenecer a la pieza maloliente de Europa. Quizás por eso sea tan amigo de Maradona: ambos saben que la noción categórica de pasión puede ser usada con una sonoridad magnífica en el single de alguna publicidad mundialista o como pantalla de humo para trazar negocios multimillonarios con países subdesarrollados; pero también es la representación de un país, de una casta de pobres que fantasean con que un gol los saque de la inmundicia, del tercer mundo, de la pobreza para situarlo en la gloria.

III
En la proliferación de galerías de imágenes que suelen publicar los medios periodísticos de entretenimiento llegué a una nota que me cautivó. Era una especie de ranking de los lugares abandonados más bellos del mundo. Nada formidable: fábricas gigantes, barrios futuristas jamás estrenados, mansiones que algún capo narco guardaba de escondite, faros desolados y barcos encallados. Pero entre todo el refrito había una joya de Occidente: el Monumento Buzludja, en Bulgaria.

El Monumento Buzludja fue una sala de Congreso que comenzó a construirse en 1974 y se inauguró en 1981. Está en la cima del monte Buzludja y en su elaboración participaron arquitectos, pintores, escultores, ingenieros y militares búlgaros. El lugar es una especie de Congreso de la Nación que se usó durante la época comunista. Luego, con el fin de la Unión Soviética y la llegada del capitalismo de mercado, quedó abandonado. La simbología que representa el lugar no deja de fascinar. Por fuera parece un plato volador –esa construcción cliché que elaboramos de naves que provienen de otros lugares del espacio- y por dentro es el caparazón de una tortuga ermitaña ya extinta hace siglos.

Bulgaria es un país que está sumido a la resignación. Supo serlo todo: un gran reino medieval, un imperio extraordinario, un comunismo científico confiable, una dictadura sanguinaria, una insurrección socialista de vanguardia, un movimiento paramilitar fascista, un purgatorio estalinista, un capitalismo de mercado pendenciero y una Democracia parlamentaria. Bulgaria es la historia del mundo.

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IV
En el rincón espantoso del viejo continente hay pobres, muchos, y locos que terminaron con un profundo enojo por las consecuencias de una historia de decadencia. ¿Cómo vivir la decadencia cuando el clima mundialista y su poderosa repercusión mediática exponen todo lo contrario: orgullo nacional, pasión por la camiseta, defensa acérrima de los colores –términos que bien pueden ser un nacionalismo bucólico o grandes slogans del aparato publicitario-? ¿Cómo prender la TV y no patearla, cuando la pantalla emana una nube alucinógena que convierte cualquier desprecio por la Nación en amor por la Nación, si tu país quedó afuera de la Copa?

A principios de este año, tanto los búlgaros como sus hermanos arrogantes, los rumanos, fueron anexados a la Unión Europea. Esto se traduce en posibilidades: cruzar fronteras sin la necesidad de pasaportes especiales hacia la sala de estar de Europa donde hay fuentes de trabajo estables y ese tufillo consumista que tanto nos embriaga. Reino Unido fue el primero en imponer condiciones ya que el temor de una oleada de inmigración de un país pobre hacia un país rico es, como dicen los ingleses, a pain in the ass. Stefanescu, de la Federación de Asociaciones de Rumanos en España, dijo que “la medida llega tarde y tiene sobre ella nubarrones de partidos xenófobos”. La situación parece similar a la famosa frase del burgués evasor argentino frente a la inmigración desbocada de bolivianos y paraguayos: “nos vienen a quitar el trabajo a nosotros”.

V
No existen celebritys búlgaras relevantes. Pero si está Nina Dobrev, una hermosa actriz conocida por su papel protagónico en The Vampire Diaries -actualmente MTV emite su sexta temporada- que se suma al furor adolescente donde, a través de la ficción, muestra toda la sexualidad que los púberes nativo-digitales necesitan y jamás se vio en populosas series locales como Casi Ángeles, que hoy parecen programas infantiles.

Los búlgaros tienen durante estos días una visita muy especial. Salma Hayek está grabando Septembers of Shiraz, una ambiciosa película –el adjetivo ambiciosa es textual de los portales de noticias que atienden al nombre de prensa del corazón– basada en la aclamada novela –otro adjetivo textual: aclamada– de la escritora Dalia Sofer. Pero los búlgaros son personas cansadas, donde los rasgos de su rostro son duros y esquemáticos. La mirada de una búlgara, como Nina Dobrev, es dulce y superficial porque ella se mudó a Toronto a los dos años y los ademanes del país europeo –ya se ha dicho aquí que Bulgaria no está en Europa, sino en Europa del Este- no se le condicen. Porque, en verdad, la mirada de una búlgara no es superficial, es penetrante, ya que la tristeza de vivir en un país olvidado le da la sensibilidad suficiente como para que cualquiera que la mire a los ojos deba -luego de unos dos segundos, tres como máximo- bajarle la mirada.

Por eso los búlgaros no pueden estar contentos con la visita de Salma Hayek. Cuando ella llegó, dijo, respondiendo a la pregunta de un notero entusiasta y mirando fijamente a la cámara de Nova TV, que “es la primera vez que estoy en Bulgaria y voy a aprovechar la oportunidad al máximo”. El ciudadano búlgaro sólo se encuentra con el primer plano de Salma Hayek en la TV local porque decidió cambiar de canal. Y lo decidió porque ya no soporta ver un Mundial donde su país quedó afuera y todo lo que fue USA 94 es hoy un vino picado, intomable, que junta polvo en el vistoso mueble del living. Entonces ve cómo la actriz extranjera mira a cámara –y lo mira a él: los ojos en los ojos- con una mirada superficial, típica del mainstream hollywoodense, y pronuncia, con sus gruesos labios femeninos, que va a “aprovechar la oportunidad al máximo”. Entonces ahí, el búlgaro, el sujeto que vive en el rincón espantoso del viejo continente que suelen tapar con alguna cortina colorida para que las visitas no reparen allí, se cansa, se violenta y patea el televisor. Lo patea como si fuera, no un penal en el último minuto de la final del mundo –los búlgaros no san tan ambiciosos-, sino más bien como si fuera una pelota divida cerca del área propia y un jugador del equipo contrario va a trabar con él. En eso piensa el búlgaro cuando se cansa y patea el televisor. Porque patea sin ánimos de victoria, como un impulso vengativo que proviene de la historia, del cansancio de la historia. El búlgaro patea el objeto que no es una pelota, es un televisor fabricado en el siglo XX, hasta que este cae al suelo y se apaga de una vez y para siempre/////PACO