Hay dos grandes tropos en los fragmentos del discurso porteño. Uno es el del empleado de cuello blanco que sueña con dejarlo todo y abrir un local de servicios en la playa. No importa en cuál, cualquier playa, cualquier espacio que represente la fantasía de la tranquilidad y el fantasma del exilio interior. La otra es la del empleado de cuello blanco que, asfixiado por las mismas situaciones coyunturales que definen la vida social, laboral y sexual en cualquier punto urbanizado del mundo, quiere abandonarlo todo e irse a hacer turismo a China.
Bárbara Duhau (@barduhau) es escritora, productora y cursa la carrera de Ciencias de la Comunicación y, a diferencia de la nubosidad verbal que rodea a quienes prometen retirarse de Occidente, ella viajó al sudeste Asiático en serio. Estos son cinco soundtracks mentales sobre la parte de Oriente que conquistará al mundo.
I
Más que lo que se come me impactó la manera en la que se come. La relación que los vietnamitas tienen con la comida es muy distinta a la que tenemos los occidentales. En Hanoi, la capital de Vietnam, la comida es una de las cosas más importantes que sucede durante el día. No hay horarios específicos ni comidas distintas para cada momento. Se come sopa de fideos –“noodle soup”- en el desayuno, en el almuerzo y en la cena, aunque esas diferencias no existan para ellos. La comida, en cualquiera de sus formas, está en todos lados y en cualquier momento: en la calle, en la vereda, en los carros que se llevan impulsados por motos, bicicletas o personas, en puestitos improvisados en cualquier esquina, sobre cartones, en el piso. No hay una sola cuadra que no esté ocupada por gente sentada en banquitos mínimos, de pie, arrodillada, en grupo o sola que come lo que se está cocinando en unas ollas humeantes ubicadas en la vereda. Y todo esto -las frutas y verduras que están tiradas por ahí, los pollos que cuelgan con la cabeza puesta, las carnes que están chorreando sangre, los pescados fritos, los cubiertos usados- está desparramado a la intemperie misteriosamente sin moscas, mosquitos, cucarachas, ni bichos de ninguna especie alrededor.
II
Sabía que Vietnam era caótico por relatos de amigos que habían ido y comentarios en blogs que había leído pero no hay nada como estar cinco minutos parado en una esquina en Hanoi para darte cuenta de que todo lo que te contaron no alcanza ni como aviso. Hanoi te estimula todos los sentidos todo el tiempo. Desde el olor de las comidas que se cocinan en las veredas hasta el soundtrack constante de bocinazos y motitos que circulan sin descanso. Cruzar la calle en Hanoi te obliga a valorar tu vida en cada paso. Hay motos, motos, motos, motos. Las calles están atestadas de vietnamitas en moto que no respetan ninguna de las convenciones occidentales de tránsito. Mano, contramano, vereda, nada importa. La moto tiene vía libre y los semáforos no existen. Además, hay una invasión cotidiana y normal del espacio público. Se cocina, se come, se vende, se estaciona, se limpia, se vive en la calle. Las veredas no existen y si existen están ocupadas por motos estacionadas, por gente cocinando, por vendedores que exponen sus productos, por las raíces de los árboles, por heladeras, sillas, camperas, zapatos, adornitos y miles de etcéteras dependiendo del sector de la ciudad del que se trate. Los vendedores te muestran cosas, te llaman, quieren llevarte en sus motitos, en los tuk-tuks (carritos manejados por hombres en bici o moto que llevan hasta dos personas), te dan frutas para que pruebes y les compres, te están encima. Las casas están todas pegadas, encimadas, mal construidas. Nada sigue un orden, nada está pensado con anterioridad ni tiene un mínimo de criterio. Los cables de electricidad están enroscados, retorcidos, cuelgan por enfrente de las ventanas de las casas y pareciera que todo fuera a estallar. Pero no, electricidad hay y todo funciona. Es un caos armónico, si eso existiese. Y, a diferencia del desorden occidental, no parecen hacerlo estresados. Están acostumbrados, es su modo de ser, de convivir, es como si hubiesen aprendido a vivir en un constante volver a empezar.
III
En Bangkok lo pasé mal. Ya me habían alertado que no era una ciudad amigable pero lo sufrí en vivo el día que llegué. Me había informado que a los templos no se podía entrar si no tenías puesto pantalón largo, calzado que te tapara los pies y remeras que te cubrieran los hombros. Yo ya no quería visitar templos porque había visto más de 20 en la ciudad norteña de Tailandia, Chiang Mai, y sólo quería pasear por la ciudad vieja para conocer, así que me puse un short, zapatillas y una remera y me fui a caminar por ahí. A las dos cuadras empecé a ver que la gente en la calle me miraba mal. A las cinco cuadras ya eran diez, quince personas, las que me habían señalado las piernas, mascullado frases incomprensibles pero definitivamente ofensivas, y mirado como si estuviera cometiendo una atrocidad. A las quince cuadras de hostigamiento me tomé un taxi y me fui al hotel a ponerme un pantalón largo y un buzo aunque hacía 40 grados de calor. Era eso o irme a otra ciudad sin haber conocido nada de Bangkok.
IV
En la calle principal de la isla tailandesa Phuket vi un desfile de lo más repugnante. Cientos de viejos europeos de la mano con prostitutas tailandesas ostentando a su nueva “novia” por la calle (las “alquilan” a veces por una semana entera, salen a cenar con ellas, van con ellas a la playa, y todo con una caradurez increíble); bares, boliches, tugurios de puertas abiertas con adolescentes bailando en el caño, sobre las barras, encima de las sillas y las mesas; las teles de todos los restaurantes transmitiendo en vivo boxeo del más sangriento; gente en las calles que te ofrece una iguana o un monito aterrados para que poses con ellos en una foto; tarjeteros que te acosan con fotos de mujeres en pelotas para que entres a su cabaret. En fin, un tren fantasma atestado de gente, con distinta música saliendo de todos lados, luces de colores, neones, motitos, alcohol, comida, olor a mugre, adolescentes desnudas, todo mezclado como en un mal sueño.
V
Lo más hermoso que vi fue la Bahía de Halong, en Vietnam. Halong Bay fue considerada una de las nuevas siete maravillas del mundo en 2011, junto con las Cataratas del Iguazú. Para llegar hay que hacer un viaje de tres horas en micro desde Hanoi y después subirse a un crucero que te deja en el corazón de la bahía, donde quedás rodeado por unas piedras que miden cientos de metros de alto y te transportan a otra dimensión. Todo el viaje está buenísimo porque por alguna razón que desconozco casi no hay turistas y los paisajes son de ciencia ficción. Ahí metido adentro de un barco entre esos gigantes de piedra recordás por un rato la poca cosa que somos sobre este planeta.