Por Ezequiel Barbosa Vera.
Fui casi bancario durante un año y medio. Casi, porque estaba bajo el régimen de los empleados de comercio, lo que implicaba que pese a realizar tareas propias de un bancario, los beneficios no eran los mismos. En términos generales, fui cajero de una sucursal de cobro de impuestos y servicios (como Pago Fácil o Rapipago) pero que contaba con la bendición (la firma) de un importante banco en su nombre. Este tipo de empresas encuentran su razón de ser en un principio fundamental: abaratamiento de costos a través de una mano de obra más económica. Esta reflexión cobra fuerza si se piensa que el sueldo de tres empleados de comercio es equivalente al de un bancario de base. Sin embargo, las condiciones de trabajo distan notablemente entre sí. Los bancarios pueden detenerse, tomar pausas abruptas, limitar el número de cajas de atención o incluso maltratar a un cliente. Un empleado de comercio tiene como norma prioritaria no levantar la voz, trabajar con fluidez, no reducir el ritmo ni la velocidad y hacer sentir cómodo al contribuyente. Cuandocomencé a trabajar, lo primero que me enseñaron fue a contar el dinero, a pasar los billetes de cien únicamente con el pulgar y el índice. Luego, tuve que aprender a distinguir entre los billetes buenos y los malos (una regla implícita es no llamarlos “falsos”. No se debe perder la compostura, ni tampoco incentivar el nerviosismo del cliente. El término falso, de alguna manera, compromete su moralidad, muchos dan por sentado que la simple mención de la falsedad responsabiliza al contribuyente, confiriéndole un grado de culpabilidad que podría rozar en la desconfianza). El entrenamiento fue útil: en mi año y medio de trabajo, dejé pasar sólo tres billetes malos, dos de cien y uno de cincuenta. Una compañera fue quien ayudándome a arquear mi caja dio con el Sarmiento nefasto. “Pero, ¡es una fotocopia!”. Después de que dijo eso me sentí un completo idiota. Ahora, cada vez que nos volvemos a ver, no puedo evitar recordarle el incidente.
Arquear significar revisar la caja, chequear la recaudación que se lleva hasta el momento. Lo más razonable es cerrar el día con un excedente mínimo que puede oscilar entre centavos o unos pocos pesos. Sin embargo, la simple tarea de contar billetes y monedas puede volverse traumático cuando la cifra a la que se pretende llegar parece inalcanzable. De hecho el equívoco suele ser bastante común, los billetes se pueden pegar unos con otros, o puede que se los haya multiplicado o sumado erróneamente. La tragedia acontece cuando al final de una jornada de nueve horas el número real dista totalmente de la recaudación del sistema, es decir, cuando hay una diferencia tangible en la caja, pero no un monto chico de cinco o diez pesos (esos se compensan sin dificultades) sino uno de tres cifras. O más. La máxima cantidad de dinero que perdí fueron doscientos pesos. Vi compañeros que perdieron una luca entera. Nadie más que el cajero responsable de la pérdida es quien debe hacerse cargo de reponerla. Después de todo, una de las remuneraciones que figuran a fin de mes en el recibo de sueldo es la del seguro de pérdida.
Los clientes son extraños. Están los habituales y los que aparecen una o dos veces. Los jóvenes empleados de estudios contables. Los que con la changa de pagarle algo a alguien pueden quedarse con un vuelto. Los que no saben dónde están parados ni qué es exactamente lo que tienen que abonar. Los que gritan en la fila para provocar. Los que se quedan hablando con los cajeros y atoran el tráficos de clientes. Los que traen cambio y obligan a revisar una y otra vez la variada composición de monedas y billetes. Las clientas sensuales que interrumpen la monotonía de los pagos. Un viejo apareció una mañana de viernes para pagar una boleta municipal que llevaba meses vencida. No se la pudimos cobrar y se negó a abandonar el local. Un supervisor le explicó que los códigos de barras caducos no podían ser introducidos en la base de datos y que por ese motivo no podíamos efectuar el cobro. Entonces, se fue. Media hora más tarde volvió a hacerse presente, se dirigió a la misma caja de antes seguro de poder pagar su deuda. Por segunda vez el supervisor, con menos paciencia, trató de hacerle entender el problema. De pronto, el viejo comenzó a gritar, a putearnos a todos. Se retiró deseándole un cáncer instantáneo al supervisor. Hacia las cuatro de la tarde, retornó, aunque no buscando revancha, sino sus facturas vencidas, que para él, nosotros le habíamos robado. Intentamos sin suerte que nos indicara el número de teléfono de un familiar; no sirvió de nada. Víctima del cansancio o de un rapto de lucidez, se marchó. Una semana más tarde, por cuarta y última vez, ingresó al local y enfiló hacia mi caja. Sonriente, me exigió las facturas: estaba convencido de que yo las tenía. En otra semana, un tipo de mediana edad, con poco pelo parado y la mirada desorientada, me regaló un libro que había editado por cuenta propia. Según el autor, en él se revelaban los grandes secretos del universo, desde su creación hasta el punto inflexivo que procedía a la muerte. En su hipótesis, la raíz de toda la vida radicaba en las estrellas y en el cosmos. Ojeamos el libro-que más bien parecía un cuaderno de primaria-con mis compañeros; me pareció una especie de cruza entre un relato de ciencia ficción y un libro de autoayuda interestelar. Hasta la fecha, me sigo arrepintiendo de haberlo tirado a la basura.
Los criterios que venían de arriba, de los jefes, nunca fueron constantes. Por ejemplo, así como podía faltar plata, también podía sobrar. Qué hacer con esos sobrantes; se los solía acumular a manera de caudal de resguardo, en caso de que hubiera un faltante fácil de compensar. Otras veces, se lo reportaba y quedaba en manos de la empresa, lejos de la sucursal en la que se había producido el sobrante. Pero esas resoluciones eran ensayadas, decisiones inmediatas no del todo esclarecidas. Otro objeto interesante era el cajero automático y la extracción de dinero, labor que únicamente llevaban a cabo los supervisores o encargados de la zona. En los últimos tiempos, algún desperfecto técnico que nadie se tomó el trabajo de solucionar, arruinó la máquina. Desde aquel día se usaron las bandejas del cajero para guardar el cambio de billetes de menor valor. Una vez, pese a que no tenía la autorización para hacerlo, tuve que retirar cambio de estas bandejas, aún así, un supervisor me dio las instrucciones para hacerlo. Tras cuatro intentos fallidos, la alarma silenciosa del cajero se activó. Hasta quince minutos después, cuando llegó un grupo de policías uniformados listos para la acción, no me enteré de que había sido activada. La manipulación y la improvisación de tareas desconocidas es un lugar cotidiano en una empresa en la que nunca se termina de ser un verdadero bancario.
También están los camiones de caudales y sus recaudadores. Algunos son serios, pedantes, apuran con la mirada y, si los cajeros demoran en entregar el envío, pueden anotar los minutos de retraso en el recibo, lo que se aplica casi como una multa para la empresa. Había un recaudador de caudales que había combatido en Malvinas. Siempre hablaba de matanzas y bombardeos. Sacaba la foto carnet de sus nietos, sonreía y se preguntaba cómo se malversaban los fondos anteriormente destinados a la producción de armamento militar nacional, cómo se desprotegía tanto a nuestra Nación, cómo todavía no habían sido fusilados nuestros líderes políticos actuales. Mientras lo decía, no dejaba de sonreír. Deseaba otra guerra, deseaba pararse en el campo de batalla y no sobrevivir para contarlo.
En un año y medio le cobré cuatro o cinco veces los impuestos a un hombre que, según afirmaba cada vez que se acercaba a mi puesto de caja, integraba el sindicato de los bancarios. En susurros, la primera vez que lo atendí, me preguntó cuánto ganábamos y si gozábamos de los beneficios de los bancarios. Miré hacia ambos lados antes de responder y le negué ambas preguntas. Me dijo que una comisión especial del sindicato estaba siguiendo nuestro caso, que más pronto que tarde dejaríamos de ser empleados de comercio para transformarnos en soberbios bancarios. Se los dije a mis compañeros y quedamos prendidos a la ilusión imposible, a los privilegios que ya veíamos venir a fin de mes. La visita del síndico se repitió, casualmente (o no) siempre se dirigía a mi caja. Me consultaba por nuestros sueldos y por nuestras condiciones laborales, señalaba el cajero y me confiaba que sabía que manejábamos cheques y dólares. El cambio estaba viniendo. Mientras cavilaba mi renuncia inminente, ya cansado de las recaudaciones excepcionales, de las filas interminables, de las negligencias irresolubles, de los escasos beneficios recibidos, de las pocas probabilidades de una promoción, de un aprendizaje o una expectativa real de conocimiento, pensaba en que debía aguantar uno o dos meses más, que finalmente nos iban a mudar de categoría. La tercera vez que se acercó al local traía consigo un diario pasquín del sindicato, me acercó una página y me pidió que leyera. Leí. Se mencionaba un debate acerca de empresas tercerizadas y de aumentos y de derechos para los trabajadores, pero nada sobre nuestro centro de servicios. Acá está la respuesta, me dijo. Aja, le dije y entendí que íbamos a ser para siempre casi bancarios y que, si algún día llegábamos a volvernos ciento por ciento bancarios, probablemente también habríamos de lamentarnos. Asumiéndolo, mi partida fue mucho más sencilla de lo que esperaba.///PACO