Por Claudio Weissfeld
Llego de trabajar a las siete de la tarde. Es enero y todavía hay sol. Dejo el portafolios y saludo a Francina que me cuenta algo que le pasó a Michu, a Pepe o a no sé cuál otro muñeco.
Le digo que ahora vamos a salir a pasear y enfilo hacia la habitación. Abro la puerta. El mundo volvió a derrumbarse. Ahí está R, tirada en la cama, con las luces apagadas y las persianas bajas. Tiene un paño frío sobre los ojos y una mueca de tristeza que le deforma la cara. Un Droopy sin ironía. Se quita el pañuelo. Los ojos cerrados. “Entorná puerta –me ordena, sin saludar-. Me molesta la luz”.
Sé lo que viene después: el lamento, las lágrimas y el llamado a Osde para que mande un móvil. Vendrá un enfermero con un maletín parecido a una caja de herramientas. Mientras prepare la jeringa le va a preguntar desde cuándo tiene las cefaleas (desde octubre de 2011), si ya tomó algo (sí… ibuprofeno, Migral, acetazolamida, diariamente, en forma alternada). Y entonces le van a pedir que se acueste boca abajo y le inyectarán calmantes endovenosos. Por lo general, un cocktail de clonazepam y klosidol, aunque también puede sumar al mix otros ansiolíticos. R dormirá hasta la mañana siguiente, cuando el infierno vuelva a amanecer.
Su caso no es excepcional. Se calcula que un 5% de la población general sufre de cefalea diaria y, de este grupo, casi el 80% son migrañas crónicas (la migraña es el tipo de cefalea más común). Pero hay más de 40 tipologías y son muy complicadas diagnosticar. De hecho, muchos de los que la sufren mueren sin saber exactamente qué fue lo que les partió el cráneo durante toda su vida. “Es una búsqueda”, me dirá más adelante Nicolás Dawidowicz, un amigo y médico clínico.
Lo que tampoco es excepcional es mi caso: los que vivimos con quienes sufren estos dolores de cabeza intensos y prolongados sufrimos nuestro propio calvario, donde se mezcla la impotencia, la bronca y la culpa. Soy un bombero sin agua frente a un fuego eterno.
Puedo llegar a la caricia que no cura, a la frase de aliento que no levanta el ánimo. Puedo ir a Farmacity todos los días a comprar remedios, a la farmacia Vasallo a buscar su homeopatía. Puedo a bajar a abrirle la puerta al enfermero de Osde, que me da la mano y esgrime un poco creíble “que se mejore pronto”. Pero no más que eso. Dejo la depre en la habitación y me pongo la sonrisa. “Francina: vamos a pasear”.
NICK NOLTE VERSUS LOS DOLORES
Todo esto empezó hace casi dos años. Esos dolores de cabeza leves y esporádicos se instalaron con fuerza y definitivamente la noche del 23 de octubre de 2011. La fecha no tiene ninguna explicación. Simplemente ocurrió esa noche. Porque sí.
Tal vez no sea casual que en esa época R tuviera un pico de trabajo en la empresa familiar. Se acercaba Navidad, la época más laboriosa para cualquiera que se dedique a la industria del juguete. Ella manejaba desde Saavedra hasta Paternal y en los semáforos respondía mails desde su Blackberry. Llegaba a la fábrica con la bandeja de entrada en cero.
Desde entonces consultamos (si la cuenta no me falla) a cuatro oftálmologos, seis médicos clínicos, tres neurólogos, dos neurooftalmólogos, dos osteópatas, un homeópata, un alergista, un profesor de yoga y un chino en Belgrano que le dio yuyos horribles que funcionaron durante un tiempo hasta que se perdió la magia. Yo la acompañé a muchos de esos médicos. Sus padres la acompañaron a otros. A algunos, fuimos en familia. Muchos de ellos estaban fuera de la cartilla de la obra social y llegaron a cobrar hasta $1200 la consulta. No nos importaba: no hubiésemos tenido problema en hipotecar la casa con tal de comprar salud.
Las tardes en que había que llamar al móvil de Osde con sus shots endovenosos fueron las peores. Hubo cuatro o cinco veces que debimos recurrir a ese extremo. El resto de los días, las llamas del infierno ardieron con diferentes intensidades.
Al principio me envalentoné: sería el héroe de clase media de las películas norteamericanas. El Nick Nolte que decide ponerse la familia al hombro, unir al grupo y luchar contra el mal.
Para diciembre de 2011 la Navidad pasa a segundo plano: R deja de trabajar y se hace una batería de estudios: análisis de sangre, tests oculares, tomografías y radiografías. Después de analizar los resultados, el doctor Freue llega a una conclusión. Lo bueno es que descarta tumores y problemas cardiovasculares (o sea que la cefalea es benigna). Lo malo es que diagnostica hipertensión endocraneana. ¿Qué es eso? Que tiene demasiado líquido cefaloraquídeo (LCR) en el cerebro y eso genera una presión que termina en migrañas. Anticipa un tiempo de medicamentos fuertes, como la acetazolamida, un diurético que disminuye el nivel de LCR. Y nos dice que debemos postergar el proyecto de un segundo hijo. Además, ordena llevar a cabo una punción lumbar que tiene lugar el 23 de diciembre a las 11 de la noche y cuesta 4000 pesos facturados por la doctora Rabadán, que le clava en la columna una jeringa tenebrosa y le extrae LCR para medir la presión.
“Nada de esto nos detendrá”, piensa el héroe, mientras manda mensajes de texto a la familia avisando que la punción salió bien, pero que R sigue sintiéndose mal, y le pide al abuelo que no se olvide de darle laxantes a Francina, que está constipada desde hace seis días. Estamos tratando de que deje los pañales. El héroe se ocupa de todo.
La doctora Rabadán dice que ya va estar mejor y lo que es más: que no hay problema en que dos días más tarde salgamos de vacaciones por una semana Villa Gesell, tal como lo teníamos planeado. “Pasado mañana va a estar paseando por la playa, ya vas a ver”, asegura, mientras guarda el efectivo en su cartera.
HIGHWAY TO HELL
“I’m on the highway to hell”, canta AC/DC en una canción bastante sobrevalorada. Si ese tema está inspirado en un hecho real, está inspirado en aquel viaje en ruta hacia la costa. R no aguanta su vida. Desde el asiento de atrás, Francina pide juguitos y galletitas. No. Esas no. Las de chocolate. Las Sonrisas. Y quiere la peli de Cantando con Adriana. Y no escucho. Y poné más fuerte. R se da vuelta para poner play en el DVD y para calmarle los caprichos pero no puede moverse. La cabeza se le desarma. Pasado Chascomús, dejan de importarme las multas y los choques. Acelero el Peugeot 307 hasta los 140 km/h.
Durante esa semana de vacaciones mi mujer pasará la mayor parte del tiempo en la habitación acostada, con las persianas bajas y los ojos cerrados. Es la única posición en la que el dolor cede. A veces bajará al comedor a desayunar o a cenar, pero casi siempre le subiré la comida a la habitación en una bandeja. Una tarde, vendrá un móvil a inyectarla. Casi todos los días llamaré a Freue que no dará respuestas. A Rabadán que no atenderá el teléfono. A otros médicos para que me recomendarán otros neurólogos.
Tiempo después nos enteraremos de que el diagnóstico de Freue estaba equivocado: que la presión de LCR era baja y que su diagnóstico se había basado en un estudio de ojos mal hecho. Que la punción lumbar la había hipotensado: o sea que le habían sacado LCR de más. Freue es orgulloso y testarudo: niega su error y nos dice que hay que seguir con acetazolamida. Y así, durante todo enero el LCR seguirá bajando. La hipotensión se profundizará. Y la crisis.
Los héroes solo existen en las películas.
FUERA DE FOCO
En la cadena de mails de las madres del jardín de Francina están todas menos una: R. La reemplazo yo, y así me convierto en uno de los pocos hombres de la ciudad que agradece invitaciones a cumpleaños y sugiere cuánta plata poner para el regalo del Día del Maestro.
Hacia adentro, me dice R, la cefalea es una tenaza que te aprieta el entrecejo. Una aguja que se te clava en la retina y no te deja enfocar. Pero hacia fuera, el dolor te convierte en una persona inhabilitada para llevar a cabo una vida normal. R no puede chequear mails, por ejemplo. No puede mirar una computadora, directamente. Tampoco mandar mensajes de texto. Basta que mire la pantalla durante 30 segundos para que se dispare el dolor. Por eso tiró el Blackberry en un cajón y ahora usa un Nokia 1100 que pesa 86 gramos y con el que solo hace llamados. Curiosamente, puede leer libros (si la letra es grande) y también mirar la tele e ir al cine. ¿Queremos ir al cine? Tengo que googlear e ir cantándole las opciones por teléfono. No conoce Whatsapp, no tiene cuenta de Twitter y su perfil de Facebook conserva la foto de perfil de cuando Francina cumplió dos años, en 2010.
Trabajar en una empresa familiar tiene sus ventajas, de todas formas: contrataron a una empleada que se encarga de leerle sus mails y a un chofer que tiene como prioridad llevarla a la fábrica y a los locales durante la semana.
El resto del tiempo, el empleado soy yo. Me pide que les mande SMS a sus amigas para coordinar sus salidas. Me llama desde la calle en cualquier momento para que googlee alguna dirección o que le pase algún teléfono. Que setée mi despertador, así se evita mirar su telefonito. Los sábados y domingos, cuando salimos de noche, yo soy el chofer. Ella cierra los ojos mientras manejo: ya no puede soportar las luces de los autos que la encandilan, los semáforos, los carteles luminosos. Su ciudad es una ciudad sin luz.
“No pido mucho –me dice–. Me conformaría con poder leer las facturas de los proveedores y mirar una tabla de Excel para analizar costos. Quisiera poder usar mis ojos como todo el mundo”. No le respondo y sigo manejando.
La cefalea es depender de los demás. Ser parte de “los demás” requiere de paciencia. Yo a veces la pierdo.
SOMATIZAR
El doctor Barsanti atiende en Palermo, cerca de Salguero y Libertador. Usa corbata ajustada, cobra 700 pesos la consulta y es uno de los clínicos que más nos recomendaron. Descartada la hipertensión endocraneana, decidimos probar con él. No da un diagnóstico claro, pero cree que el topiramato puede ser una solución. El topiramato es un anticonvulsivo que se suele usar para tratar casos de epilepsia. Está contraindicado en caso de embarazos (el segundo hijo puede seguir esperando) y además podría traer depresiones, entre otros efectos secundarios. “Probemos con esto. Si no funciona –dice–, habría que tratar inyectando Botox. Pueden ir viendo al doctor Pikielny, que les va a explicar más sobre el tema”. Es una búsqueda.
A todo esto, Francina tiene tres años y no logra dejar los pañales. O mejor dicho: dejó los pañales pero no aprendió a ir al baño. Se caga encima todos los días, a veces hasta tres veces por hora, como en esa cena de Rosh Hashana en la casa de mis tíos. Nos tuvimos que ir antes. No fue la única vez que nos tuvimos que disculpar y abandonar alguna reunión. Nos pasamos limpiando el baño y lavando bombachas en baños de restaurantes. Aprendemos de laxantes y constipaciones, pero no le encontramos la vuelta.
Consultamos con un gastroenterólogo y tres psicólogas infantiles. La respuesta es similar: debe estar somatizando. Mientras la madre esté enferma, lo mejor es no presionarla. ¿Pero hasta cuándo? Las cefaleas podrían estar años sin curarse ¡Podrían no irse jamás! La mayoría de las noches Francina viene a nuestra cama. “Voy a hacerle mimitos a mami”, dice. Se acuesta al lado, le abraza el cuello. Así se duermen las dos.
LA CULPA DEL SANO
El topiramato no funciona. Después de dos meses, no surte efecto, ni siquiera cuando se aumenta la dosis diaria. No. En realidad sí surte un efecto: R está cada día más triste. Llora a veces sin saber por qué. Una tarde llamo a Barsanti y se lo comento. Me dice que tiene pensado recetarle antidepresivos.
Mientras tanto, yo entreno en el Parque Saavedra tres veces por semana y me preparo para mi primera maratón (que finalmente correré en octubre en 4 horas y 19 minutos). Libero endorfinas que no sé para qué sirven. Me acerco a los 40 años, pero físicamente estoy mejor que a los 30. Siento culpa. Una tarde, en el trabajo, me quedo sordo de un oído. Voy a la guardia del Hospital Alemán y me dicen que si quiero, por las dudas, puedo hacerme una audiometría, pero que no es nada. Otro día me entra una basurita en el ojo. Vuelvo a la guardia del Hospital Alemán y me hacen comprar unas gotas que no necesito: la basurita se va sola. Decido volver a mi analista de toda la vida para contarle mi angustia, para que me dé un consejo sobre cómo lidiar con una persona que vive dolorida. Voy con la esperanza de que me diga que necesito volver a terapia tres veces por semana. Que lo que estoy viviendo es muy serio. Pero no. “Estás bien”, me dice. Y también me dice que lo conoce a Pikielny, que es uno de lo mejores neurólogos del país y que él le haría caso en todo. No me cobra la sesión.
LA ALTERNATIVA DEL BOTOX
Siempre había asociado el Botox a Mirtha Legrand y a Graciela Alfano, pero en realidad Botox es el nombre comercial de la botulina, una toxina que puede ser venenosa, pero que desde principios de los años 80 se usa en el extranjero como “tratamiento eficaz y seguro para una variedad de distonías focales”, según explica Wikipedia y según confirma el doctor Pikielny ($800). En la Argentina, su uso para tratamiento de cefaleas fue aprobado en noviembre de 2010.
Básicamente, el tratamiento de Botox consiste en aplicar unas 40 inyecciones en distintos sectores de la cabeza. Eso hará que los músculos y receptores del dolor se duerman temporalmente. La aplicación se deber repetir nuevamente a los tres meses y otra vez tres meses más adelante. Entonces se podrá corroborar si el dolor bajó, cosa que, nos asegura Pikielny, ocurre en un alto porcentaje de los casos. “Tengo más de 25 años de experiencia en el tema”, garantiza. 8000 pesos.
Antes de embarcarnos en un tratamiento caro e invasivo, le ponemos una última ficha a lo natural: osteopatía, yuyos, yoga y homeopatía. Esas serán la base de nuestro bienestar. Mi suegro nos financia sesiones de masajes y acupuntura con una de la mejores osteópatas del país ($500 por sesión) y así se afloja un poco ese dolor cervical que no la deja levantar ni una olla de fideos para colarlos, ni servirse Coca en botellas de 2.25 litros (ni hablar de hacerle upa a su hija). Nos tomamos dos semanas de vacaciones y veremos cómo funciona la vida sin químicos.
Tanto en lo anímico, como en lo físico, la segunda mitad de 2012 es mejor. Francina aprende a ir al baño sola (la primera vez que lo hace se me caen las lágrimas mientras le limpio el culo) y R siente dolores cada tanto, pero más esporádicos y menos intensos. Nunca llega al extremo del móvil de Osde y el calmante inyectable. De hecho, baja el consumo de ibuprofeno y elimina el migral, que muchas veces son los causantes de las cefaleas. Algo así como un abuso de fármacos, según leo en el manual de los doctores Zavala, Murillo y Saravia, que estudio y subrayo como si fuera un estudiante de medicina.
Pero para fin de año, por más que está mejor que a fines de 2011, los dolores vuelven y vamos al Botox nomás. 2013 comienza con 40 pinchazos y una ilusión.
TODO ES RELATIVO
Tengo un primo de mi edad que vive en California. Su esposa tiene cáncer de ovario. Ya pasó por operaciones y quimioterapia hace algunos años y este año los estudios volvieron a dar mal. Otra vez rayos. ¿Cómo hace él, ante una situación tanto más grave que la mía, para soportar deterioro físico de su mujer mientras mantiene el ánimo de su hija? ¿Tengo derecho a lamentarme de mi situación como si no existieran cosas peores?
Por momentos me compadezco de R: la mimo y nos entristecemos juntos, pero la mayor parte de las veces la dejo sufrir sola. “Si te duele la cabeza, encerrate en el cuarto o cambiá la cara”. Y me voy con Francina a ver la tele. Mi misión, me digo, en ese momento, es mantener alto el ánimo de mi casa. ¿Es mi misión o una excusa para no hacerme cargo?
Cuando vamos a una reunión o a una cena, R se esfuerza por participar y sonreír. Todos piensan que está bien. Pero cuando dice chau y entra al auto, cierra los ojos y se le desinfla la cara. Y ese gesto, ese dolor, ese malhumor, es todo mío. ¿Y es tan grave?
EMBARAZO Y DESPUÉS
Que el Botox haya surtido cierto efecto pasa a segundo plano cuando en febrero de este año el Evatest da positivo. Algunos estudios afirman que con los embarazos disminuyen las cefaleas, pero este no es el caso. No puede ni ver un DVD. La expectativa, de todas formas, ayuda a paliar el dolor.
Es un embarazo con reposo casi absoluto, como el de Francina, porque R tiene útero bicorne, es decir: dividido en dos. Hay que tener mucho cuidado, pero si el primer embarazo llegó a buen puerto, no hay motivos para ser pesimistas. Durante los meses siguientes vuelvo del trabajo más temprano y me ocupo de todo en la casa: de cocinar, de lavar los platos, de llevar a pasear a Fran. Ella está entusiasmada con su hermanito. Quiere que sea nena, pero el ecógrafo dice que hay más chances de que sea varón.
NECROPSIA
“8 de junio de 2013. 22:28hs. Expulsa feto masculino NN que se envía a Análisis Patológico”. Eso dice el informe de la obstetra que atiende a R en el Sanatorio de la Trinidad, luego de la rotura de bolsa en la semana 19 del embarazo “Se solicita al laboratorio realizar necropsia del feto Weissfeld”, concluye el informe. Era varón, nomás.
IMPOTENCIA
La otra noche llegué a casa y la encontré tomando un baño de inmersión con sales de no sé qué. Suele tomar baños cada tanto, así se le relaja la cervical. La luz estaba apagada, pero ella había traído un velador de la habitación. Con los ojos cerrados, me pidió que le trajera un Campari. La casa estaba en silencio: Francina se había ido a pasear con los abuelos.
Fui a la cocina, exprimí una naranja y armé el trago, con un chorrito de soda. Se lo llevé y tomó un sorbo. Empezó a llorar. “No puedo tener hijos, no puedo trabajar, no puedo aspirar a nada más que a esto”, dijo. “Vamos a tener otro hijo”, la alenté.
“Soy una persona acabada”.
Le saqué el Campari y me senté sobre la tapa del inodoro.
“Si pensás eso, entonces, sí: sos una persona acabada. Pero mientras sigamos luchándola, vamos a estar bien”, le respondí. Hizo una mueca triste y aguantó las lágrimas. Tomé un trago. “Yo te banco el dolor. Vos bancame la impotencia de no poder hacer nada”, le dije. Después estuvimos un rato en silencio.///PACO