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1. Llueve
Llueve en la ciudad vacía. Es el inicio de febrero, un sábado a la mañana. Mercedes hace wing chun, el arte marcial chino, en el Parque Centenario. Yo intento no perder contacto con el ruso que vengo estudiando y miro videos subtitulados de Kinó. Después, casi como si fuera obvio, como si fuera inevitable, como la lluvia, recuerdo haber visto en alguna red social algo sobre cartas entre Mariano Llinás y Matías Piñeiro. Las busco y las miro. Son cuatro cartas filmadas por cada uno, con mucha voz en off de los propios directores, con imágenes tomadas por celulares, con una variedad de temas. Las de Piñeiro muestran sensibilidad, estudio, reflexión: van desde la ciudad al mar, del mar a Safo, Hopper, Josef y Anni Albers. Las de Llinás me interpelan, lo cual es algo mucho más propio para un ensayo, supongo, porque en sí mismas también son un ensayo.
La primera carta abre el juego: Llinás intenta filmar unos globos en su balcón, como una manera de “dar cuenta de la belleza del mundo” y del artificio que eso supone. Lo vemos armar el encuadre, poner el celular como cámara, grabar el texto que escribe en el Word. Le pide a Piñeiro que le mande imágenes de edificios de Nueva York: el Ansonia, el Apthorp, el Flatiron. Le dice que, como correspondencia, puede registrar lo que el otro le pida de Buenos Aires. La carta termina con algunas escenas del centro: el Obelisco, la Plaza de Mayo, la muerte de Rosario Bléfari. Piñeiro responde con exteriores de Nueva York, un encuadre del Flatiron y muchas locaciones de Hopper que compara con los cuadros. También con secuencias hopperianas de Chantal Ackerman y con las cartas de Alta Hillsdale al pintor. Le pide a Llinás que le filme el Río de la Plata a las seis de la tarde.
La segunda carta de Llinás cumple con lo de filmar el Río de la Plata, que es “pardo, sucio y falto de gracia”. Lo acompaña en el auto un hombre que no sabemos quién es. Ese hombre lo auxilia con la cámara, maneja. Se ríe de cómo a Llinás se le cae el celular (“que, en definitiva, fueron hechos para hablar caminando, no para filmar”), de cómo se ayuda con una llana para sostenerlo. El cineasta filma el monumento a Colón que ya no está detrás de la casa de gobierno. Cuenta que Chávez le dijo a Cristina, en una visita a la Casa Rosada, “qué hace este genocida acá”. Lo único comprobable de la anécdota es el efecto: el monumento fue movido luego de largos meses de discusiones con la comunidad italiana. Dice que en el emplazamiento original de Colón, que, ahora, mirando al río, parece querer irse, pusieron a una “heroína de la independencia” y que a esa también la sacaron, como si el deporte nacional fuera mover estatuas. Así como dice “Colón, Chávez, Cristina” no dice “Juana Azurduy” ni “Macri”. Tal vez, claro, porque no empiezan por la misma letra.
La respuesta de Piñeiro se hace cargo del reclamo: no ha filmado los edificios pedidos. Dice: “juntemos todas las figuritas” y registra los que adeudaba junto a algunos más, a los que compara con tortas. Muestra un truco para sostener el celular como con un trípode. Lo hace desde la playa a la que se ha desplazado para pasar las vacaciones. Graba la estatua de Teddy Roosevelt en el Museo de Historia Natural en Nueva York, rodeada por un indígena y un esclavo negro.
Me gana el entusiasmo, me gana cierto deleite estético, me interpela que se pondere a Colón, cosa que no comparto casi por las mismas razones por las que se lo pondera. Le mando el link a Samaja, con el que vimos –él, Mercedes y yo–, entusiastas y admirados, las catorce horas de La flor. Le mando el link a Susana, e improvisamos un encuentro. Voy a visitarla, aun con la lluvia, en la galería de su casa. La primera vez que la veo en más de un año. Me va a prestar dos libros de Daniel Moyano que aún no termino de leer.
2. Se muestran las cartas
En la tercera carta de Llinás se suceden las imágenes rebuscadas de un Paraná esquivo. Está en San Nicolás de los Arroyos. Hay, parece, un retrotraerse a cierta esencia, remontar el Río de la Plata, estuario al fin, hacia el norte, hacia lo que lo forma. Se escucha la radio, a los locutores que opinan de actualidad, de política. Llinás despotrica. Luego comprende que casi no va a ver el río desde la ciudad que lo oculta con terraplenes. Ve, sin embargo, a lo lejos, un mercante; decide seguirlo hacia el sur. Cuando sale de la ciudad, apenas cruzado el arroyo Ramallo, se encuentra con la acería de Ternium (exSomisa, sobre la que recuerda la escandalosa privatización, el menemismo). Declara que le gustan las fábricas, cierta melancolía de lo fabril, de un mundo en el que la producción implicaba hacer cosas, que la discusión no estaba atada solamente al sentido.
(Debo decir que también me gustan las fábricas, en especial por la puesta en escena de lo colectivo, de la trama de relaciones para lograr un producto, como, en definitiva, entiendo a la literatura o al arte en general. También me gusta mucho esa fábrica, la de Villa General Savio, en Ramallo, adonde solemos ir con Mercedes, y que Llinás confunde con San Nicolás. Sobre esa acería escribí en una novela: los personajes la asaltaban para obtener la materia prima para hacer una casa en forma de cotorra. Una novela que participó del concurso del Fondo Nacional de las Artes, en el que Llinás era jurado. No escribo estas líneas desde el reclamo, por supuesto, sino desde cierta admiración. Solo la coincidencia de lugares, de aproximaciones, incrementa la idea de interpelación que la carta filmada me produce. Por lo demás, sé que mi destino no es nunca el del éxito en concursos, como sí lo fue para Carlos Argentino Daneri.)
Llinás llega al río y dice que filma al mercante, pero que no se grabó porque “lo de siempre con el teléfono”, cuando parece que está para grabar, está en pausa, y viceversa. De hecho, se ven imágenes desprolijas del cineasta que baja del auto, de sus pies, del piso, como una afirmación del efecto.
Antes, durante, las reflexiones: tal vez aquellos a los que no les gustó la defensa de la estatua de Colón tengan razón, como los que cuestionan la de Teddy Roosevelt, porque ninguno mostraba empatía con el diferente. “Y sin embargo”, dice. La acería, Roosevelt, el barco carguero parecen “formar parte de un mundo que, cada día, a más gente le parecía malo”. Llinás dice que aún cree en el progreso. (Hace un par de años, en Córdoba, mientras esperaba que Mercedes llegara desde Buenos Aires, daban Volver al futuro y recuerdo que le dije que se trataba de una película que solo podía hacerse con cierta fe en el progreso. Cito acá el film, casi como una cábala ineludible en estos ensayos que escribo.)
“Matías y vos van a tener que revisar la simpatía por Sarmiento y todo ese ideario civilizatorio”, dice Llinás que le dice una amiga. Se pregunta, mientras la cámara lo enfoca mirando a la acería, que tal vez ambos sean conservadores. O, tal vez, se dice, sea al revés: los otros son conservadores, y ellos los sobrevivientes de una época progresista. Parece, sin embargo, confundir progresista con el positivismo sarmientino.
Piñeiro le responde desde la casa de playa. Dice que no le gusta Teddy Roosevelt y que a Llinás tampoco le gustaría. Revisa la idea de progresar: en un video, Jean Renoir declara que el progreso es el enemigo, precisamente porque funciona. Pienso que es una idea una tanto rara para un cineasta: artista, al fin, del progreso; no como la literatura que practico, que no necesita más que pluma y papel (aunque escriba, ahora, en una notebook) desde Virgilio hasta hoy. Después, Piñeiro recorre los precios de Sarmiento en sus diarios de viaje por Estados Unidos, los compara con los que encuentra mientras filma: duraznos, ferry, etc. Luego, en una estación de tren, que tal vez yo debería conocer pero ignoro, ve un mural de Josef Albers. De ahí a hablar del color casi no hay un trecho.
En la carta cuarta, Piñeiro va a referirse a Safo, a la ciudad de Porto, a Pavese, a la espuma del mar, al karaoke, a las pinturas inspiradas en Safo. A su vez, Llinás filma al grupo de teatro Piel de Lava, que integra su mujer, en el Parque Centenario. Luego le dice a Piñeiro que va a registrar lo que le había pedido: los árboles de la avenida Ángel Gallardo. También hay imágenes del Museo de Ciencias Naturales, “la ciencia celebrada”. En los bajorrelieves del edificio hay animales e indígenas al mismo nivel. Llinás dice que piensa en Ángel Gallardo y que todo cierra: la estatua de Teddy Roosevelt frente a un museo de ciencias naturales, el edificio viejo de Parque Centenario como el Ansonia, un tiempo de creer en el progreso que ya no está (también la idea de una forma de civilización).
Antes, había hablado de filmar un vivo de Instagram para el que, cuando logró adaptarse al encuadre (otra vez el enfoque) vertical, la emisión ya había terminado. Dice, que prefiere las “formas viejas del oficio”. Después va a buscar un libro sobre Ángel Gallardo. En el periplo, al que va con la familia, discute con Laura Paredes, su pareja, acerca de lo incómoda que es la posición que sostiene en la carta de la acería. Llinás reclama un derecho a pensar, se enoja con la moralidad que impera sobre lo que él pueda decir (“son curas más que policías”). Cuando llega a Mataderos, dice: “Los veganos me estaban esperando”. Filma el rosa viejo de Buenos Aires, las pintadas que hablan de genocidio animal, la imagen de un jinete montando que fue borrado para liberar al caballo. Ironiza sobre sí mismo: “Le gustaban los mataderos y Cristóbal Colón, saquemos su nombre de la lista de ganadores del Bafici”. En ese caso, “¿tendrán razón?”.
Luego, verá en el libro de Ángel Gallardo una foto del naturalista con Mussolini. “Afuera, se dice; otro que quedó de ese lado.” Se pregunta si él mismo será así. Declara que es inútil reducir a una elección errada la obra de alguien. Paredes le apunta que él denosta a Perón por el mismo interés por Mussolini. “Y por Hitler. Por Hitler”, responde. En la cámara se ve, desde el parabrisas del auto, la ciudad vacía, aunque ya no llueve.
3. Mirar y escuchar
Ya no llueve en la galería de la casa de Susana. Hace un frío inusual para febrero. Quedamos un tanto exhaustos de pasar revista a las cartas filmadas. Le señalo que lo de la estatua de Colón me parece casi un berrinche, un purismo innecesario discutir el emplazamiento. ¿No sucede lo mismo con el Arco de Constantino (o de Tito o cualquier otro) en Roma? ¿No se trata de rescribir la historia ese palimpsesto de arcos, de celebraciones artísticas de hazañas militares? En todo caso, digo interpelado, lo mismo hacen los veganos borrando al jinete de la pintura, aunque lo que me inquieta en ese gesto no es la rescritura en sí, sino el moralismo, la falta de humor, la pregnancia de la idea de disidencia que implica borrar todas las disidencias, el acuerdo a ultranza, la imposibilidad de reírse del otro. Tal vez ese sea mi: “Y sin embargo”.
Discutimos las cartas un poco más. Creo que en la idea de progreso de la que habla Llinás hay un elitismo (supongo que uso algún derivado de la palabra “gorila”). Susana me dice que considera que la obra de Llinás es lo contrario del elitismo, que es más bien popular (supongo que usa el término “nac&pop”). No lo había notado, pero tiene razón. Enseguida, evoco los suvenir playeros de Balnearios, los géneros populares en Historias extraordinarias, pero sobre todo, en La flor: las espías, la música pop, las momias y el terror clase B, los relatos de cautivas, la brujería, Casanova. También los pueblos, los lapachos, el Gaucho Gil.
Hay, le digo, una contradicción entre las cartas y las otras obras. Después, mientras voy a comprar una pizza de camino a casa, pienso que la idea de progreso que añora Llinás, que me conmina de algún modo, es sobre el progreso en el arte. (Y cómo, a la vez, quiere ese progreso, pero discute el tecnológico de los teléfonos, de Instagram.) Se trata del debate de la forma (Piñeiro, cuando habla de Albers, señala la distinción entre fondo y forma), que queda opacada por la urgencia del tema, por lo que se dice cuando se presupone una única manera de decir para cualquier tratamiento. Ese estancamiento del decir absoluto, esa ideología de la estructura provoca, tal vez, una nostalgia del progreso, de la posibilidad cierto movimiento.
Por otra parte, tanto Balnearios, como Historias extraordinarias, como La flor se me presentan como películas de una coherencia asombrosa: no solo estética, sino también del universo que recrean. Si bien hay cierta nostalgia, cierto apego a algo perdido (los balnearios como referencia del encuentro, la vida anómala y monótona de los pueblos de provincia en Historias extraordinarias con la singularidad solitaria de Salamone, los géneros caídos en desuso como el de espías en La flor), no hay más que una evocación, un juego. Ahora, mientras repaso las cartas para estas líneas, cuando veo a Piñeiro hablar de Safo, pienso, de manera indefectible, en el Poema LI de Catulo, que la glosa. “Qui sedens adversus identidem te”, dice uno de esos versos, “aspectat et audit”, concluye la estrofa. “El que sentado enfrente frecuentemente te /mira y escucha.” A pesar de que sé con certeza que identidem es un adverbio de frecuencia, no dejo de pensar que “adversus identidem” quiere decir: “enfrentado idéntico”. Es un tic, algo inconsciente. Como si las dos posiciones que se enfrentan fueran la misma. Como si sentirme interpelado por la idea de progreso de Llinás fuera lo mismo que sentirme repelido. Como si la idea que él tiene fuera la misma que la mía, que no quiero “mirar y escuchar”.
4. Chop Suey
En la primera carta de Piñeiro están los cuadros de Hopper. Le digo a Mercedes que me parece un artista conservador. Me responde que no todos los artistas tienen la idea de la ruptura como idea de su obra. Coincido. Confieso: me gustan, como a casi todos, los cuadros de Hopper. Pero no deja de parecerme algo cómodo, de nuevo conservador, ese figurativismo en los años ’30 y ’40 del siglo xx. Después de las vanguardias; después de Duchamp, del futurismo, de la Bauhaus, del expresionismo, del cubismo, del fauvismo.
Me habla del tratamiento del color; por ejemplo, ese plano negro y las luces inquietantes de La autómata. Contesto con el negro en primer plano de Almuerzo sobre la hierba de Manet. Me dice que la luz y el tratamiento de los plenos de color son personales, únicos. No lo rebato, pero pienso en Vermeer (que siempre confundía con Hopper, como si uno citara al otro); pienso, también, en Cézanne.
En todo caso, Mercedes tiene razón: la única valoración posible de un pintor no son los aportes técnicos al arte que ejerce. De todos modos, este es un texto sobre cómo funciona el progreso en el arte; progreso al que Hopper no parece haber contribuido, sino que se ha nutrido de procedimientos de otros a los que tematizó a su manera: la ciudad vacía, lo melancólico, lo alienado. Una forma de representación que no problematizaba demasiado el referente, que lo asumía como dado: es decir, único. Y sin embargo.
El color, los planos, por momentos casi abstractos, como el fondo de Chop Suey, parecen aportar sentido. Pound hablaría de maestros en contraposición a los inventores. Con ese tratamiento, con el que empieza Piñeiro citando a Hopper, van a seguir las cartas. El enfoque del puente del tren que se ve desde la casa alquilada de Piñeiro es casi igual a un cuadro de Hopper que no ha mostrado: Macomb’s Dam Bridge.
5. Devotio
Mientras me pongo a escribir, a fines de marzo, esto que rumio desde inicios de febrero, se estrena en el Bafici la última película de Llinás, Concierto para la batalla de El Tala. Huelgo en relatar las peripecias (o la esfinge a la que se le habla y no contesta) para registrarnos y verla online. Hay, además del interés que ambos tenemos por el cineasta, un motivo familiar: el hermano de Mercedes, Gonzalo Pérez, hace la percusión del concierto: de hecho, es al primero que vemos aparecer en escena.
La película es un ensayo. Filma, de hecho, lo que parece el ensayo (una grabación en el mejor de los casos) del concierto que no está siendo dado. Lo otro, lo ensayístico, se compone de dos partes: por un lado, las placas blancas con una tipografía simple y negra que reproducen el texto que se lee por sobre la música. Por el otro, hay una tesis sobre la política argentina: de hecho, empieza con una reflexión sobre los políticos en la pelea por el sentido o el convencimiento del otro. También hay una lectura de la Historia: el film dice formar parte de una serie, dice ser el libro primero de los mártires unitarios, entre los que cuenta a José María Paz, Mariano Acha, Lavalle y otros que no llego a recordar porque aparecen en un cuadro rápido. Puedo trazar una línea entre el partido unitario y el proyecto liberal que ha dominado la agenda pública del país, ese que escandalizó al mismo Llinás con la privatización de Somisa. Puedo trazar una línea, además de para visibilizar el movimiento histórico, para pararme enfrente: siempre me sentí más cerca de los gauchos de Aldao, los bárbaros, como los llama Borges, de Facundo y de Rosas. A pesar de eso, creo, incluso por esta posición en contra del proceso liberal en Argentina, me supongo capacitado para escribir sobre lo que no comparto, porque discutir con el opuesto resulta una manera mejor de mirarse al espejo.
Para volver a Concierto para la batalla de El Tala, hay que decir que se centra en la figura de Gregorio Aráoz de Lamadrid, de su rol en la batalla, y en la de Facundo Quiroga, al que presenta con simpleza sarmientina: es el malo de la película. Uno mártir, Lamadrid; el otro, perpetrador: como si Barranca Yaco no hubiera sido un asesinato. Más allá de la posición política, de la soledad en el contexto de producción artística actual que esa posición del director exhibe, está la anécdota en sí: Lamadrid, al ver su guarnición rodeada de más de doscientos soldados de Facundo, se lanza solo contra los enemigos y desata la batalla. Va al muere (no en coche, como el general Quiroga), algo que ya había hecho otras veces. Y como otras veces, se salva.
Ese, tal vez, heroísmo de Lamadrid está muy lejos de un martirologio. Por otro lado, parece haber, de nuevo, una forma de concebir la producción artística en esa devotio deciana. Es la gens Decia la que ofrece las devotio famosas de la historia: comandante de una división del ejército romano, se inmola solo contra el ejército enemigo como sacrificio a los dioses de la tierra y como exaltación al coraje alicaído de la tropa. Parece que la leyenda de Lamadrid tiene raíces romanas. Otros dos Decios incurrieron en la práctica. Pero a diferencia del general unitario, mueren. El gesto de la devotio parece ser el de aquel que está solo, que se inmola para que los demás reaccionen, que adelanta (un ataque, una estética), que abre un camino para que los otros puedan seguir.
6. El campo de batalla
Recapitulo: la idea de la producción artística parece mutar en Llinás desde la revisión de los géneros populares hacia la idea de sacrificio, como si las innovaciones (filmar un ensayo o la grabación de un concierto con un texto proyectado al modo de las películas mudas, que, además, es leído) solo pudieran darse en el contexto de la devotio.
Algo de eso también está en las cartas, en la soledad que expresan, en la forma de soledad de la aristocracia. Me explico: primero están Llinás y Piñeiro, los dos solos, con el ideario sarmientino que admiran y que los demás rechazan; después, Llinás solo frente a las posiciones más extendidas como la de ver a Colón como un genocida, o la del cuestionamiento del ideario del progreso. Parece ser el destino de la vanguardia: pensarse en soledad, pensarse como una iluminación, como la forma de la verdad. Por lo tanto, cualquier tensión y cualquier pérdida puede ser leída como un martirologio. Es, tal vez, la forma más extendida de entenderla: la de Umberto Eco en Apocalípticos e integrados. La vanguardia, para el semiólogo italiano, es aquello que propone un procedimiento desconocido por el resto. El mid-culture es la apropiación de esos procedimientos, el manejo (la maestría de Pound) hasta reducirlos, hasta hacerlos asequibles por todos, el no dejar los temas que producen cierta elevación espiritual: el consumo de la elevación, la deglución sin esfuerzos con una pátina de artisticidad. Por último, la cultura popular, que usa los procedimientos que ya conoce y se muestra despreocupada del orden temático y de la artisticidad. De Llinás podemos decir que está en ambos extremos, pero nunca en el mid-culture.
De todos modos, esta idea presupone un modo de producción artístico que no es otro que el del capitalismo mismo: la vanguardia es un dador de procedimientos, como en los salones del automóvil lo son los prototipos futurísticos de los que, tal vez, se usará una manija en los modelos comerciales.
Robbe Grillet, sin embargo, rechaza esta idea. No cree contribuir al progreso del arte (literario) solo para que otros lo despedacen como al cuerpo del general que ha practicado la devotio. No cree en inmolarse para salvar o proveer nada a nadie; no considera el trabajo del escritor (id est, del artista) como el de quien fornece a una indeterminada posteridad. En todo caso, lo considera una deficiencia de la crítica: “El término vanguardia, por ejemplo, a pesar de su aire de imparcialidad, sirve las más veces para quitarse de encima –como encogiéndose de hombros– toda obra que amenace con provocar mala conciencia a la literatura de consumo masivo”, dice en un texto de 1957, Sobre algunas nociones perimidas.
Por otro lado, a diferencia de la idea sacrificial de Llinás, Eduardo Grüner, en Las aporías del pensamiento crítico, señala con claridad que la vanguardia es una expresión colectiva. Son grupos, y no personas, las que las llevan adelante con manifiestos firmados por varios de los integrantes del movimiento. Por lo menos, así lo son las vanguardias históricas del siglo xx.
Vuelvo a Llinás. Supongo que las cartas, primero, y Concierto para la batalla de El Tala, después, a pesar de pensarme en lo contrario de la propuesta política, me interpelan, entonces, por esta problematización de la forma de la creación artística. En ambos está la visión agonística del progreso: contra algo, contra una idea, con la forma de volver a esa idea, de actualizarla, contra lo colectivo en tanto entendido por todos, contra el consenso general (el militar unitario que se lanza solo contra la plebe federal). Algo de todo eso hay, también, en mis textos, aunque a mí, adversus identidem, no me interese lo uno, sino desaparecer entre los otros: tal vez de ahí venga mi adscripción federal, peronista.
He dicho que las cartas y que el film sobre Lamadrid son ensayos, que el ensayo es una forma de la tentativa, de la búsqueda de un enfoque que, por lo tanto, está alejado de toda forma de conclusión, de cierre, que queda abierto. Una última idea me queda en la cabeza: el progreso en el arte ya no como progresión en sí, como fuga solo hacia adelante, sino como ensayo, como vacilación también. Recuerdo haber leído en alguna entrevista a Julia Kristeva hablar de la idea de revuelta. No (solo) como la asonada que depone a lo previo impuesto (la forma consensuada del arte, el padre, la ley), sino también como el volver (la revolución planetaria, como el giro, la órbita, el retornar) a revisitar aquello que se quiere deponer, como regresar al punto de partida tras haber derrocado lo otro, tras haberlo incorporado. Pienso en otra etimología que cifra la revuelta, una en la que no creo estar equivocado, como si allí estuviera la forma del universo////PACO
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