Hace poco la muy buena editorial Caja Negra publicó por primera vez en español el pequeño libro / manifiesto de 150 páginas de Mark Fisher llamado Realismo capitalista. Conocemos a Fisher por ser el autor de The Resistible Demise of Michael Jackson (2009), publicado en Argentina también por Caja Negra bajo el nombre de Jacksonismo y por ser parte de esa especie de camada de críticos culturales que hacen una usufructo blando de las categorías más difundidas del posestructuralismo para leer emergentes musicales de la cultura pop que surgieron con fuerza dentro del temprano ecosistema blogger y saltaron de ahí a The Wire, NME, etc. (entre los que también se cuenta Simon Reynolds, también editado por la misma editorial). Como estrategia para difundir el libro se publicó en Anfibia lo que parecía ser un capítulo del libro –y que en realidad es un apéndice–, “El consumismo de izquierda”. El texto, para quien no leyó el libro, es un punto de partida muy sugestivo. Ahí Fisher expone de forma un poco desordenada la idea interesante de que el éxito de marcas típicas de nuestras sociedades complejas, como Starbucks o iPhone, expresa en realidad un deseo latente de comunismo. “Es llamativo ver –dice Fisher– que lo que se condena tan a menudo en el modelo de negocios de Starbucks es lo mismo que se le reprochaba típicamente al comunismo: su carácter genérico, homogéneo, su capacidad de erradicar la individualidad y la iniciativa”. Esta idea no es de Fisher, sin embargo, sino de Frederic Jameson, que en un ensayo llamado “La utopía como replicación” [“Utopia as replication”], que figura en el volumen Valencias de la dialéctica, editada en nuestro país por Eterna Cadencia, y que propone la misma conexión al analizar “el fenómeno llamado Wal-Mart”: «So it is that Wal-Mart is celebrated as the ultimate in democracy as well as in efficiency: streamlined organization that ruthlessly strips away all unnecessary frills and waste and that disciplines its bureaucracy into a class as admirable as the Prussian state or the great movement of instituteurs in the late nineteenth–century French lay education, or even the dreams of a streamlined Soviet system. New desires are encouraged and satisfied as richly as the theoreticians of the 1960s (and also Marx himself) predicted, and the problems of distribution are triumphantly addressed in all kinds of new technological innovations». En esta perspectiva Walmart (y Starbucks y Apple) se proponen como complejos fenómenos sociales, culturales y económicos que realizan tardíamente los ideales de la organización comunista tal como la describiera Marx y Engels y Lenin, y tal como apareciera tortuosa y deformada en la Unión Soviética: la forma de un “futuro utópico” que acecha inarticulado en la experiencia de compra cotidiana.
Fisher utiliza esta idea para elaborar un llamado a reconstruir la izquierda como un movimiento que pueda oponer a las atracciones libidinales del capitalismo de consumo no una promesa deslibidinizada de espacio público, seriedad y deber sino la “seducción suave de la mercancía”. Esa izquierda, que no es ya realmente una izquierda y quizás nunca lo fue, pero que seguimos llamando así por comodidad y convención, en nuestro país existe bajo el nombre de peronismo: una identidad política siempre en proceso de actualización, capaz de modernizar las estructuras económicas y las fuerzas sociales del país sin excluir a las mayorías, e insertándolas en su trama discursiva y productiva como consumidores –antes que como trabajadores. Paradojas del capitalismo que lo que también por comodidad llamamos «derecha», lejos de la sensualidad del mercado, suele gobernar empujando a lo que antes eran consumidores integrados hacia los márgenes de las relaciones de intercambio –cosa que, por supuesto, no clausura su condición de sujetos desantes. Como sea, lamentablemente el libro de Fisher no es ni de cerca lo provocativo y novedoso que resulta aquel teaser (probablemente por eso los de Caja Negra lo eligieron para promocionarlo), aunque sí comparten la glosa superficial de Deleuze, Jameson y Zizek, y la prosa histérica de los cultural theorists que se oponen al posmodernismo apocalíptico y disociativo reclamando, paradójicamente, la vuelta de la modernidad. Sí está la idea del realismo capitalista, que para Fisher es un concepto que debería reemplazar al de “posmodernidad” o “capitalismo tardío” propios de la obra de Jameson, en tanto expresa no solo una lógica cultural sino un sentido común totalizante y hegemónico que hace que “sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Para describir el concepto Fisher usa la metáfora del hip hop, como es descripta por Simon Reynolds: «La afinidad entre el hip hop y los films de gangsters como Scarface, El Padrino, Perros de la calle, Buenos muchachos y Pulp Fiction reside en su pretensión común de borrar cualquier ilusión sentimental y ver el mundo “tal como es”, al estilo de una guerra hobbesiana de todos contra todos, un sálvese quien pueda, un sistema de explotación perpetua y criminalidad generalizada».
Esa ideología colapsada es el American Dream, la idea de que a través del trabajo duro y la determinación podías alcanzar cualquier cosa, no importa en qué lugar de la pirámide hayas empezado. Este discurso, nuclear en la fundación moderna de los Estados Unidos, comenzó a ser minado en la posguerra.
Douglas Holt y Douglas Cameron son como clásicos modernos, aunque relativamente undeground, dentro de la teoría del marketing. En 2012 escribieron su libro Cultural Strategy: Using innovative ideologies to Build Breakthrough Brands en el cual elaboraron una redefinición de la llamada “teoría de los océanos azules” para producir movimientos de innovación cultural en el contexto de las complejas estructuras burocráticas del poscapitalismo. Esta innovación cultural implica el reconocimiento y subversión de lo que los autores llamaron “ortodoxias culturales” en determinados mercados. El movimiento se propone como una especie de momento de fijación de ciertas tendencias culturales latentes pero no narrativizadas y una sensible lectura del “espíritu de la época”. La innovación cultural, en el esquema de Holt&Cameron, reemplaza a la innovación de producto en el sentido más tradicional –y por eso se propone como una modernización de la doctrina de la innovación al siglo XXI. La idea es que para hacer crecer tu negocio en los mercados actuales mejorar la fórmula de tu producto o agregarle nuevas funciones es importante pero insuficiente. Lo que realmente genera crecimiento es la complementación de esa innovación funcional con un discurso capaz de resonar en la mente de los consumidores porque recoge y actualiza narrativas poderosas de las sociedades modernas: la masculinidad rural, la seducción del connoisseur, la feminidad empoderada de la profesional (estoy hablando de Jack Daniels, Starbucks y Skip), por nombrar algunos entre muchos. En un momento, en ese libro describen de forma rápida las transformaciones económicas y culturales que signaron el cambio de década en 1970 en los Estados Unidos: “the ideology that had undergirded the country for the previous quarter-century collapsed”, dicen. Esa ideología colapsada es el American Dream, la idea de que a través del trabajo duro y la determinación podías alcanzar cualquier cosa, no importa en qué lugar de la pirámide hayas empezado. Este discurso, nuclear en la fundación moderna de los Estados Unidos, comenzó a ser minado en la posguerra. La posición dominante con la que Estados Unidos emergió de la WWII produjo los años de bienestar económico que transformaron el discurso del trabajo duro que había marcado a la generación inmigrante previa. El mundo de los negocios fue, durante los 50 y 60, un mundo de glamour y rosca política, almuerzos interminables, martinis y la sensualidad suave del mercado en proceso de desregulación. El universo Mad Men, donde nadie parece, realmente, laburar. Sin embargo, en 1970 ese bienestar terminó de hacer crisis, signando el fin de la era de transición entre ese mundo profesional estable y el posfordismo liminal de las décadas anteriores. La crisis del petróleo, la nueva situación de alta competitividad en los mercados internacionales producidos por el catch-up que finalmente hicieron economías que habían salido de la guerra devastadas como Alemania y Japón y la política monetaria de la Fed que empujó a la economía norteamericana a una fuerte recesión para clausurar el ciclo inflacionario de la última década tuvieron un amplio impacto en la reconfiguración cultural del mundo occidental.
La periodización que plantea Hot y Cameron es la misma que Fisher y es una generalmente aceptada para explicar los cambios económicos que acompañaron la reconstrucción de un consenso político surgido como extensión y oposición a la contracultura de los 60s: la necesidad de estructuras corporativas flexibles, de capital libre y circulante, de mercados abiertos y en sinergia y de instituciones minimizadas. El discurso del management, como expresión fundamental de estas transformaciones impulsadas por el Cato Institute, la Heritage Foundation, la Scaife Foundation y el aggiornado American Enterprise Institute, comenzó a minarse de imperativos contraculturales: ser flexible, ser creativo, ser individual, ser capaz de generar consensos y construir equipos dinámicos –sobre este proceso de modernización retórica y en la teoría de la gestión y cómo lo importamos en la Argentina puede leerse La era de los managers. Hacer carrera en las grandes empresas, de Florencia Luci. Entre los 80s y 90s el nuevo orden produjo ese contexto cultural descripto por Fisher y filtrado en las novelas de Ellroy o Easton Ellis, en la Hill Valley dominada por Biff Tannen o en el germinal gangsta-rap, por nombrar solo algunas expresiones del clima de época.
Douglas y Cameron describen ese movimiento al nivel de las microexpectativas. «The emerging rough-and-tumble free-agent economy demanded a very different mentality from what they were used to. Rugged individualism was back in vogue. […] It was now the manifestó for the go-it-alone worker struggling to succeed in the face of the supreme challenge of global competition. Toughness and rigor, both mental and physical, were required». Es este mandato, el de ser fuerte tanto mental como físicamente para competir en la jungla, el que desplegó una tendencia más de la superficie: el discurso del fitness. Los autores lo vinculan al fenómeno de reconfiguración cultural de la sociedad norteamericana, no gratuitamente: son las nuevas generaciones transformando sus cuerpos y sus mentes para ingresar a un mercado laboral hipercompetitivo, donde no había lugar para los débiles. El inmenso desprestigio que de pronto tuvo la vida sedentaria y doméstica tan propia de los 40 y 50s impulsó la práctica de una actividad que estaba lejísimos del carisma de los deportes colectivos –tan en el centro cultural de la sociedad norteamericana: el running. En 1977 se publicó The Complete Book of Running, que rápidamente se convirtió en un best-seller y llevó a su autor, Jim Fixx, al circuito de talk-shows de la época. Su historia era una de autosuperación: cómo él, que en el pasado era un gordito sedentario beneficiándose de las mieles del Estado de Bienestar, se reconvirtió en una persona activa, atlética y proactiva gracias al running. Entre finales de los 70s y mediados de los 90s emergieron una legión de videos y libros con rutinas de ejercicio y profesionales de la salud que insistían con ánimo talibán lo importante que era mantener un estilo de vida activo. En esa época Phil Knight ya era corredor de media distancia de ciertas cualidades en la Universidad de Oregon, un estado frío y grunge de la costa noroeste. De hecho, el equipo de runners del estado –al que Phil pertenecía- estaba entre los más competitivos del país. Luego de terminar el secundario fue a Stanford. Palopoli describe así el clima de época en su libro La historia de las marcas deportivas: «Estaba claro, a principios de los años 60, que la administración de empresas era la carrera del momento. Las grandes corporaciones estadounidenses alcanzaban su apogeo y una emergente clase de ejecutivos y gerentes profesionales se preparaban para triunfar en ellas mientras evangelizaban al mundo con sus modelos de negocios».
El inmenso desprestigio que de pronto tuvo la vida sedentaria y doméstica tan propia de los 40 y 50s impulsó la práctica de una actividad que estaba lejos del carisma de los deportes colectivos de la sociedad norteamericana: el running.
Knight tenía una sensibilidad muy en sintonía con ese clima. Cuando hablaba de su carrera como runner y como empresario lo hacía con un discurso anti-autoritario e individualista. Estás solo, peleás solo y solo vos sos responsable por tu éxito o fracaso. Esta narrativa, predominante en la práctica de deportes solitarios, estaba en el centro del sistema de creencias de Knight y, progresivamente, se iba ubicando en el centro mismo de su época. Esa narrativa es lo que Holt & Cameron llaman ideología del “combative solo willpower” y ofreció la matriz simbólica ideal para entender una variedad muy amplia de fenómenos concomitantes del reaganismo: el nuevo mercado de trabajo emergente tras el desmantelamiento del Estado de Bienestar, el auge de la América Corporativa y la proliferación de la industria del management y las bussiness schools, la hegemonía de los discursos del bienestar personal, el fitness como tecnología privilegiada de gestión del yo y la práctica cada vez más difundida del running como principal emergente de la combinación de esos dos procesos. En este contexto es que Nike emergió como una prolongación del espíritu oscuro de su creador. La marca ofrecía una analogía simple: los runners son apasionados por lo que hacen, sienten la urgencia de ese amor, y trabajan todos los días incansablemente para ganarse a sí mismos, para empujar su cuerpo hacia sus límites y para sobrevivir. En un artículo en Paco Patricio Erb contó la historia de Steve Prefontaine, el carrerista de fondo y medio fondo cuya actitud rebelde y anti-establishment lo convirtieron en un rockstar temprano y en la primera estrella de Nike que expresó cabalmente el espíritu de la marca: agresivo, individualista, contracultural. Sin embargo para finales de la década del 80 a Nike todavía era una marca de nicho. Le costaba traducir ese prestigio obtenido en el ámbito del running a escala de mercado. La gramática que había consolidado era poderosa y sintonizaba con su época pero todavía no lograba volverse masiva. Hasta que Wieden + Kennedy empezó a experimentar con materiales extraídos de una subcultura sensual y crecientemente de moda, que Fisher, como vimos, asocia con la jungla poscapitalista: el ghetto negro. Primero con uno de los filmes más importantes del siglo XXI, el comercial Revolution de 1987, que mostraba un collage de imágenes en blanco y negro mientras de fondo sonaba «Revolution» de los Beatles (1968). El impacto es poderoso: un llamado de Nike a revolucionar nuestro carácter para adaptarnos a las exigencias de la nueva sociedad naciente. Las imágenes son de deportistas amateurs en situaciones cotidianas. Aparecen acá muchas imágenes de negros jugando basket en las calles o entrenando en gimnasios de los barrios. Se sostiene así un mensaje contracultural dentro de los cánones de la categoría: plantarse en la vereda de enfrente del starsystem, ese mundo falso de megaestrellas y marketing para narrar el sentido real de la actividad física; el éxito a través del esfuerzo personal.
Zizek ya decía que hay un punto en el exceso en el que el marketing deviene anti-marketing. Un ejemplo actual de esto –y que sigue la línea sucesoria de Revolution de Nike– es el comercial vaporware de Adidas, Blah blah blah (2016). Es fácil advertir que este discurso constituye hoy la ortodoxia en la categoría.
Segundo, con la gran invención cultural de la segunda mitad el siglo XX: el Just Do It. Para Nike el deporte es una especie de utopía: el mundo en el que todas las barreras y handicaps impuestos por el “mundo real” se disuelven. Un territorio en donde no ganan los favorecidos y privilegiados sino aquellos que tienen la suficiente determinación, confianza y agresividad para imponerse. Una especie de anticarnaval que disuelve el escalafón social no en la celebración entusiasta sino en la competencia a muerte. Este mito es uno poderoso y resuena especialmente desde la periferia latinoamericana, donde en muchos casos el fútbol es una estrategia para compensar el desarrollo desequilibrado. La canción entera del heroísmo rioplatense. El alma del deporte, dice Nike, es atleta que supera la adversidad y triunfa. Y no solo que triunfa: que humilla al enemigo. Robert Goldman y Setephan Papson expresan ese mito de esta manera en Nike Culture: The Sign of the Swoosh, probablemente uno de los mejores –y pocos– estudios académicos sobre una marca que existen: «No matter who you are, no matter what your physical, economic or social limitations are. Trascendence is not just posible, it is waiting to be called forth. Take control of your life and don’t submit to the mundame forces that can so easily weigh us down in daily life. No more rationalizations and justifications, it’s time to act». Así es como nació el Just Do It. Detrás de esa frase simple está la idea de que lo determinante para el triunfo deportivo no es la preparación física sino un cierto tipo de mindset que pone ganar por encima de todo. El componente fundamental que terminó de hacer explotar la ideología del combative solo willpower desarrollándose en el territorio democratizador pero todavía abstracto del deporte fue el saqueo de elementos culturales que provenían de la proyección imaginaria de los ghettos negros de las grandes urbes norteamericanas para reterritorializar esa narración de la marca.
En pleno auge de la cultura gangsta rap y en el momento más álgido de violencia en los grandes bolsones de pobreza racializada, el ghetto ofreció una muy provocativa y sensual analogía del nuevo mercado de trabajo en la sociedad posindustrial: las ruinas de una civilización que había fallado, un espacio del que el lazo social se había retirado. El deporte cumplía en estos espacios un rol normalizador: volvía a ofrecer pautas institucionales y una vía de ascenso y salida para los sujetos de-socializados en las fronteras de lo social. Este cuento ocupa un lugar central en la nueva hegemonía cultural que se consolida en los 80s y 90s en Occidente y resuena incluso en una sociedad como la nuestra, donde cierto costumbrismo complaciente dota a estos territorios desclasados de un halo de bondad primitiva que los aleja de ese spin-off de Mad Max que era el “the ‘hood” en la mass media norteamericana –y también en las expresiones culturales que emanaban esos barrios, que estilizaban el efecto de jungla como una especie de prestigio. La serie de comerciales de Mike Jordan y Spike Lee son el punto de partida de este tipo de intervenciones. O, mejor, el comercial de 1993 donde Charles Barkley se ríe de la idea de sportmanship y fair play que dominaba la práctica deportiva en la época de posguerra: “Just because i can dunk a basketball doesn’t mean I should raise your kids”.
Nike refinaría esta estrategia por los siguientes quince o veinte años y luego de vaciar el ghetto negro pasaría a saquear el universo de representaciones de la pobreza en el tercer mundo, especialmente cuando quiso meterse en el negocio del fútbol, en donde era un outsider y donde a fuerza de tematizar la picardía y falta de respeto con que se juega en las favelas –y poniendo una importante montaña de guita para sponsorear a la selección de Brasil. El comercial de Nike para Brasil previo al mundial de 1998 (el último mundial de fútbol y el primero de soccer) cuenta esta historia: Roberto Carlos, Romario, Ronaldo, Dunga y Denilson jugando ese fulbito virtuoso y de espacios reducidos que más tarde mutaría en esa disciplina urbana aberrante llamada “fútbol freestyle”, subvirtiendo la normalidad de uno de los espacios abstractos por excelencia –el aeropuerto– con su irreverencia villera.
También llevó esta ideología al terreno de la emancipación femenina a través de la campaña If you let me play (1993) que hacía frente al hecho de que en las grandes universidades del país en general el presupuesto deportivo privilegiaba la práctica masculina y asfixiaba las disciplinas femeninas.
If you let me play mostraba un montón de chicas en edad escolar recitando una serie de estadísticas respecto del beneficio comprado del deporte en su vida. Una de esas es “if you let me play i will be more likely to leave a man who beats me, i’ll be less likely to get pregnant before i want to”. De esta manera, Nike puso en escena cómo las mujeres eran discriminadas en un mundo cuyas audiencias organizaban la práctica deportiva a través de los patrones culturales de la masculinidad dominante. También aparece como un agente dinamizador dentro del proceso de incorporación de la mujer al mercado de trabajo –y no cualquier mercado de trabajo, sino este nuevo, desrregulado, competitivo y agresivo– y al mundo del consumo –y no cualquier mundo del consumo, sino al que la sacaba del mundo doméstico para no solo elegir la marca del lavavajilla y el jabón para lavar la ropa sino también el auto, la aerolínea, la tarjeta de crédito, etc. Un punto de articulación poderoso entre la liberación femenina y el tipo de competencia darwinista del mercado flexibilizado del posfordismo, que en definitiva son las dos caras de un mismo fenómeno.
Este derrotero tiende a invalidar un sentido común: que el capitalismo prevalece porque alimenta un deseo perpetuo que solo sutura coyuntural y fugazmente a través del acceso a ciertos bienes que se consumen –es decir, se extinguen– frente a nuestros ojos apenas adquiridos. Fisher lo expresa de esta manera: “El giro del fordismo al posfordismo por supuesto que involucra un cambio en el régimen libidinal: concretamente, se intensifica el deseo por los bienes de consumo, financiados a crédito”. Pero la “seducción blanda de la mercancía” es una simplificación del lenguaje y esta transformación del “régimen libidinal”, si bien es cierta, no es ni así de histérica ni así de vacía. Por el contrario: el capitalismo hace una cosa muy distinta, más compleja y más profunda, que simplemente “generarnos deseos” que “antes no teníamos” y, por ende, “nunca se agotan”: produce más bien en su avance insurrecto las nuevas condiciones de incorporación al consumo de grandes contingentes de personas que se encontraban fuera de sus fronteras, y en general estigmatizadas bajo el signo de identidades subalternas (los negros, las mujeres, el tercer mundo) y ofrece narraciones poderosas para traficar ese movimiento bajo la forma de discursos de liberación, liberalización o independencia capaces de hacer soportables las angustias propias del pasaje de la vida preindustrial a la civilizada. Y digo traficar, también, como una simplificación conceptual: en ese movimiento el capitalismo no nos miente sino que, en realidad, nos libera; como subalternos de repente empoderados, nos emancipa y nos realiza. Nike es una historia posible de esa realización entre otras. Ese movimiento, mucho más interesante, mucho menos urgente y mucho menos frenético, sí es lo que resuena en los textos de Jameson, donde Walmart nos ofrece una máquina del tiempo hacia la sociedad futura//////PACO