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Quizás hayan escuchado esta historia, pero el mes pasado Bud Light perdió el puesto uno como cerveza más vendida de Estados Unidos, lugar que había ocupado por más de 20 años, en manos de la Modelo Especial, perteneciente al Grupo Modelo mexicano. El motivo de la caída fue una fallida campaña ideada por la nueva VP de marketing de la marca, Alissa Heinerscheid, que involucró a la influencer trans Dylan Mulvaney.

Heinerscheid había sido promovida al puesto hace un año, en julio del 2022. La noticia fue celebrada en todos los portales especializados en negocios porque Heinerscheid, de 38 años de edad, se había convertido en la primera mujer en liderar a la marca más grande de cerveza en el mundo en los 40 años de historia que tenía desde que fuera introducida en el mercado en 1982. Bud Light, si bien mantenía una posición de liderazgo claro en el mercado norteamericano, venía perdiendo market share hace ya algunos años debido a una imagen un poco estática y demodé asociada a un tipo de consumidor demasiado conservador y tradicional, el típico white male del interior rural. Modelo ya venía capitalizando sobre estas debilidades, construyendo una imagen más en sintonía con una audiencia más diversificada e inclusiva, apelando al consumidor joven y latino y, a diferencia de otras marcas tradicionales, como la Pabst Blue Ribbon, la Bud Light nunca logró reconvertirse en el nuevo contexto hiperdiversificado de las bebidas alcohólicas.

Alissa Heinerscheid (left)

El 23 de Marzo de 2023, en plena polémica por la campaña, Heinerscheid habló en una entrevista en el programa Make Yourself at Home y declaró: “Soy una mujer de negocios. Cuando me llamaron para hacerme cargo de Bud Light me dieron una misión muy clara y esa misión fue… esta marca está en declive. Y está en declive desde hace mucho tiempo. Y si no atraemos consumidores jóvenes, Bud Light no va a tener futuro. Entonces, tenía este mandato súper claro. Era como: tenemos que evolucionar y elevar esta marca increíblemente icónica, llevarla al siguiente nivel. Y mi… lo que yo traje a la mesa fue mi creencia en que, okay, qué es lo que significa “evolucionar” para esta marca? Significa inclusión. Significa cambiar el tono. Significa tener una campaña que realmente sea inclusiva y que se sienta más fresca y más luminosa y diferente y que pueda apelar tanto a hombres como mujeres. La representación tenía que estar en el centro de esta evolución. Teníamos que tener gente en la campaña que nos reflejara a nosotros como equipo de trabajo. Y la marca sufría de una especie de resaca. Digo, Bud Light tenía esta tono como de fraternidad, un humor totalmente fuera de tiempo, era muy importante que tomásemos otro rumbo.”

Dylan Mulvaney fue la activista trans que arrastró a la marca hacia la polémica. Mulvaney era un actor de Broadway con una sólida carrera como uno de los actores principales en la obra The Book of Mormon. Sin embargo, en 2020, cuando apareció la pandemia y los teatros cerraron, se reconvirtió como estrella de TikTok, subiendo videos con mensajes motivacionales acerca de su vida como una persona queer. Luego de algunos años y con una base de seguidores grande, en Marzo de 2022, se declaró trans y comenzó un diario online llamado Days of Girlhood en el que empezó a documentar diariamente su transición. El contenido explotó muy rápido, y Mulvaney se volvió de repente en una celebridad nacional. En parte por su personalidad alegre y desinhibida, que cosechaba apoyo legítimo, y en parte porque la excesiva sobreexposición de su vida diaria exponía momentos de deterioro psicológico, situaciones ultra cringe y meltdowns producto de los efectos secundarios de su terapias de reemplazo de hormonas que despertaban el morbo de los viewers. Durante este proceso Mulvaney transmitió sus múltiples cirugías para feminizar su rostro, para cambiar sus órganos sexuales y hasta entrevistó al presidente Joe Biden, el día 221.

Dylan Mulvaney

Al cumplir 365 días de transición, en Marzo de 2023 Mulvaney organizó una performance en vivo en el Rainbow Room del Rockefeller Center e hizo partnership con varias marcas de nicho, como Kate Spade y Olaplex. En un clip, filmado algunos días después y en el pico de su fama, anticipando el partnership, hizo un chiste acerca de que no sabía lo que era el March Madness pero que lo iba a disfrutar con una Bud Light. Al día siguiente la marca le mandó una caja con latas con su cara que la activista se tomó mientras se daba un baño de inmersión con burbujas.

El sponsoreo de Bud Light con Mulvaney causó un serio backlash. Kid Rock se filmó así mismo disparando una pila de cajas de la cerveza con un arma semi-automática mientras gritaba “fuck Bud Light and fuck Anheuser-Busch”. El representante republicano por Texas, Dan Crenshaw, llamo al partnership “stupid” en un video en Instagram y afirmó que iba a tirar todas sus latas de Bud Light por el inodoro. Las críticas se sucedieron en redes sociales en la típica dinámica que todos conocemos pero en este caso fue seguida por un intenso boicot en el mercado que llevó a la cerveza a perder más de 3 puntos de share y 25% de net revenue entre el 25 de Marzo y el 3 de Junio contra la misma semana del año anterior. La caída en el precio de la acción fue tal que AB InBev perdió 26 mil millones de dólares de valor de mercado en ese período.

Kid Rock shooting Bud Light

Siguiendo estas aparatosas caídas, y de forma poética, Ron DeSantis, gobernador de Florida y contendiente en la interna republicana, expresó hace algunos días, el 21 de julio, que está pensando en iniciar acciones legales contra AB InBev porque, según él, la asociación dogmática con una agenda ideológica radical llevó a la compañía a incumplir sus deberes legales con los accionistas. “Cuando comienzas a seguir una agenda política a expensas de tus accionistas eso no solo afecta a las personas muy ricas”, dijo en Fox News, “impacta también a las personas trabajadores que son los policías, los bomberos y los docentes en cuanto a la pensión. Así que vamos a iniciar una investigación sobre Bud Light e InBev, y podría ser algo que conduzca a una demanda derivada presentada en nombre de los accionistas del fondo de pensiones de Florida porque, al final del día, tiene que haber sanciones cuando dejas de lado los negocios para concentrarte en tu agenda social a expensas de las personas trabajadoras.” DeSantis afirmó que Florida tenía más de 50 millones de USD en acciones de InBev en los fondos de pensiones privados. Dudo realmente que DeSantis tenga algún fundamento legal para perseguir una demanda tan insólita, aunque es divertido pensar que quizás nada de esto hubiese sucedido si hace 15 años le hubiesen dado bola al representante demócrata y candidato en la interna presidencial de ese año, Barack Obama, que en 2008, y con motivos mucho más genuinamente populistas llevó adelante una intensa campaña para evitar la venta de Anheuser-Busch a la belga-brasilera InBev, campaña que por supuesto perdió.

La VP Alissa Heinerscheid, aunque no fue despedida formalmente aún, fue invitada a tomarse un pequeño receso de sus actividades corporativas y en las últimas semanas fue vista caminando por las inmediaciones de su departamento de 8 millones de dólares frente a Central Park, visiblemente desalineada. Y aunque es un tiburón de océanos rojos que sobrevivió al cáncer y no se va a quedar sin trabajo, este traspié probablemente le ponga un freno para siempre a su, hasta ahora, meteórico ascenso hacia el olimpo corporativo para relegarla a una posición importante en una compañía menor del firmamento de las categorías lgbtq-friendly (desodorantes, maquillajes veganos, productos de tocador raros o farmacéutica alternativa).

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Hubo una época, hace mucho tiempo, en la que el mundo estaba encantado. Las rocas, los árboles, los ríos. Todo estaba movido por fuerzas invisibles y mágicas, poderes indeterminados, espíritus y dioses menores y mayores. El mundo tenía significado y todo estaba envuelto en un aura de misterio. Pero la civilización humana avanzó y a Europa llegó la Reforma, el Iluminismo y el capitalismo industrial. En el proceso de liberar las fuerzas productivas de sus cadenas tradicionales, la humanidad evacuó a los objetos y al mundo que la rodeaba de su condición sagrada. La avaricia, alguna vez considerada uno de los siete pecados capitales, se transformó en la “iniciativa privada” indispensable para hacer avanzar la innovación, la ciencia y la tecnología, mientras que las inescrutables leyes del Destino se convirtieron en las leyes de la oferta y la demanda. El mundo que habitamos cambió para siempre. Max Weber llamó a este proceso, melancólicamente, “el desencantamiento del mundo”. Una forma de conceptualizar la creciente racionalización, burocratización y secularización de la sociedad occidental (“no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos o imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión”, diría Weber en 1917). Si las fuerzas encantadas del mundo eran susceptibles de recibir nuestra devoción y asombro, las fuerzas de un mundo desencantado empezaron a ser domadas por el poder técnico y el dinero. En el medio de este nuevo mundo se alzó la corporación global, el símbolo de un mundo desencantado, una máquina racional que moviliza ganancia y acumula capital, organiza dinero, expertise y tecnología con juicio sobrio y eficacia, con el fin de expoliar el planeta según sus detractores, o de servir al mercado democrático, según sus admiradores. 

O al menos así es como se cuenta la historia en las universidades de negocios liberales. El rap del Renacimiento, el descubrimiento de América, la imprenta, la revuelta de las Provincias Unidas, la paz de Westfalia, los 100 años en los que desterramos el mito de la vida humana. ¿Pero fue así? Cuarenta años después de ese artículo seminal, en 1958, Old Man Max Weber escribiría que “muchos viejos dioses ascienden de sus viejas tumbas”, recuperando el eco poético de Karl Marx cuando describía el fetichismo de la mercancía como la atribución de características humanas o sobrenaturales a objetos manufacturados o al capitalista como a un hechicero ya incapaz de controlar las fuerzas mágicas que había desatado sobre el mundo.

World of Coca-Cola Museum

En un libro febrilmente leído por mi generación alrededor del año 2000, el No Logo de Naomi Klein, la economía neoliberal de esos últimos 40 años aparecía narrada como la hiperevolución de un credo impenetrable, “la religión contemporánea del libre mercado sin restricciones”, con las marcas como la forma más avanzada de trascendencia simbólica. La pipa de Nike, la sirena de Starbucks, la manzanita de Apple y otros logos eran tótems neoliberales que aglutinaban la devoción de las masas. Más aún, es fácil comprobar caminando 10 segundos por la batea de los libros de negocios de cualquier librería las coincidencias performativas y tonales entre el credo corporativo y la palabra teológica. Como Barbara Ehrenreich describió en su libro Bait and Switch: The (Futile) Pursuit of the American Dream (2006), el mundo de los negocios, a pesar de su falsa fama de “enfoque despiadado en los resultados”, siempre estuvo atravesado en realidad por el “pensamiento mágico, inspirado e hipnotizado por una floreciente cartera de charlatanería New Age”. Esto es puntillosamente cierto. Los libros de management pivotean de forma un poco asistemática entre Lao-tzu, Buddha, Confucio y Carl Jung. Van de los “siete hábitos” a las “cuatro competencias” a las “cinco Cs” a los “sesenta y siete principios del éxito” con un tono a veces tan cómicamente arcano y profético que harían sonrojar al Dalai Lama trucho que aparece en la serie de Netflix Wild Country. Pero incluso si la intervención en la literatura de negocios resulta de alto riesgo para la integridad mental del lector de este artículo, se puede ser testigo de la liturgia del poscapitalismo de forma más segura en cada tuit de Elon Musk y como suscita miles de respuestas de chupapijas sin patria que ruegan públicamente por un poco de su atención, formando en torno a sus estupideces un cuadro similar al de los devotos de los extraterrestres que con pancartas celebran bajo la nave nodriza segundos antes de ser desintegrados por un rayo gigante en ese peliculón del fin de siglo, Día de la Independencia.

No señores. Estamos lejos del “desencantamiento” del mundo. Bruno Latour en algún momento dijo que en realidad nunca fuimos realmente modernos, en el sentido de que nunca fuimos realmente racionales, ni laicos, ni estuvimos emancipados de la magia fundamental que puebla el mundo. El capitalismo es, en efecto, un régimen de encantamiento. Aunque el encantamiento del nouveau regime es, como todo lo que produce, una versión torcida y perversa de aquello que copia: una represión, un desplazamiento de nuestro anhelo intrínseco de divinidad. O, como dice Eugene McCarraher en su monumental obra The Enchantments of Mammon (2019): “Capitalism is one such desire for communion, a predatory and misshapen love of the world”.

Capitalism mythical moment

Eagleton argumenta, en Cultura y la muerte de Dios (2014) que la humanidad no ha podido deshacerse de la idea de un Ser Supremo, a pesar de que lo ha intentado, y que desde el Iluminismo han aparecido de forma recurrente “formas sustitutas de trascendencias”: la Razón, la Ciencia, el Nacionalismo, pero especialmente la Cultura. Durante los siglos XIX y XX una nueva forma de clero post-cristiano constituida por poetas, hombres de letras y artistas ha intentado reconstruir y suplantar a la religión. Pero este proyecto, dice Eagleton, ha fallado una y otra vez. Incluso el proyecto del Übermensch nietzcheneano fracasó como teología falsificada. Hoy, en nuestra era incorregiblemente irónica del posmodernismo, las venerables cuestiones de significado y destino se descartan como una metanarrativa irreal y coercitiva; incluso la esperanza revolucionaria -la voluntad trascendente modernista por excelencia- ha capitulado frente a la plutocracia de lo cool. Para Eagleton, entonces, el capitalismo tardío es “fundamentalmente profano” aunque admite la supervivencia de un aura irreductible, el refugio de lo fantástico: “El único aura que sobrevive es aquella de las mercancías y de las celebridades”. Esta idea de Eagleton matchea muy bien con esta otra de McCarraher que, analizando la encíclica Laudato Si del Papa Francisco, concluye que el régimen de encantamiento del mundo que propone el capitalismo se funda sobre la falta de confianza a Dios, lo que corrompe el ideal de “comunión universal” y reemplaza el amor por el deseo de poder (como decía Gordon Gekko: “greed is good”).

Prolongando esta idea es fácil entonces conceder en qué consisten las “formas sustitutas de trascendencia” en el siglo XXI, tras el fracaso del proyecto laico de la Cultura. El capitalismo es una forma de enchantment -o, mejor, de missenchantment-, la parodia o perversión de nuestro anhelo de una forma sacramental de estar en el mundo. Su espíritu santo es el dinero. Su teología, filosofía y cosmología es la economía. Sus sacramentos son las formas fetichizadas de consumo de bienes y tecnología. Sus códigos litúrgicos y morales es la teoría del Management. Su clero es la intelligentsia corporativa y los grandes CEOs del startsystem. Su visión beatífica del destino escatológico es el imperio global del capital, la ciudad celestial financiera, donde el capital fluye libremente y donde los consumidores emancipados hacen lo único que los puede realmente liberar de las ataduras de las categorías sucias, perimidas, tradicionales de la vida antigua (el género, la raza, la clase, la religión, la política, la nacionalidad, la lengua): consumen, sin parar.

The overspent global citizen

Esta visión beatífica se realiza de forma primordial y superadora en la gran usina de narrativas del capitalismo tardío: la publicidad. Como lo menciona Jackson Lears en Fables of Abundance: A Cultural History of Advertising in America (1995): concedamos que la corporación podría sentirse, aunque en realidad no lo sea, como “el triunfo implacable de la racionalidad burocrática”. Sin embargo la publicidad debe crear la ilusión inversa. El marketing habla de forma directa a los deseos por escapar a la jaula de hierro weberiana del desencantamiento. En sintonía con las ansiedades populares sobre un mundo cada vez más impersonal, dominado por grandes instituciones, por intereses oscuros, por conspiraciones inaprensibles, por operaciones histéricas de redes sociales, los publicistas, los Brand managers y los VPs de marketing, a través de las marcas tienen una misión opuesta: utilizar una variedad de estrategias estéticas para generar una “reanimación del mundo bajo la égida de las grandes corporaciones.” Son las marcas, marcas como Bud Light, las que tienen un pacto con nosotros que tienen que honrar. Pueden hacerlo mejor o pueden hacerlo peor. Pueden lograrlo o pueden fallar. Pero este es el pacto que deben honrar: destruyeron el cristianismo, destruyeron la fantasía. Llevaron la dinámica del desencantamiento hasta sus últimas consecuencias lógicas (el protestantismo, el nazismo, los streamers). No podemos hacer nada contra eso, ok. Pero su deber es entonces crear para nosotros la Ciudad de Dios agustiniana, la comunidad de los fieles que se guían por el amor -amor corrupto, amor desviado, pero amor al fin. Sobre este pacto se funda la solvencia simbólica de todo el sistema de explotación neoliberal.

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En 1998 la socióloga norteamericana Juliet B. Schor escribió un libro llamado The Overspent American. Es un libro que me gusta porque construye una teoría de lo que ella llama “el consumo competitivo”. Bajo esta premisa el ímpetu clave que responde la pregunta de por qué compramos lo da el crecimiento de la desigualdad en nuestras sociedades modernas, y el rol que el consumo juega al establecer y fijar nuestra posición en la estructura jerárquica asimétrica. “Tenemos una sociedad que está estructurada de manera tal que el estima social o el valor social está conectado con lo que somos capaces de consumir. Entonces la inhabilidad de consumir afecta el tipo de valor social que tenemos y proyectamos. El dinero, proyectado en términos de bienes de consumo se convierte en una medida de nuestro valor”, dice Schor.

The gospel of management

Según el libro, durante la posguerra, consumíamos para pertenecer a la clase media o a su ideal, usábamos nuestras posesiones para anunciar más o menos públicamente que no nos estábamos quedando atrás en nuestras carreras y listo. En esa época dorada, de bienestar e integración estatal los vecinos seteaban el estándar sobre qué era lo que había que tener (el auto, la heladera, las vacaciones una vez al año). Podían ganar un poquito más o un poquito menos que nosotros, pero siempre estaban más o menos a nuestro nivel. Su casa estaba en la misma cuadra que la nuestra, valía más o menos lo mismo que la nuestra, etc. Ese era nuestro mundo. La competencia existía pero estaba contenida. Las fronteras de la sociabilidad, delimitadas. Y los códigos culturales eran relativamente homogéneos.

Pero en las décadas recientes el consumo se transformó y aceleró exponencialmente. La pequeña comunidad integrada que nos resguardaba durante el siglo XX desapareció. Nuestros vecinos pasaron de ser parecidos a nosotros a ser muy distintos: probablemente unos viejos con parálisis cerebral que votan a Cambiemos, transas con problemas de violencia intrafamiliar, una pendeja que hace OnlyFans, un virgo sin habilidades sociales que programa código para Eslovenia y cobra en dólares o venezolanos precarizados que pedalean Rappi. Atrás de cada puerta en un edificio random de Durlock negociado por Larreta con los desarrolladores inmobiliarios se encuentra alguna variante del amplio circo de la aldea global.

Perro Primo muestra su asquerosa casa en Nordelta

Parte de lo que es nuevo de nuestro siglo es entonces que en este contexto de semejanzas en crisis nuestras aspiraciones están hoy formadas por una serie muy distinta de referencias fragmentadas. Nuestros amigos, sí, pero nuestros amigos pueden haber tenido destinos muy distintos desde que salieron de la secundaria junto a nosotros (policía, criptobro, estatal, otaku), por lo tanto dejaron de ser un parámetro fiable para medir el éxito relativo en la jungla capitalista para la mayoría de las personas. La cultura mediática, por tanto, nos provee otros modelos mucho más fiables y a la carta: celebrities, streamers, traders de TikTok, futbolistas, estrellas del género urbano. Observamos todo el tiempo cómo las personas viven en la tele, en YouTube y en Twitch y nos comparamos. 

En principio, no parecería haber nada de malo con esto. Vivimos en un mundo más grande, con lo cual resulta natural querer saber cómo nos comparamos contra el Pareto más amplio de la población mundial. Sin embargo, mientras nuestros grupos de referencia se forman, se expanden y se aceleran, lo que nos suele suceder es que quedamos atrapados en una burbuja de imposibilidad y resentimiento.

Javier Ferrer dice que sos un normal si trabajás de 9 a 18

Schor pone este ejemplo delicado: “Cuando una mesera que quiere ser poeta y gana u$ 18.000 al año, una maestra que gana u$ 30.000 y un editor de una gran casa editorial que gana u$ 150.000 al año, todos, aspiran a pertenecer al mismo circuito literario, el cual ejerce una presión similar a beber más o menos las mismas etiquetas de vino, usar las mismas marcas de ropa urbana y amoblar tu casa con el mismo estilo sofisticado de muebles, aquellos que están en la parte baja de la zona de ingresos se van a sentir en una situación inestable e incómoda”, escribe. Esto se llama “nueva cultura del consumo”, y está vinculado no con el mero consumo de objetos sino con la apropiación de ciertos estilos de vida que se supone adecuados para el tipo de identidad que quiero fijar para mi mismo. Estos estilos de vida tienen códigos de pertenencia muy concretos y existen independientemente de mi nivel de ingreso.

Los códigos de consumo no configuran un mandato fijo y obligatorio, no son una regla estricta sino más bien un horizonte flexible de aspiración. Si sos fanático de Luquitas Rodríguez (nada personal, un capo Luquitas, pero estoy tan fuera de onda que es el único streamer que conozco) tu horizonte de deseo va a estar fijado en ese mundo prostético de las luces led, el sillón modular, la tele ochenta pulgadas, la play 5, las chombas horripilantes Balenciaga combinadas con shorts y los viajes a Europa a ver la final de la Champions. Como decía el compañero Pierre Bourdieu (o como diría), el consumo es un campo de batalla y nuestro sentido del gusto es el arma con la que contamos. Peor si sos un pequeño y mediano consumidor de cumbia 420 o “género urbano”. Los estilos de vida pentecostales de esos impostados caribeños ordenan un horizonte mundano, groncho, carísimo (casi tanto como el de cualquier upper middle class argentina que reside en Nordelta). Mientras muchos políticos siguen apelando a la clase media como el alma de la nación argentina, cada vez más en los lugares que importa el universo simbólico de aspiraciones de la clase media no solo ya no es “good enough” sino que es activamente denostado como la quintaescencia de las aspiraciones vírgenes y derrotadas.

El mundo desencantado del capitalismo inclusivo

Este efecto, reproducido a escala y repetido de forma invisible y permanente a lo largo de millones de interacciones durante un día te deja el cerebro hecho chicle. Porque no hace falta que diga que mientras el universo de aspiraciones se expande para abarcar a personas que aparentan ser parecidas a sus consumidores pero ganan 15 veces más que ellos, cosa que antes no sucedía, la riqueza en el mundo se reparte de forma cada vez más desigual y las chances de que efectivamente esas pequeñas almas alcancen el status económico anhelado en nuestra época son virtualmente imposibles.

Este melting pot de psiquis destruidas y resentimiento es tierra fértil para la proliferación de toda una serie de trastornos de ansiedad, depresiones y teorías conspirativas, memes ultraderechistas, teorías de la hipergamia femenina, fantasías emancipatorias antiestatales, militancia abortista, revival del roquismo, transición de género en niños de 2 años, estafas ponzi y canales de TikTok dedicados al trading con criptomonedas. Según Schor, la historia de los ‘80s y los ‘90s es la historia de una expansión sin precedentes del consumo acompañada con un incremento sin precedentes de los sentimientos de frustración entre los consumidores. Todos, no importa cuanta plata ganemos, sentimos que necesitaríamos ganar un poco más, algo que no pasaba hace algunas décadas atrás. Un tercio de la gente que gana más de u$ 100,000 al año en US declara que “no puede comprar todo lo que realmente necesita” para vivir, y un 20% más dice que “gasta todo el dinero que ingresa en su hogar en las necesidades básicas de su vida”. Estos dos porcentajes combinados llegan al 70% para el segmento de ingreso inmediatamente inferior (los que ganan más de u$ 75,000 al año), lo que en el momento de correr el estudio representaba al 15% más rico de la población norteamericana. En las décadas subsiguientes este problema explotó. Nuestra capacidad de consumo es cada vez menor, las expectativas sociales sobre nuestro consumo son cada vez más altas y los objetos que existe en el mercados en pugna por ser consumidos y fijar nuestra identidad a un estilo de vida cool son cada vez más. 

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En este contexto, ¿no resulta evidente por qué los consumidores de Bud Light se rebelaron contra su marca, ahora devenida falso ícono de la diversidad? La respuesta no los sorprenderá, pero creo que no tiene nada que ver con Dylan Mulvaney ni con la transfobia. Estoy seguro, de hecho, que la mayoría de los consumidores que se plegaron al boicot no odia particularmente a los trans, y ni siquiera vio uno en su vida. Pero sí percibieron, de forma sutil, en ese cambio de branding abrupto, mal hecho, artificial, la muerte de la última frontera desplazada de transcendencia que el capitalismo podía ofrecerles. Muerto Cristo, muerto el amor del mundo, muertos los mitos fundantes de su patria decadente que libra una guerra perdida en un mundo multipolar que se los va a llevar puesto, muerta la industria del carbón en West Virginia por el lobby de las clean energies, muerto absolutamente todo lo que conocieron y amaron, tuvieron en la ejecución de esa pequeña acción de marketing de guerrillas en redes sociales por el March Madness la certeza última de que cuando muriesen no los esperaría del otro lado nada. Ni trompetas ni arcángeles ni ríos de leche y miel. Bud Light era una marca moribunda y decadente, que representaba un segmento demográfico de la población norteamericana poco diferenciado y sin dinamismo, apegada a sus supersticiones de campo, bosques y montañas, irreductible a la presión inevitable de los estilos de vida flúor de las ciudades progresistas que siempre segmentan más y más y más el consumo a cambio de la ilusión de ser únicos y empoderados. Lo mismo que la convertía un tótem del capitalismo hacía imposible su modernización y supervivencia. Su muerte marca, de forma última y final, la muerte de todos nosotros. Hasta siempre, Bud Light////PACO

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