Tomando como ejemplo el pensamiento de algunos de los filósofos y críticos que han ensayado sobre el aceleracionismo, gracias a una iniciativa pandémica y con un poco de ayuda de mis amigos, me propuse a pensar el asunto desde un enfoque latinoamericano. ¿Por qué hay tan poco escrito sobre esto en Latinoamérica? Si, como sostiene Mark Fisher, el aceleracionismo es una suerte de síntoma que surge desde el posmodernismo detallado por Jameson, pareciera necesario primero llegar a un acuerdo sobre en qué momento finaliza el modernismo y comienza un proceso nuevo en estas tierras o si, tal vez, América toda es un territorio posmoderno desde la mismísima «conquista».

El sentido común en su perspectiva hegemónica apunta a Latinoamérica como un territorio atrasado pero una observación un poco más sensible nos conduce a argumentar que si ese atraso es tal cosa respecto a ciertos parámetros de «desarrollo» impuestos por el realismo capitalista, entonces muy probablemente el territorio diverso sobre el que se formula esta hipótesis es, desde hace unos 500 años, uno de los lugares más anárquicos al tratar de insertarlo en el molde del imperio. No por nada vivimos estancados entre las opciones del catálogo neoliberal como «países en vías de desarrollo», un proceso de metaconquista que nunca se concreta a pesar de la imposición de los sistemas de producción y control en los que se basa y que funcionan ágilmente en nuestra tierra. Hace poco se viralizó un video de un profesor argentino, no sé qué materia ni de qué escuela, que se preguntaba con gran asombro por qué México no es una potencia mundial. ¿Qué privilegios le trae a sus ciudadanos que un país sea considerado una potencia mundial? ¿Acaso en E.U.A., en China, en Rusia, en Inglaterra, no existen la pobreza, la desigualdad, la injusticia, las instituciones anquilosadas, la corrupción, las violaciones de los derechos humanos? Esas categorías retrasadas que se imponen desde arriba dejaron de funcionar gracias a la globalización que celebraban con estúpida alegría sin darse cuenta de que, al equilibrar la balanza, el que perdería sería justamente el imperio. El neoliberalismo hizo borrón y cuenta nueva de todos los méritos y deméritos que cualquiera pudiera haber obtenido en el pantano del desarrollismo. La facilidad con la que una gran porción de Latinoamérica resiste a este proceso de “desarrollo” mientras que a la vez lo incorpora y abraza sus excesos más feroces, aparece como un rasgo profundamente aceleracionista. Hoy en día, con todo y el «atraso» que eso supone, los latinoamericanos volteamos a la lectura de estos filósofos porque nos interpelan profundamente e intercambiamos PDFs de Benjamin Noys y Nick Land tanto como nos la fuman el copyleft y el copyright. Latinoamérica es un campo sembrado de fenómenos aceleracionistas desde antes que los filósofos pudieran siquiera elaborar un discurso ordenado sobre ello.

II

Corrían los inicios de la década del 90 y, en la radio mono con tocacintas que la abuela tenía encendida el día entero en la cocina, empezaron a pasar una música que se parecía a todas las cosas conocidas, a la vez que a ninguna de ellas, en su exacerbado nivel de síntesis y aceleración. Era un producto totalmente nuevo hecho con los pedazos de un montón de cosas remanidas, un artilugio innovador y disruptivo. Una búsqueda en la Wikipedia del año 2020 explica que estos sonidos fueron llamados merengue-house o merenhouse, un título ya bastante elocuente en cuanto a su carácter post-posmoderno, pero no tan precisamente adecuado a este género musical que incluía además recursos del rap y el hip hop, el reggae, la bachata, la salsa, el dance, el jazz, la cumbia, el techno y el baggy. En México el término reguetón no sobresalió hasta cerca del año 2000, sin embargo en Puerto Rico, Panamá, República Dominicana y algunas otras regiones, el merenhouse desde el principio estuvo emparentado con el llamado reggae-dance hall, ritmo al que el mismo Daddy Yankee comenzó a dar a llamar reguetón ya en 1992. Numerosos exponentes -casi todos solistas o colaboradores en el caso del reguetón y dúos o bandas en el caso del merenhouse- popularizaron esta música que, en el marco de lo que se escuchaba en la radio, parecía de alguna forma fuera de contexto, aunque rápidamente se hizo parte de la identidad latina, desde Chicago hasta Neuquén. En esta escala enciclopédica del tiempo pareciera poder distinguirse que el merenhouse tuvo un mejor (?) recibimiento por parte de las grandes productoras de discos y por ello fue distribuido con mayor velocidad y alcance, pautando en la radio miles de transmisiones al día. Las historias de fama y destrucción que se gestaron dentro del movimiento también parecen símbolos propios del aceleracionismo, como una nota reciente que trata sobre la carrera de King África. El reguetón, en cambio, aparece como una música de garage y de juntadas de barrio hasta casi el final de la década -esto la emparenta también con la cultura sonidera de varios países latinoamericanos- y la obra de los performers de esta música, que arrancaron animando fiestas en los bajos de las ciudades centroamericanas, se proyectó al público masivo recién hacia el final de los 90, lo cual le otorga un contexto más extensivo y más vital en un análisis actual, y el género ha exhibido una transformación estética fuertemente orientada a una suerte de cyberpunk-technobling como en el video Virtual Diva.

III

Las producciones audiovisuales nacidas de este movimiento coinciden con el boom de la industria del video musical y las piezas originadas en en el marco de la expansión de la popularidad de estos sonidos son clave para ver con los ojos cómo opera esta aceleración en el discurso simbólico. Agrupaciones como Sandy y Papo, Proyecto Uno, Ilegales, Fulanito -por nombrar algunos ejemplos- tuvieron una prolífica producción audiovisual y un vistazo a algunos de sus resultados nos lanza en un viaje de hiperhibridación que el sujeto latinoamericano contempla con total simpatía (συμπάθεια): eso somos nosotros, pensamos mientras Sandy y Papo apresuran las sílabas de una canción de protesta delante de una línea de trompetas digna de la Fania All Stars, mientras rapean parados sobre un Ford oxidado detenido sobre la Avenida Sabana Grande en la ciudad de Caracas entre una multitud autoconvocada de transéuntes, gente del barrio y habitantes de la calle. La letra es tanto una apología de las drogas de consumo común entre una población cada vez más joven -diluyentes, pegamentos, cemento- como un fuerte estatuto contra las políticas de estado abandónicas y ocultistas, un grito de guerra desde el borde de lo que la hegemonía produce pero se niega a nombrar: la miseria y el desinterés.

En un video de factura un poco anterior, la banda dominicana Ilegales aparece en los terrenos abandonados de una vieja estación del ferrocarril. Nada describe mejor la muerte del fordismo que un puñado de vagones destartalados, descarrilados, anaranjados por la intemperie, en medio de un campo con los pastos crecidos donde, con un mínimo esfuerzo, todavía se puede ver deambular al fantasma del trujillato. Al fondo, un barrio de techumbres precarias y construcciones de cemento y ladrillo visto, las ropas ondean secándose en las azoteas. Más allá, apenas como un horizonte, una imponente franja montañosa. Quizá el video está filmado en las afueras de Santo Domingo o en las cercanías de San Juan, República Dominicana, aunque se vería del mismo modo si hubiera sido filmado en las afueras de otras ciudades latinoamericanas: todo lo que vemos nos pertenece. El estado de los trenes me hace acordar a aquel llamado La Bestia o el «Tren de la Muerte». Los Ilegales no son ilegales mientras permanezcan en su país de origen, sin embargo representan este papel. De alguna forma, sea una referencia vivencial o apenas escuchada en la sobremesa, el sujeto latinoamericano se siente ilegal. Esto habla no sólo de un vínculo inquebrantable con el temible y anhelado país del Norte, un destino atado irremediablemente a la bota del imperio, sino también de nuestra diversidad étnica ya que todos somos un poco ilegales aquí, los pobladores originarios fueron tratados como ilegales por la colonia, los pobladores negros fueron ilegalmente traídos desde el África, los blancos ocupamos este territorio ilegalmente y entre todos creamos nuestras culturas híbridas que se parecen entre sí mucho más de lo que a veces nos animamos a aceptar y que cuentan, todas, con esa porción contemporánea de alienantes dramatizaciones ideológicas cuyas luchas responden más a la necesidad dramática (y por demás útil al sistema) de pasarnos el tiempo peleando que a nuestro verdadero sentimiento de unidad. El latinoamericano, entonces, es siempre un poco ilegal y el que cree que no lo es, por nosotros que se vaya a vivir a Suecia. Los Ilegales, vestidos como en una versión steampunk de United Colors Of Benetton, bailan una complicada coreografía sobre los vagones muertos del tren, acompañados por tres docenas de hombres y mujeres jóvenes que bailan como dioses eróticos y baten sus culos frente a la cámara contrapicada celebrando una fiesta alucinante en medio de la devastación. La letra de la canción propone una relación adúltera entre una fogosa morena y el hermano de su consorte, un hermano que tampoco sabemos si es hermano de sangre o de corazón, por lo que se podría pensar también que, como en Latinoamérica todos somos hermanos, entonces todas las relaciones son adúlteras. Ellos se encuentran en un jaleo y se ponen a perrear entre sí. Incluso se podría convenir en que en la historia narrada la chica alcanza un nivel de excitación tal que tiene un orgasmo. Pero en el video de La morena pide más no hay una sexualización excesiva -al menos no comparada con la que estamos acostumbrados a contemplar 25 años más adelante- y el erotismo de esta pieza pasa por la danza, el movimiento de los cuerpos, las impresionantes figuras de los bailarines, sus ropas de colores coordinados, la conquista de este espacio de la estación abandonada -una Zona Temporalmente Autónoma, como la llamaría Hakim Bey- que se convierte en arena para que los breakdancers ajados y las chicas machorras exhiban su maravilloso manejo del espacio y el tiempo mediante el cuerpo.

IV

Esta década del 90 en la que las referencias propias de Latinoamérica se rescataron y regeneraron en otras una y otra vez como un albondigón hecho con sobras de comida, esta música de sobrepasados beats por minuto y sus representaciones visuales son, desde un punto de vista vernacular, un símbolo en 4 dimensiones de la relación de contemporaneidad existente entre los escritores del Manifiesto Aceleracionista y el desierto de lo Real Latinoamericano. La convivencia terrible que los latinoamericanos hemos alcanzado entre el más hypeado de los sistemas capitalistas y las raíces más ancestrales de nuestra tradición es también un rasgo mutante que delata nuestro espíritu aceleracionista. En ninguna parte del mundo -tal vez en Filipinas, Malasia y algunos territorios con historias análogas a la nuestra- se elabora de este modo el conflicto marxista y nos hemos adaptado de una manera particular a esta bazofia incorporándola como quien come su anvorgeza mientras conduce el automóvil entre el tráfico de las capitales, masticándola, repitiéndola, infectándola con nuestro cólera, digiriéndola y, dependiendo quién la coma, se sabe que puede obtener más fuerza o exhibir un preocupante cuadro de gastroenteritis. Esta conocida prueba física se utiliza popular y silenciosamente en nuestro territorio para identificar quién pertenece más a nuestro pueblo y quién pertenece menos. Algunos se cagan encima. Sobras de ayer, carne nueva, harina y huevo, pan rallado, frito en la mañana y vuelto a fritar a la tarde para entregarlo clavado en un palo de brocheta sobre una hoja de papel kraft al tunante quien lo adereza con mayonesa, salsa picante y repollos encurtidos mientras elige entre tomar una coca cola o un vaso de chicha. En el puesto de al lado, un vendedor pirata de discos compactos escucha cumbia peruana, pasito duranguense, cuarteto cordobés, una guaracha, reggaetón, salsa, bolero, marcha, techno. Todos los discos de a diez, de a diez pesos. Muchos autores, desde antes del boom y hasta después del boom (nuestra vanguardia más famosa se llama boom, oye pana) llenaron sus cuadernos con estas pinturas, increíbles para quien no las conoce, forzadas para el que no las ha visto acontecer frente a sus narices en cualquier boca del metro, la costanera, la peatonal y el malecón. Si finalmente el lenguaje es nuestro mayor capital, hace al menos cien años le decimos con franqueza a los filósofos del mundo: nosotros lo hemos visto todo. En esta tierra ha ocurrido todo. Podemos nombrarlo todo. Podemos recordarlo por usted.

No es mucho lo que se ha escrito sobre aceleracionismo en Latinoamérica quizá porque es muy difícil discernir entre la forma y el fondo cuando tú mismo habitas la obra. Se me ocurren esos pasajes del Popol Vuh donde dice que vendrán del mar unos blanquitos con pelo en la cara y cascos de metal y ese será el principio del fin de la cultura maya. Dice algo así como que “mantendremos la cabeza gacha porque, si nos erguimos, bajaremos la cabeza agujereada”. Pienso en Bruno Traven, Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera y esa pasión primigenia a la que los condenó la selva. En el viejo Burroughs todavía joven, sólo y pasado de pincho en su departamento de la Colonia Roma. En la inocencia y el arrojo de los estridentistas, los sandinistas, los mojados, los carnavaleros. Si este territorio no es más que un enorme aquelarre, un dragón que todo lo que toca lo convierte en abono para los incendios del futuro////PACO

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