Fui a la presentación del libro El niño resentido, de César González, en la librería El Espejo. Leí el libro el año pasado. Lo compré, sobre todo, por la palabra “resentido”, quería saber qué pasaba en un libro que parecía reivindicarla, y como soy un defensor (como si lo necesitara) del resentimiento, no pude resistirme, aún con cierta desconfianza, porque tenía algunas referencias de César (entrevistas, algunas de sus intervenciones en redes sociales) que no me convencían, o me generaban dudas, como cierta tendencia a la queja, un poco victimizante, como esas personas que todo el tiempo le echan la culpa a los demás de sus desgracias. Pero quién no ha sido así alguna vez. Es cierto que la queja suele confundirse con el resentimiento, aunque es un error, porque el resentido de verdad no es un quejoso, es más bien alguien que pasa a la acción —que es lo contrario de la queja, que es paralizante—, como el personaje que construye González. El verdadero resentido quiere venganza, aunque no lo sepa, aunque su propio accionar lo lleve a la confusión, y en esa delgada línea se desliza el niño resentido de la novela.
El libro sorprende desde el comienzo con su confección de imágenes rápidas y violentas, a veces mistificadoras de situaciones muy complejas, en su mayoría vivencias límite de drogas, robos y un poco de amor. Es un libro crudo, que no hace concesiones, para nada refinado, que no quiere encarnar el lugar del bien, que cifra su éxito estético y comercial en la velocidad de las acciones, en la permanente proliferación de personajes extravagantes, al menos para el sujeto de clase media estándar, algo que, sea dicho de paso, no existe.
Lo primero que uno tendería a señalar en esta novela es su cercanía con Arlt, pero no porque González intente reponer algún lunfardo o habla popular en su escritura, en ese sentido sucede más bien lo contrario, el libro apela a una escritura cortante y rítmica, sin búsqueda mimética de fonética lumpen ni “rarezas” sintácticas ni virtuosismo, sino más bien por el mundo, digamos criminal, digamos marginal (aunque sea insuficiente), que muestra no como una postal detenida, sino más bien como una forma cinética, violenta y por momentos arrasadora. González hace de la palabra “resentido” su arma: esa pulsión que una parte de la política en Argentina decidió abandonar bajo el mote del odio. El niño resentido odia, y hace de su resentimiento una acción contra un orden que lo margina.
El niño resentido cuenta su mito de origen y lo retrata como la caída en un pozo de mierda. El niño resentido es rescatado después de caer en una cloaca, pero las secuelas de la caída dejarán marcas. Salido de ese pozo verá de otra forma su existencia, buscará hacer otra cosa con lo que hicieron de él. La novela muestra o tensiona, queriendo o sin querer, el rol estatal. Por un lado el personaje es salvado en más de un oportunidad por la salud pública, por el otro es baleado por el mismo Estado que lo excluye. El niño resentido quiere formar parte, no quiere vivir afuera.
Tal vez, si hubiese que ensayar una crítica, se podría decir que el libro pivotea entre una delgada línea de verdad y espectacularización. Es decir, el libro habita dos de las contradicciones (o no) más reiteradas de esta época: se presenta como una novela y al mismo tiempo como una autobiografía, o, si se quiere, una autobiografía novelada. No habita el nicho conocido y denominado (despectivamente) como literatura del yo, porque no es intimista ni confesional, sino más bien de intervención, de corrimiento de lo políticamente correcto como canon del buen pensar del progresismo ilustrado actual; aunque César sea, a su vez, reivindicado por ese sector de la política en el que él, como figura autoral, se inscribe desde un lugar de relativa incomodidad. A esto se suma la actual necesidad de muchos lectores de encontrar en el referente (el autor, el libro) una inseparabilidad con la realidad, como si todo el tiempo tuviera que decirse “mirá que esto pasó de verdad”, y eso determinara no sólo el criterio estético, sino también a la posible verdad artística con una conexión externa. Como si la verdad artística (sea lo que sea eso) no formara parte de la obra, sino de una externalidad que sería, a su vez, la realidad. En todo caso, hay una verdad en la experiencia —anoche César subrayó eso— pero también hay una verdad en el texto. Ahora bien, también es cierto que el libro fue trabajado a conciencia para transformarse en un producto potable para el mercado, esto se percibe en sus capítulos breves, en su legibilidad, en sus temas, en el modo en que se lo vendió al público.
Pero sospechemos de lo que acabo de decir y apuntemos que es posible que el éxito del libro (a un año de su salida va por la octava edición) se deba también a una suerte de “vampirismo energético” y no solamente a una exitosa operación de marketing a cargo de un sello editorial. María Moreno, en una entrevista de hace algunos años, dice que “hay ciertas generaciones que imaginan que la experiencia de intensidad terminó (la militancia de lucha armada, el sida, la liberación sexual) y tienden a leer literalmente, como caníbales de intensidad”. Una suerte de tercerización del riesgo. Pero también se podría pensar que el protagonista de la novela es un caníbal de intensidad, porque la intensidad con que arriesga la vida, en momentos donde cualquier hilo de sensatez diría “paremos acá”, es consumida en pos de no abandonar la aventura que lo mantiene vivo, aunque esto pueda conducirlo a la muerte. El niño resentido podría decir, sin ningún problema: “yo estoy vivo y ustedes están muertos”.
César, en la presentación, hundió el dedo en la llaga y dijo que hay una atracción en la clase media por lo que en otra situación, si pudieran, eliminarían. Se refería a series como El marginal (pero esto también incluiría a su libro y a otros tantos, él mismo citó a Las malas de Camila Sosa Villada) donde se goza del sufrimiento carcelario vuelto plano, brillante, high definition desde la comodidad de un living y, ante todo, mediado, sin olores ni cuerpos que hieden en celdas abandonadas a la buena de dios o a la memoria (u olvido) estatal. La hipótesis de César, sugerida en el contexto de una presentación, es decir sin posibilidad de ser ampliada, es que se disfruta de esa marginalidad que en otro caso, y con gusto, sería eliminada por el mismo “gozante”. Pienso que en esos dispositivos ficcionales que, en palabras de César, fetichizan la marginalidad, se despliega una continuidad del terror, en el sentido de aquella frase que dice “los parques hacen más soportables las prisiones para aquellos que no están presos”. Silvia Schwarzböck, en su libro Los espantos, escribe: “El Estado, tras deshacerse del fantasma del comunismo, no necesita ocultar, para producir terror, su clandestinidad estructural. Por eso la deja ver. Y la deja ver con imágenes superficiales, que se detienen en la retina y se pueden guardar fuera del cerebro, en memorias portátiles, livianas, borrables y reutilizables (…). La estética explícita, nacida de las posibilidades de la cámara, es la estética hegemónica de la sociabilidad contemporánea”. Creo Schwarzböck acierta, pero sólo a condición de pensar al Estado en unión con el Mercado, o como garante (por acción u omisión) del mismo, por lo menos en el sistema en el que vivimos, donde la delgada línea que separa una cosa de la otra es, por lo menos, difusa, tanto que hoy en día el mismo libertarianismo que nos gobierna, y que avanza en su cruzada internacionalista y neoreaccionaria desde el poder estatal, propugna una suerte de tecnofeudalismo, un aceleracionismo que pretende como futuro de la humanidad un orden dispuesto por las grandes corporaciones. Eso, en parte, ya sucede, y se vio como ejemplo nítido en el masivo apoyo que obtuvo La Libertad Avanza en las últimas elecciones donde un enorme sector de la población que se percibió (con sobradas razones) ignorado por el orden púbico se inclinó por quien construyó como enemigo a los representantes del Estado, a quienes llamó “la casta”.
En rigor, más que una novela tradicional que pretenda apelar a una idea de literatura pura, El niño resentido es una sucesión encadenada de escenas violentas, con laberintos mentales (en especial del personaje protagonista) que algún osado gustaría de relacionar con los pasillos de la villa en la que transcurre parte de la historia. No es una historia lineal, aunque los capítulos se sucedan en orden cronológico, más bien tiende al fragmento y a la elipsis, dos procedimientos que se disimulan en el montaje final, por eso el libro bebe más del cine que de una tradición literaria.
Pero quiero regresar al evento. Llegué unos pocos minutos tarde y ya había una pequeña multitud que rodeaba al autor. Era de noche, César llevaba puestas unas gafas negras y se le notaba entusiasmado de que tanta gente se hubiese reunido a su alrededor para escucharlo hablar de él. Sin dudas César tiene la presencia de un artista, y él quiere que eso se note, se percibe en su vestimenta, en su manera de pararse y dirigirse al público, le gusta el escenario, eso parece desde afuera al menos. Es carismático, entrador, y conecta con la gente. Es una estrella, él parece sentirse un poco así también, y es cierto que, al menos en nuestro mudillo cultural, lo es y está bien que así sea. El público hizo una cantidad de preguntas enorme, todas referidas —tal como dije antes en el intento de enunciar un problema— sobre su persona, en una lectura excesivamente literal del libro. César habló mucho y terminó agotado. Estuvo bueno cuando dijo que era peronista aunque no lo quisiera, como algo que lleva en la sangre, como si no tuviera otra opción. Lo dijo con humor, claro, pero también como una verdad política muy sentida. Agregó que nadie lo podía correr por izquierda, porque antes que esto sucediera él preguntaría desde dónde le hablan, y como él viene de la villa, le metieron varios balazos, estuvo preso y se salvó de la muerte en más de una ocasión, quien quiera correrlo por izquierda, antes, de mínima, tiene que haber pasado por ese calvario. Entiendo lo que quiere decir, poner el acento en la experiencia, en lo vivido, es algo que ningún pequeño burgués —como los que compran sus libros— puede discutirle justamente por ser lo que es y no haber vivido —él supone— nada que pueda parangonarse con sus vivencias. Como chicana funciona, pero esto es evidente que no puede sostenerse con mucho rigor desde lo argumentativo, porque lo suyo, por más que se sostenga en hechos empíricos, es también un argumento, y como tal puede ser rebatido. ¿Pero qué importancia tiene? Vivimos en un sistema tecnofeudal con una revolución técnica en curso sin precedentes. Vivimos en la contradicción permanente, sobre todos quienes se dicen contrarios al sistema y son premiados (con castigos incluidos) por el mismo sistema.
A veces pareciera que estamos en un punto de no retorno y no salida, como si lo máximo a lo que se pudiese aspirar es a una vida con los derechos y garantías básicos, que no es poco dado el actual orden de cosas. ¿Quién quiere, de verdad, la destrucción total del orden existente, es decir del capitalismo? ¿Quién quiere, de verdad, una revolución verdadera? “Una guerra revolucionaria contra el Estado metropolitano moderno solo puede ser sostenida en el infierno”, escribió el joven Nick Land en algún momento de la década del noventa. Sin ir muy lejos, los últimos días circularon en redes unos fragmentos de una entrevista que Alejandro Fantino le realizó a Christian Chipi Castillo, dirigente del PTS y actual diputado nacional, donde explica cómo es la sociedad que imagina y qué es ser trotskista hoy en día. Me pareció una suerte de ensayo de comunismo para dummies, donde con tono afable y pedagógico se nos explica que en la sociedad ideal del trotskismo no gobernaría una burocracia de partido único (Estalinismo) y los trabajadores elegirían de manera democrática y pacífica qué es lo mejor para sus propios intereses. En un momento de avanzada del libertarianismo que un referente de la autonombrada izquierda tenga un discurso que bien podría confundirse con el de un columnista de La Nación + es sorprendente, en ese sentido no es extraño que Luis Novaresio se confiese como uno de sus votantes. Es lo que en alguna parte Alejandro Horowicz llamó la diferencia entre “hablar en serio y hablar en serie”.
Pero regresando a la presentación del libro: hacia el final César contó que cuando salió de la cárcel se encontró con una serie de cambios muy significativos en su barrio; su casa, y la de los vecinos, era ahora de material, tenía un baño, en donde por primera vez pudo ducharse, algo que nunca había podido hacer hasta ese momento. La madre, además, le había guardado una habitación. Sin esto, sin su cuarto propio, no habría podido desarrollar su carrera artística y seguramente, dijo César, hubiera regresado a las andanzas nocturnas. Estos cambios estructurales fueron posibles durante los primeros gobiernos kirchneristas, y por eso, sin ser obsecuente, él tiene buenos recuerdos y suscribe a ese espacio político y defiende al Estado como ente posibilitador de una mejor vida.
Hacia el final de El niño resentido, el protagonista es herido por la policía con “balas pagadas con lo pagado de impuestos”, como dice una canción, y luego encerrado en una cárcel común.///PACO